Lo que tiene el «periodismo-ficción», en contraposición a una práctica periodística como investigación crítica del presente, es que si no hay noticias se las inventa. Que los efectos de esas noticias impliquen graves perjuicios para las personas más desfavorecidas no parece ser un escollo ético. Que, incluso, haya que tirar de la estereotipia xenófoba y […]
Lo que tiene el «periodismo-ficción», en contraposición a una práctica periodística como investigación crítica del presente, es que si no hay noticias se las inventa. Que los efectos de esas noticias impliquen graves perjuicios para las personas más desfavorecidas no parece ser un escollo ético. Que, incluso, haya que tirar de la estereotipia xenófoba y racista tampoco. De forma repentina, personas sin hogar que malviven en Valencia son planteadas en condición de miembros de una «mafia de la mendicidad» (sic) y, por si no bastara, perteneciente a esa peligrosa clase de extranjeros que son los «clanes rumanos». Tal es el caso del diario valenciano «Las Provincias» que, recientemente, ha titulado una de sus noticias con el pomposo nombre de «Las mafias de la mendicidad en Valencia», firmada por Javier Martínez (http://www.lasprovincias.es/valencia-ciudad/mafias-mendicidad-valencia-20170730174054-nt.html)i.
¿A qué pruebas recurre el diario para sostener una afirmación tan grave como es la existencia de «mafias de la mendicidad» en Valencia conformadas por «clanes rumanos»? Básicamente, la existencia de una «decena de pedigüeños» (sic) que se reúnen en el Hospital Clínico mientras «reciben indicaciones de un cabecilla antes de trasladarse a otros sitios». Martínez parece más preocupado por cuidar su estilo que por probar sus acusaciones:
Cada mañana con las primeras luces del día, Vasile deja la fábrica abandonada donde malvive a las afueras de Valencia. Madruga de lunes a viernes para pedir en la calle pero ni mendigar le sale gratis. El joven rumano tiene que pagar una pequeña cantidad de dinero al cabecilla del grupo que le prestó un puñado de euros hace un mes. Mientras Vasile apresura el paso para llegar pronto al semáforo, otros compatriotas en situación de extrema pobreza comienzan a llegar al punto de encuentro.
El periódico se construye así como testigo de una mecánica donde los «pedigüeños rumanos» (sic) tienen que dar al «cabecilla» una «pequeña cantidad» del dinero que recaudan. Además, según el testimonio que reconstruyen, estas personas serían conminadas a pedir limosna no bien llegan a España.
«Las Provincias» basa su acusación en la reconstrucción de un caso que, a su vez, está basado en un único testimonio. Incluso si admitimos que la dinámica descrita constituye una forma de explotación reprobable e ilegítima, el lector no podrá encontrar prueba alguna de que esas formas de actuación constituyan en este caso una organización criminal. No sólo no aporta ninguna información relativa al presunto delito de estas personas, sino que además las remite sin justificación alguna a unas «mafias de la mendicidad».
Por supuesto, no se trata de una operación inocente o ingenua. «Mafia» refiere a grupos que se organizan de forma ilegal con fines delictivos. Categorizar así a quienes mendigan sin aportar ningún tipo de prueba empírica no es otra cosa que recurrir a un prejuicio racista, xenófobo y clasista legitimado por ciertos públicos para reafirmar sus creencias heterofóbicas.
Cualquiera que conozca la situación en la que se mueven muchas personas sin hogar puede comprobar que ser víctimas de explotación laboral es algo radicalmente distinto a participar en una red delictiva. La repetición de estos tópicos por parte de lo que puede interpretarse como «prensa de la posverdad»ii (es decir, de la prensa indiferente a la validez fáctica de las informaciones que produce) tiende a criminalizar a grupos sociales de por sí estigmatizados.
Por tanto, identificar «explotación» con «mafia» es de por sí erróneo, incluso si las organizaciones mafiosas recurren, de forma frecuente, a aquellas prácticas. Sin embargo, lo uno no se sigue de lo otro: aun admitiendo la existencia de prácticas de explotación también entre los explotados, de esa constatación no se infiere en absoluto la realidad de las «mafias de la mendicidad»: la explotación no constituye una condición necesaria y suficiente para arribar a esa conclusión. A pesar de esta falacia, la crónica de Martínez no duda en estigmatizar a un colectivo («clanes rumanos») alegando como prueba de su validez la observación de un único caso (!). Ahora bien, proceder de ese modo no sólo viola los principios más elementales de la lógica formal -planteando una inducción aberrante- sino un mínimo sentido crítico requerido en cualquier práctica periodística satisfactoria.
¿Cómo puede trazarse una generalización tan simplista con una base tan débil? Sencillamente porque del mismo modo que el medio cuenta con el respaldo de un público cautivo que se identifica mayoritariamente con este tipo de discurso, las víctimas no cuentan con los medios para replicar a esta suerte de «rumanofobia» (por usar un neologismo) tan extendida como naturalizada. El alarmismo del titular no hace más que reforzar el maniqueísmo moral que atraviesa nuestras sociedades.
