Argentina, 1988: la inflación galopaba a 100 por segundo y no era infrecuente comprar un producto en algún súper que, al llegar a la caja, en 10 metros, un minuto y dos de espera, había aumentado de precio. Una mujer anunciaba por altavoz la escalada con tonos impiadosos y los clientes apuraban la compra. Parecía […]
Argentina, 1988: la inflación galopaba a 100 por segundo y no era infrecuente comprar un producto en algún súper que, al llegar a la caja, en 10 metros, un minuto y dos de espera, había aumentado de precio. Una mujer anunciaba por altavoz la escalada con tonos impiadosos y los clientes apuraban la compra. Parecía la Alemania de 70 años atrás, cuando viajar en un tranvía costaba millones de marcos. El fenómeno sigue presente en todo el mundo: el precio de los alimentos se empina y las explicaciones abundan. Es el aumento del precio del petróleo, afirman algunos. Son los bioenergéticos, opinan otros y abren un debate que se da en varios rincones del planeta.
El presidente W. Bush ha declarado: «Como se sabe, yo soy del etanol» (The Indian Star, 2-5-08). Pero el estado de Iowa, que el año pasado obtuvo una cosecha de cereales cuyas calorías sumadas podían alimentar a todos sus habitantes durante 85 años, no tardará en importarlos: la mayoría del grano obtenido alimenta a los motores que funcionan a etanol. El precio de los alimentos aumenta de Marruecos a Brasil y de Pakistán a Australia y aparece el dilema: ¿nafta para recorrer 1500 kilómetros con el auto o para alimentar un año a una persona? Hamlet dice, siempre dice, «Ser o no ser, ése es el dilema».
La New Fuels Alliance, un grupo que propugna el uso de los bioenergéticos, señala en un informe que no hay conflicto entre su uso y la producción alimentaria: «La escasez de alimentos del Tercer Mundo -dice- se debe sobre todo a cuestiones políticas y sociales como la pobreza, la corrupción de los gobiernos y una distribución ineficiente. El precio de los cereales tiene poco impacto en la disponibilidad de alimentos del Tercer Mundo. El aumento de esta disponibilidad per cápita ha alcanzado un hito histórico» (klprocess.com). Lástima que así no sea. La disponibilidad mundial de alimentos por persona ha descendido en los últimos años: «La agricultura no cubre las necesidades nutricionales y ahora se le pide que además llene los tanques de los vehículos», señala el especialista Stan Cox (www.alternet.org, 9-5-08). El Banco Mundial concuerda: un estudio reciente del organismo indica que la mayor parte del aumento de la cosecha mundial de maíz en el período 2004/2007 (cuando su precio subió abruptamente) fue destinada a la elaboración de bioenergéticos en EE.UU.
Jean Ziegler, ex diputado del parlamento suizo y actual Relator Especial para el Derecho a la Alimentación de la ONU, ha documentado los casos de expulsión forzada de pequeños agricultores en Brasil, Argentina y Paraguay, expulsión que los grandes productores de soja alientan y ocasionan (www.righttofood.org). No es difícil prever que habrá más presión sobre los campesinos con cultivos de subsistencia de América del Sur.
El investigador Joachim von Braum asienta en un reciente estudio del Instituto Internacional de Investigaciones de las Políticas de Alimentación que los campesinos pobres de Bolivia, Bangladesh, Zambia y Etiopía sólo venden del 1 al 4 por ciento de los comestibles que se negocian en el mercado interno y a la vez compran del 10 al 22 por ciento de la producción comercializada (www.ifpri.org). El estudio estima que cada aumento del 1 por ciento de los precios suma 16 millones de personas al muy extenso territorio del hambre mundial. Como señala un informe del Worldwatch Institute: «En materia de granos, hay una competición entre los 800 millones de automovilistas y los dos mil millones de los más pobres que tratan simplemente de sobrevivir» (www.earth.po licy.org, 4-1-07).
La llamada globalización de la economía acentuó, en realidad, la globalización de la pobreza y el hambre. Al inefable Henry Kissinger se le ocurrió que las hambrunas podían ser un buen instrumento para el «control de la población». Dos siglos y medio antes ya lo había propuesto Jonathan Swift en «Una modesta proposición», sátira feroz sobre las condiciones sociales de su época. Que no han cambiado mucho, apenas si se han agravado.
La FAO, el organismo de la ONU para la agricultura y la alimentación, ha estimado que el precio de los cereales aumentó un 88 por ciento desde marzo del 2007, el del trigo un 181 por ciento en los últimos tres años y el del arroz un 50 por ciento en el trimestre que pasó. En su informe «Perspectivas alimentarias», que dio a conocer esta semana en Roma, subrayó la proximidad de nuevas hambrunas en los países pobres: «Estamos enfrentando el riesgo de que el número de personas que padecen hambre aumente en muchos millones», expresó Hafez Ghanem, subdirector general de la FAO (AFP, 22-5-08). Hace años ya, en una pared de Buenos Aires, alguien pintó este consejo: «Combata el hambre y la pobreza. Cómase a un pobre».