Traducido del inglés para Tlaxcala y Rebelión por Carlos Sanchis y revisado por Juan Vivanco
«Recogí con mis manos desnudas los pedazos de los cuerpos de mis dos hijos pequeños. ¿Qué madre debe hacer eso? Un obús de los agresores los voló por los aires. En un segundo, mi vida fue destruida para siempre». La mujer hablaba sosegadamente. Su tercer hijo, un muchacho de aproximadamente ocho años, estaba de pie a su lado y, de vez en cuando, le limpiaba las lágrimas de sus mejillas. La mujer bien aseada, con el pelo recogido en un pañuelo rosa, bien vestida, se controló todo el odio refrenado hacia los «agresores» – los serbios – que habían causado su tragedia. Una gran corona y las fotografías de los muchachos a la entrada de la casa conmemoraron silenciosamente el 15 aniversario del desastre; el primer día del sitio de Sarajevo.
Desde el momento en que nosotros – Rachel y yo – llegamos al aeropuerto, Sarajevo nos arrojó a un caldero de emociones del que no podríamos escapar ni un momento. En Sarajevo, sencillamente, uno no puede quedar indiferente. «Por la piedra clamará el muro,» como dijo el profeta Habacuc (2, 11). Paredes picadas por la viruela de las balas, ruinas que una vez fueron casas, personas que llevan consigo historias horripilantes como si hubieran pasado aún ayer. Una ciudad que te calienta y te hiela el corazón.
Durante un total de cuatro años, Sarajevo estuvo bajo sitio. Es duro de creer; y pasó hace tan sólo diez años. La capital de un estado europeo, rodeada por todos los lados, herida, muerta de hambre, bombardeada, torturada – con Europa mirándolo.
La capital de Bosnia-Herzegovina es una bonita ciudad; y su belleza se convirtió en desastre. La descripción de Jerusalén en el Salmo 125: «Las montañas son redondas en todas las direcciones en Jerusalén» también se ajusta a Sarajevo. Queda en un valle, rodeado por altas colinas por todos los lados. Colinas verdes, arboladas, en muchos lugares moteadas de tejados rojos. No hay casi ningún lugar en la ciudad donde uno no vea las bellas colinas. Pero puesto que todas las cumbres estaban ocupadas por el ejército serbio que sitiaba la ciudad, no había prácticamente ningún lugar de la ciudad que no estuviera expuesto a los francotiradores emboscados. No durante un día, ni una semana, ni un mes. Durante cuatro años largos.
Sarajevo es una ciudad de tumbas: docenas de cementerios están dispersos en ella; pequeños, grandes y muy grandes. Los miles de lápidas blancas, principalmente de dimensiones uniformes y con inscripciones simples y coronas frescas a sus pies, deslumbran los ojos. Doce mil de los habitantes de la ciudad murieron durante el sitio, 1500 eran niños menores de 14 años de edad. La ciudad entera todavía está padeciendo este trauma.
Y a pesar de eso es una ciudad vibrante. Atascos, viejos y traqueteantes automóviles, caminos y aceras marcadas con cicatrices. La ciudad intenta recuperarse: muchas de las casas cuadradas que s parecen haber sido pintadas por niños, han sido remozadas en color castaño, verde y mostaza, y entre ellas los árboles frutales y las pequeñas parcelas de jardín tienen grandes rosales.
En el centro de la ciudad hay un palacio turco, construido justamente por los austriacos cuando gobernaban Bosnia. Alojaba la biblioteca estatal, una de las más importantes del mundo. Fue destruida por el fuego durante el sitio. Tras la imponente fachada, todo ardió.
UN ANTIGUO comandante, con pelo gris y cara arada y quemada por el sol nos mostró los lugares de la batalla y rememoró los anales del sitio. Me sentía como si hubiera estado allí. Cada palabra me recordaba mis propias experiencias en la guerra de 1948. El ejército improvisado; el sentimiento de que «no hay ninguna alternativa»; el miedo de que si perdíamos la batalla nosotros y nuestras familias seríamos masacrados; la escasez de armas; el sentimiento de «algunos contra muchos»; el descubrimiento de una ciudad sitiada (la Jerusalén judía); la desdibujada línea divisoria entre soldados y civiles.
En su momento, seguí la guerra de Bosnia con el sentimiento de que se parecía muchísimo a nuestra propia guerra. Fue una guerra étnica, una guerra marcada por lo que desde entonces es conocido como «limpieza étnica».
Fui invitado a Sarajevo para hablar precisamente sobre este asunto, en una conferencia internacional de «Nueva Ágora» que tiene su sede en Polonia y cuyo objetivo es reunir a intelectuales de diferentes países para discutir sobre el futuro del mundo. (En la Grecia antigua el Ágora era la plaza del mercado donde la población podía reunirse para discutir asuntos públicos.)