Así, en esta «prensa de la posverdad», constituida en dispositivo propagandístico, mediante una serie de deslizamientos semánticos se aproxima la figura del «inmigrante rumano» a la práctica trasnacional de las mafias. Si los hechos no encajan con el esquema fijado de antemano tanto peor para los hechos. Sin embargo, ni siquiera el «esquema» conceptual es internamente coherente. Si de la observación de una práctica de explotación infiere la existencia de una organización criminal, ¿por qué esta prensa no denuncia con igual criterio como mafiosas las organizaciones empresariales que explotan a diario a cientos de miles de inmigrantes pobres? Más en general: ¿por qué no se cuestiona el capitalismo que, estructuralmente, produce relaciones de explotación?
Equiparar en el papel realidades diferenciadas, no obstante, es inconducente: impide reconocer las diferencias efectivas entre redes de supervivencia -en las que no faltan jerarquías y abusos- y organizaciones criminales creadas para delinquir, como es el caso de las mafias ligadas al tráfico y trata de personas, al proxenetismo e incluso al robo organizado, en el que participan tanto enlaces locales como conexiones internacionales. Ninguna de las informaciones vertidas en el artículo permite, sin embargo, conectar de forma fehaciente la realidad específica de un grupo de personas en situación de pobreza (explotadas laboralmente por un cabecilla) con esa otra realidad operada por redes trasnacionales.
En síntesis, dedicarse a mendigar no sólo no es prueba de participar en una organización mafiosa sino que ni siquiera constituye un delito (pese a la reedición parcial de la «Ley de vagos y maleantes» de 1933 que el PP hiciera en su regresiva «Ley de seguridad ciudadana»). La misma existencia de dichos grupos constituye un síntoma de un entorno de degradación moral, donde la desigualdad y falta de oportunidades vitales no cesan de aumentar en simultáneo a la concentración de la riqueza y el enriquecimiento ilícito de unas élites que, efectivamente, operan como auténticas organizaciones criminales.
En este sentido, la diferencia entre «mendicidad» y «delincuencia» es algo más que una constatación empírica; es también un principio básico tanto para no criminalizar a personas que se mueven en pésimas condiciones de vida como para reclamar políticas sociales, institucionales y económicas inclusivas que cambien de forma drástica esas condiciones.
No se trata de una cuestión de «buenismo» moral, tal como insiste la derecha mediática, como si lo correcto fuera comportarse como un canalla. Se trata de la exigencia de una igualdad efectiva que no cesa de postergarse incluso en el propio tratamiento informativo. Elevar una práctica específica de explotación al rango general de «mafias de clanes rumanos» es proceder acorde a la lógica de los estereotipos. Según esa lógica, lo que hace uno vale para todos los casos. La parte no dicha de la crónica de Martínez es el reclamo de autoridad. Que la noticia aparezca en la sección «Sucesos» no es accidental. Ante las «mafias» lo único que procede es la actuación policial. Ni por asomo se le ocurre a esta clase de periodismo reclamar por la transformación de una sociedad que no cesa de proyectar en los otros su propia miseria. Por fortuna, lo que hace alguien en concreto no inculpa a la totalidad de su comunidad: la «culpabilidad hereditaria» es un concepto abolido jurídicamente hace tiempo. A pesar de ello, algunos discursos mediáticos, comportándose como un tribunal paralelo, parecen presuponerlo a medida de sus prejuicios.
Notas:
i Habida cuenta de la desconexión semántica entre titular y cuerpo de la noticia, es probable que el título haya sido alterado posteriormente para incrementar el impacto mediático de la noticia.
ii Semejante proceder de «Las Provincias» no es un caso aislado. Por limitarme a dos ejemplos del presente año. El 17/01/2017 este periódico tituló una ampliación de ayudas económicas de la Generalitat Valenciana con el siguiente titular: «Cerca de 13.000 inmigrantes sin papeles optarán a las ayudas de la Generalitat» (http://www.lasprovincias.es/comunitat/201701/16/cerca-inmigrantes-papeles-optaran-20170115235227.html), firmada por D. Guindo. El sesgo informativo es claro: en verdad, se trataba de una ampliación de los posibles beneficiarios de una nueva renta de inclusión, incluyendo aquellas franjas de ciudadanía inmigrante que, por estar por debajo del 80% del salario mínimo interprofesional, pudieran requerirla. El énfasis unilateral en los «sin papeles» no sólo es engañoso: consolida el antagonismo entre ciudadanía local y ciudadanía extranjera. Asimismo, el 28/03/2017, junto a D. Navarro, Martínez firmó una noticia titulada «La Guardia Civil investiga si la víctima fue secuestrada por un familiar marroquí al no aprobar su noviazgo con un chico español» (http://www.lasprovincias.es/sucesos/201703/28/hallan-atada-arbol-joven-20170327235659-v.html). En dicha noticia, el presunto agresor es presentado como un «musulmán radical» (sic), sin que se aporten pruebas en ese sentido: ni siquiera queda establecida la relación entre la agresión y la identidad religiosa del agresor.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.