El Ejército egipcio, principal bastión del antiguo régimen, podría, paradójicamente, proceder a una islamización controlada de la sociedad a cambio de que sus defensores renuncien a plantearse como alternativa política. Si los Hermanos Musulmanes se niegan, ahí tiene a los salafistas. Una solución a la argelina pero sin guerra civil supondría la consolidación en Egipto […]
El Ejército egipcio, principal bastión del antiguo régimen, podría, paradójicamente, proceder a una islamización controlada de la sociedad a cambio de que sus defensores renuncien a plantearse como alternativa política. Si los Hermanos Musulmanes se niegan, ahí tiene a los salafistas. Una solución a la argelina pero sin guerra civil supondría la consolidación en Egipto de una especie de entente en la que el viejo régimen actualizado reivindica para sí el poder político y ofrece a cambio de que no hagan política mezquitas a la depauperada y devota población islamista.
A tenor de los acontecimientos de la última semana en Egipto, todo apunta a que los Hermanos Musulmanes mantendrán el pulso con las viejas autoridades (el eterno Ejército mameluco). Lo que no quiere decir, como apuntan algunos, que el país esté ya asomado al abismo de la guerra civil.
La cofradía musulmana, que nació precisamente en Egipto hace 85 años, ha mostrado en las últimas décadas un pragmatismo que le sitúa en las antípodas de las caricaturas que de ella se hacen, tanto desde los sectores «laicos» del país como de Occidente. Pragmatismo que, ojo, no se contradice con una buena dosis de firmeza que está evidenciándose en el desafío de sus seguidores a la Policía y en su exigencia de marcha atrás de los golpistas y sus apoyos.
Por lo que respecta a estos últimos, las invitaciones a los Hermanos Musulmanes para que se resignen a su expulsión del poder aceptando algún puesto ministerial menor se conjuga con la represión y las amenazas de detención de su cúpula.
Es una reedición de la vieja táctica del palo y la zanahoria que, como siempre, muestra sus límites cuando su destinatario, en este caso el islam político, no está dispuesto a entrar en el juego. Lo que no supone tampoco descartar que se estén prodigando contactos y negociaciones bajo la mesa para hallar una solución de compromiso.
El propio presidente derrocado, Mohamed Morsi, rehén físico del Ejército en este tira y afloja, mantuvo hasta el último segundo anterior al golpe su oferta de negociar unas elecciones anticipadas.
Sorprende, en este sentido, que los que aseguran que los Hermanos Musulmanes habían perdido casi todo su caudal político tras un año en el poder -un poder, todo hay que decirlo, cercado por el poder fáctico judicial y por el boicot opositor (siguiendo el viejo axioma de que cuanto peor, mejor)-, se negaran a recoger ese guante. Un movimiento que reclama -sin pruebas- haber recogido 22 millones de firmas y que asegura que el 30 de junio sacó a la calle hasta 40 millones de egipcios (casi la mitad de su población oficial) debería tener poco que temer de una contienda electoral con los islamistas.
Es innegable que estos últimos han sufrido en los últimos meses cierto desgaste. Pero su alcance está aún por ver. Es evidente que nunca han contado con una mayoría aplastante de apoyos a lo largo y ancho del país, pero les ha servido para ganar la última media docena de citas electorales.
Sobre una de ellas, las presidenciales de junio del pasado año, cabe recordar que Morsi no era el candidato natural pero que fue cabeza de cartel para suplir a Jairat al-Shater, el empresario y hombre fuerte de la Cofradía. Pese a ello, Morsi ganó en la segunda vuelta, por la mínima (52%), pero ganó. Lo que llevó entonces a algún analista a reconocer, resignado, que si los Hermanos Musulmanes presentaran en los comicios a Bugs Bunny, el conejo de Disney ganaría.
Algunos se afanan también en no recordar que Morsi estuvo a punto de ser vencido por un primer ministro de la era Mubarak, Ahmed Shafiq, candidato del viejo régimen y de los militares.
El mismo Shafiq que disfruta, de momento, de un cómodo exilio en Arabia Saudí, donde recibió, días antes del golpe de Estado, al premio Nobel de la Paz y hoy es vicepresidente del Gobierno interino de Mohamed ElBaradei. No es difícil imaginar de qué hablaron en el encuentro.
Más allá, lo que interesa destacar es que el viejo régimen y sus rémoras cuentan con importantes apoyos en la sociedad egipcia. Alguno ha hablado de los «electores de la butaca» al referirse a ese amplio sector que sigue sin ver claro el futuro del país, un sector anclado en una economía clientelar que prefiere, acaso, lo malo conocido.