Una «guerra étnica», a mi entender, es diferente de cualquier otra guerra. Una guerra «normal» tiene lugar entre los estados, principalmente por un pedazo de tierra en la frontera entre ellos. Así, Alemania y Francia lucharon durante siglos por Alsacia. Pero en las guerras étnicas luchan dos pueblos por un país que los dos consideran su patria. En semejante guerra, cada bando se disputa no sólo conquistar tanto territorio como sea posible, sino también – y principalmente – expulsar fuera al otro pueblo. Esa es la razón por lo que siempre es especialmente cruel.
La guerra de Palestina de 1948 fue una guerra étnica entre árabes y judíos. Cada lado creyó que el país entero le pertenecía a él. La mitad de la población palestina fue expulsada de sus casas y de sus tierras, unos por los propios combates, otros por una deliberada política israelí. En honor a la justicia histórica, debe mencionarse que en las áreas conquistadas por el lado árabe (ciertamente, fueron pocas) tampoco quedó ningún judío. Pero nosotros conquistamos el 78% del país, y de estas áreas 750 000 árabes fueron expulsados, mientras que menos de 100 000 se quedaron. Centenares de pueblos fueron arrasados por la guerra, y en su lugar se construyeron nuevos pueblos judíos. Se vaciaron por completo barrios árabes de las ciudades y los nuevos inmigrantes judíos reemplazaron a los antiguos habitantes. Conquista y expulsión fueron juntos. Para abreviar: limpieza étnica.
La guerra de Bosnia fue similar – sólo que en lugar de dos bandos, como en nuestra guerra, había tres: bosnios (musulmanes), serbios (cristianos ortodoxos) y croatas (cristianos católicos). Cada uno de los tres lados luchando contra los otros dos. Las terribles matanzas se convirtieron casi en rutina. Como un triste bosnio nos dijo: » Cada día que un agricultor ara su campo descubre una nueva fosa común.»
Como en Palestina antes de la guerra de 1948, las diferentes poblaciones que vivían en Bosnia estaban entremezcladas entre sí. Las ciudades eran mixtas (como Jerusalén y Haifa), los pueblos vivían unos al lado de los otros; pueblos con alminares recortándose en los cielos, pueblos con campanarios de iglesias católicas, pueblos con domos de iglesias ortodoxas.
Por consiguiente, las personas pensaban, antes de que pasara, «no puede pasar en Sarajevo». Serbios y croatas ya se estaban matando en los otros estados de la desintegrada Yugoslavia, pero ¿en Bosnia? Allí, al fin y al cabo, todo el mundo se casaba con todo el mundo. No hay siquiera una persona en Bosnia por cuyas venas no fluyan juntos los tres tipos de sangre. En los pueblos vivían puerta con puerta.
En Sarajevo había – y todavía hay – una gran mayoría de musulmanes, vecinos de las minorías croata, serbia y judía, en este orden. El general que nos explicó las batallas, Jovan Divjak, antiguo comandante del ejército bosnio, es serbio. Dejó el ejército yugoslavo (serbio) para defender Sarajevo.
El fotógrafo que sacó mi foto para una revista local encontró difícil explicar su árbol familiar. Un abuelo suyo, musulmán, se había casado con una mujer croata. El otro era medio serbio, medio montenegrino, mientras que su esposa era musulmana. «¡Debemos vivir todos juntos» dijo repetidamente, «¡después de todo no hay ninguna diferencia real entre nosotros!».
Y de hecho esa es una gran diferencia entre nuestra guerra y la bosnia. Allí, los tres lados que se mataron unos a otros con tal ahínco, hablan el mismo idioma. Los tres son los descendientes de las mismas tribus eslavas que conquistaron este país en el siglo VII. En la calle uno no puede distinguir entre un musulmán, un croata y un serbio.
Sarajevo era – y es, a pesar de todo – un modelo de tolerancia. En la plaza del centro de la ciudad permanecen en pie, una al lado de la otra, una mezquita, una iglesia católica, una iglesia ortodoxa y una sinagoga. Es difícil creer que hubo una guerra terrible y rabiosa hace 10 años en este país.
«Yo no puedo dormir por la noche,» nos dijo el cocinero musulmán de un restaurante. «Todas las noches las visiones vuelven a frecuentarme. Quiero olvidarme, y no puedo». Cuando tenía 18 años, un jovenzuelo alto y musculoso, fue alistado en el entonces ejército de Yugoslavia dominado por los serbios. Cuando estalló la guerra entre serbios y croatas, estaba enrolado en una unidad especial y le mandaron Vucovar, donde los serbios perpetraron una terrible matanza de croatas. «Los segábamos fila tras fila, docenas, cientos, hombres, mujeres y niños. Yo también. No tenía ninguna alternativa. Si te negabas, el comandante te disparaba en el cuello. Al final robé un camión con armas y deserté. Me capturaron, pasé medio año en prisión. Fue duro, muy duro. Me escapé y localicé a los croatas. Me pusieron en una de sus unidades especiales, hasta que me las arreglé para desertar y venir a casa en Sarajevo. Ahora vivo con mi padre y con mi madre y quiero abrir algún día una posada, tener una familia y al infierno con todos ellos.»
