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Palinodia psiquiátrica en el «Día de la Salud Mental»

Fuentes: lne.es

El cierre de los manicomios no fue un proceso normal de cese de demanda como el de los sanatorios antituberculosos tras los tratamientos antibióticos. Por desgracia, los tratamientos con psicofármacos no tuvieron un avance comparable al antituberculoso que permitiese dar altas por curación en el campo psiquiátrico. La mayoría de las enfermedades mentales siguen un […]

El cierre de los manicomios no fue un proceso normal de cese de demanda como el de los sanatorios antituberculosos tras los tratamientos antibióticos. Por desgracia, los tratamientos con psicofármacos no tuvieron un avance comparable al antituberculoso que permitiese dar altas por curación en el campo psiquiátrico. La mayoría de las enfermedades mentales siguen un proceso de cronicidad, generalmente inseparable de la biografía del enfermo: no tuvo una psicosis sino que es un psicótico.

Por eso el cierre de los manicomios no fue un proceso consensuado sino que se produjo como resultado de unas guerras psiquiátricas. Por un lado, un grupo de psiquiatras que veíamos en los asilos una representación de las instituciones totales que, junto a los cuarteles o las cárceles, formaban un panóptico que, lejos de encerrar personas para cumplir sus fines manifiestos -rehabilitar, curar, enseñar a guerrear-, estaban destinadas a aniquilar la identidad de sus internos y a disciplinar y hacer sumisa al resto de la sociedad (si no obedeces acabarás en el manicomio, o el no menos popular «ya te enseñarán en la mili»). Frente a los psiquiatras anti institucionales se alineó lo más granado de la psiquiatría académica. H. Ey, autor del más famoso tratado de psiquiatría de la época, pidió en un congreso mundial de psiquiatría la expulsión de F. Bassaglia como representante de la «antipsiquiatría», que afirmaba la complementariedad de la protección del asilo con los defectos afectivo-cognitivos del paciente psicótico que lo hacían inadaptable a una sociedad tan conflictiva como la moderna. ¡Abajo los muros de los asilos! fue un grito de los pronunciamientos del 68 que a diferencia del que clamaba contra las prisiones que no cesan de multiplicarse o del antimilitarismo que aún necesitaría de largos años de luchas insumisas tuvo éxito: nadie defiende hoy la vuelta al manicomio.

Los sufrimientos de los psicóticos de hoy no se deben a los éxitos de esa utopía sino a los fracasos. Tres errores que defendimos como verdades lastraron el proceso desinstitucionalizador. El primero fue la teoría formulada por Bassaglia como «Doble de la enfermedad mental»: la locura que se veía en los manicomios, básicamente el defecto esquizofrénico, no se debe al desarrollo natural de la enfermedad mental, sino que es un doble, un artefacto producido por el encierro. Igual que los gorilas desarrollan unas conductas patológicas en los zoológicos, desconocidas en la selva, los pacientes manicomializados desarrollan unas locuras que no son las suyas, sino neurosis institucionales producidas por el encierro. Un ejemplo lo ilustra: en un manicomio donde trabajé hubo que hacer obras en los pabellones de agresivos y sucios. Al repartir los pacientes por otros lugares su agresividad y descontrol de esfínteres desapareció porque era un producto de la identidad asignada por la inst itución. Contra tan atrayente hipótesis existe hoy acuerdo sobre su falsedad: el gran defecto esquizofrénico no es el doble de la enfermedad producida por el asilo sino su evolución natural con independencia de su tratamiento. Las otras dos predicciones falsas, más que errores, fueron apuestas perdidas por la razón utópica. Suponíamos los antinstitucionalistas que los pacientes mentales al salir del manicomio serían bien acogidos por redes sociales espontáneas que los reintegrarían en un trabajo normal dentro del marco del estado del bienestar y del pleno empleo.

Los pacientes mentales fueron recibidos, por el contrario, con una tremenda hipocresía social, ejemplificado por el acróstico No en Mi Puerta de Atrás: los centros para enfermos mentales o los pisos protegidos están bien con tal de que no los pongan cerca de mi piso. En algunas ocasiones el rechazo vecinal fue tan intenso que alentó a una chusma incendiaria de algún centro gijonés para toxicómanos. Respecto al trabajo, una bella imagen que daba fin a la película-manifiesto de Bassaglia «Locos de desatar», en la que un paciente se integra en una fábrica apoyado por trabajadores y sindicatos, nunca tuvo lugar. El número de psicóticos trabajando es y será en los próximos años cercano a cero y el diploma depresivo fue usado por cientos de obreros para jubilarse.

El porvenir de aquellas desilusiones generó que los psicóticos deben hoy vivir en familia, un lugar en el mundo, que desde nuestras teorías jamás se vio como terapéutica (¿recuerdan aquello de la familia esquizofrenógena?, los «psi» tratan de olvidarlo). Cuidar y ser cuidado de por vida -los psicóticos habitualmente no se casan- por los padres genera una sobreimplicación afectiva que sobrecarga a unos y descompensa a otros. Asociarse ayuda a llevar la carga y desde los centros de salud (saturados por muchos miles de trastornos psiquiátricos menores) tratamos con poco éxito (las terapias químicas o psicológicas tienen más curaciones en los artículos científicos que en la realidad) de limitar la devastación que la enfermedad produce, pero los enfermos envejecen sin lograr autonomía conductual suficiente para no necesitar protección en un mundo en general despiadado.

¿Cómo envejecen los psicóticos? En general, los síntomas positivos -los delirios, las alucinaciones- mejoran. Pero los negativos -el aislamiento, la incomunicación afectiva- empeoran y se amplifican los déficits de memoria y atención del envejecimiento. La deriva «natural» (?) de los psicóticos si no cambian las cosas es haber evitado el manicomio para ingresar muy precozmente en el asilo para viejos o vivir en soledad visitados frecuentemente en el mejor de los casos por médicos o trabajadores sociales. Que ése destino no se cumpla junto a la red médico-social exigiría crear cientos de lugares de vida (pisos más o menos tutelados) para que los psicóticos no vivan en familia, junto a la puesta en marcha de centros de trabajo protegido y remunerados lejos del mercado (es obvio que no hablo de uno, dos, tres centros para enseñar, sino de ofertas de muchos centenares de plazas).

La evidencia de la bondad de ese proyecto, ¿hay alguien que pueda oponerse al mismo?, no pronostica su cumplimiento. Lo malo de ponerlo en marcha es que exige dinero público muy abundante y voluntad de resistir el rechazo social a los más débiles. De ambas cosas andan muy escasos nuestros gobernantes cualesquiera que sean sus siglas.

* Guillermo Rendueles Olmedo es psiquiatra.