Lo anterior nos lleva a no descartar incluso un triunfo electoral de las viejas fuerzas (estuvieron a punto hace un año), más en un escenario controlado y de criminalización de los Hermanos Musulmanes. No digamos ya en un escenario de violencia y de ataques armados por parte de sectores en la órbita del islam político pero más cercanos al yihadismo.
Ese es un escenario que los Hermanos Musulmanes temen como al diablo. Ejemplo de una situación similar se dio a comienzos de los noventa en Argelia tras el golpe militar que invalidó el triunfo electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS), lo que supuso el blindaje del sistema, pero a costa de una guerra civil (con una guerra sucia paralela de proporciones gigantescas) que dejó cientos de miles de muertos.
Cabe matizar que los Hermanos Musulmanes egipcios y el FIS no son matemáticamente equiparables. Este último movimiento era una amalgama de sectores nacional-islámicos (argelinistas) con salafistas.
Los mismos salafistas se desmarcaron de los Hermanos Musulmanes en El Cairo y aplaudieron el golpe de Estado. Resulta paradójico, en este sentido, que los mismos opositores que denunciaban la entente entre los salafistas de Al-Nur y la Cofradía egipcia -forzada precisamente por su boicot, que dejó solos y sin margen de maniobra a los Hermanos Musulmanes- sean ahora los que alaban y conchabean con los mismos salafistas.
Pero lo que en los portavoces opositores es una muestra de incongruencia tacticista puede tener todo el sentido en el caso de los militares. Bien es sabido que Arabia Saudí no regala nada y sus más de 12.000 millones de dólares de auxilio monetario y energético a la maltrecha economía egipcia (generosa dádiva en la que han participado asimismo Emiratos Árabes Unidos y Kuwait) tendrán, seguro, contrapartida. Y no será en términos democráticos.
Ya se pueden olvidar los egipcios de soñar siquiera con que el país árabe más importante recobre el peso histórico que le debería corresponder y al lado del cual los Saud no son más que una tribu que se encontró con que sus jaimas nadaban en petróleo. Lo de plantear un camino propio y libre de las ataduras con Washington y con Tel Aviv no llega ya ni a la categoría de falaz quimera.
Y yo no descartaría, en este extraño juego de alianzas antinatura en el que está instalado el panorama político del país, que fueran los propios militares egipcios los que impusieran un modelo de islamización de la sociedad. Ya lo hizo el régimen argelino que, tras la guerra civil, negoció que los islamistas, exhaustos por la guerra, renunciaran a la política, pero a cambio llevó a cabo un proceso de implantación de la sharia.
Una solución así respondería a un esquema que es tan viejo como el mundo y que ha sido llevado a cabo con «éxito» -para el poder, de ahí las comillas- en el propio Egipto de Mubarak y en la región. Y es que leyendo algunos supuestos análisis uno podría llegar a la conclusión de que la sharia (ley islámica) ha sido un concepto impuesto por los Hermanos Musulmanes en su frustrado proyecto constitucional, cuando estaba ya vigente en la Carta Magna del derrocado Mubarak y seguirá vigente, a todas luces, en la Constitución que tienen intención de alumbrar los militares.
Fenómenos similares se han dado en distintas épocas en otros países como la Siria «revolucionaria» de los Al-Assad.
Porque, contra lo que sostiene más de uno, tanto la siria como la egipcia son sociedades profundamente religiosas, conservadoras incluso, y el islam político no es un fenómeno importado desde fuera. Otra cosa es que haya actores externos que lo sostengan o impulsen. Como hay actores externos que sostienen e impulsan otro tipo de iniciativas políticas, muchas bastante más exógenas.
Una solución a la argelina, pero sin guerra civil, supondría la consolidación en Egipto de una especie de entente en la que el viejo régimen reivindica para sí el poder político, aderezado, eso sí, con figuras opositoras dóciles, y ofrece a cambio mezquitas a la depauperada y devota población islamista: «No hagáis política. A cambio os financio (con dinero saudí) vuestra fe».
Alguien replicará que es un escenario de ciencia ficción. Igual de improbable parece el dibujado por sectores de la izquierda egipcia y mundial, que han saludado el «no golpe de Estado» y el regreso oficial -realmente nunca se fueron- de los militares al poder y sueña ahora con que un nuevo y futuro levantamiento popular desbanque definitivamente al viejo régimen e instaure una verdadera revolución social en Egipto.
¿Podrán mantener esta suerte de movilización permanente y revertir la tendencia que les condena siempre a la derrota? ¿Les dejarían, en todo caso, los militares? Me temo que estos últimos preferirán, en todo caso, un pacto con los salafistas. «Con la revolución en el cielo».
Fuente original: http://gara.naiz.info/paperezkoa/20130714/413269/es/Paradojas-interesantes-posibles-escenarios-Egipto-post-Morsi