Después de un momento agregó: » Los políticos son los culpables de todo. ¡Si yo fuera Dios, los mataría a todos!».
A LA entrada de una tienda en una calle empedrada de Sarajevo vi una camiseta con la inscripción en inglés: «¡Soy musulmán – que no cunda el pánico!».
Para un israelí es difícil creer que casi toda la gente de la calle sea musulmana. No se parecen a los musulmanes que conocemos en casa. Son blancos, europeos. Casi todos los niños son rubios. En los miles de tumbas, sobre el nombre del difunto y las fechas de nacimiento y muerte hay una palabra árabe (Fatiha, la oración para el muerto), pero salvo el Gran Muftí que se sentó a mi lado en una mesa redonda no me encontré a nadie que conociera el árabe. Tampoco vi a nadie fumando en una pipa de agua, ni siquiera cerca de una las doce mezquitas de la ciudad.
El Gran Muftí sólo había oído hablar vagamente del Gran Muftí de Jerusalén que había visitado la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. «Ah sí, aquel Husseini» comentó desinteresadamente. Pero Yasser Arafat es recordado. Él se reunió con el adorado líder de los musulmanes bosnios, Aliya Izetbegovich, durante las negociaciones de paz y le aconsejó: «¡Tome lo que usted pueda conseguir!».
Unas mujeres cubren su cabello con coloridos pañuelos de seda. Es más bien extraño ver a tales mujeres jóvenes, con pañuelos de colores cubriéndoles la cabeza y elegantes faldas barriendo el suelo, sentadas en los cafés-tienda con sus amigas y fumando cigarrillos. También dan una vuelta en grupos mixtos con muchachas que no cubren su pelo y usan pantalones vaqueros ajustados y camisetas. No parece haber ningún problema.
Muchas tiendas del mercado venden arte local – vainas de obuses de artillería usados como jarrones o molinillos de pimienta, vainas de balas usadas como plumas. Por todas partes se venden los retratos de Tito. Muchas personas lo recuerdan con nostalgia. Si hubiera estado vivo, habría mantenido la paz entre los pueblos de Yugoslavia.
Pero el lugar más interesante de la ciudad es el túnel. Explica cómo la ciudad pudo resistir durante los cuatro años del terrible sitio, sin morir de hambre o por falta de medicinas, o rendirse por falta de munición. Así como nosotros tuvimos éxito en 1948 rompiendo el sitio de la Jerusalén judía moviendo rocas y creando un primitivo «camino de Birmania», los bosnios excavaron un túnel bajo la posición serbia para llegar al área bosnia libre. Por cinco markas bosnios (dos euros y medio) uno puede entrar: 1,60 metros de alto por un metro de ancho. A través de este pasaje del subsuelo se trajo comida, medicinas y armas a la ciudad y se evacuaron heridos medio arrastrándose.
Ahora es un museo, el orgullo del pueblo. Quizás, algún día, los túneles de Rafah en la Franja de Gaza servirán al mismo propósito.
EL SÍMBOLO NACIONAL de Bosnia es el puente de Mostar, a dos horas de autobús de la capital. Los turcos que reinaron en Bosnia durante 400 años y que son bien recordados, construyeron un único y alto puente de arco de piedra allí sobre el río. Permaneció intacto a través de todas las guerras, hasta la última guerra. Cuando los croatas sitiaron Mostar, lo destruyeron intencionadamente con artillería.
Después de la guerra, el puente se reconstruyó con dinero europeo, una réplica exacta del antiguo. Pero el hecho bárbaro todavía está ardiendo en el corazón de cada bosnio. ¡»No olvidar 1993″! reclama una inscripción en una lápida de la piedra.
Cuando visitamos el lugar, en el corazón del fascinante casco antiguo, alrededor del cual soldados de la fuerza de paz internacional estaban paseándose. Mire el distintivo de su hombro, no ayudaría la risa. Eran soldados austriacos.
El 28 de junio de 1914, un nacionalista serbio llamado Gavrilo Princip asesinó al heredero austriaco al trono en la calle principal de Sarajevo, en protesta contra la ocupación austriaca del país. Eso llevó directamente a la Primera Guerra Mundial.
Ahora, 92 años después, los soldados austriacos han vuelto a Bosnia, y los habitantes se alegran de verlos allí. Ciertamente, muchas personas en Bosnia creen que otra guerra es imposible: «No puede pasar de nuevo. Hemos aprendido nuestra lección»! Pero una mujer joven de 20, que todavía lleva dentro el trauma del sitio, nos dijo: «¡No tengan ninguna duda; si los soldados internacionales salen, todo empezará de nuevo!»
Es posible que la guerra étnica en Bosnia, como la guerra étnica en nuestro país, no haya terminado todavía.