La tregua imposible: entre la utopía justa y el realismo cruel.
1. El espejismo de la paz: anatomía del acuerdo Trump
Nada hay más engañoso que la palabra “paz” cuando la pronuncian los vencedores. Bajo su brillo se oculta un orden que se impone y un silencio sobre las ruinas del otro. Así opera el plan de veinte puntos de Trump, celebrado en la Knéset con el marketing sustituyendo a la política. No fue el sonido de la reconciliación, sino el eco de una victoria montada sobre la rendición.
La “paz fuerte, duradera y eterna” se escribe con cláusulas de imposición. La primera fase -liberación de rehenes, canje de prisioneros palestinos, entrada de ayuda y retirada parcial a la “línea amarilla”- dramatiza la asimetría entre ocupante y ocupado. La propia terminología es aberrante: Israel retiene “prisioneros” con apariencia de legalidad; Hamás, “rehenes”. El lenguaje plastifica la jerarquía.
Trump no habla el idioma del derecho, sino el de la propiedad: parcelar, concesionar, licitar. Su “Junta de la Paz” y la “Fuerza Internacional de Estabilización” remiten a un gerenciamiento privado del territorio: Gaza como condominio desmilitarizado, soberanía cambiada por seguridad, y autodeterminación por supervisión. Es la paz del urbanista sobre el cementerio mientras aún humea: zonas económicas, promesas de inversión y una reconstrucción que sustituye justicia por desarrollo y reparación por plan de obras.
Varias críticas resultan acérrimas. Olga Rodríguez advierte que el plan prescinde del derecho internacional y protege a quien comete el genocidio. Ramzy Baroud lo llama “una estrategia velada para facilitar la limpieza étnica”. Incluso en medios hegemónicos la incomodidad asoma: The New York Times reconoció que “las concesiones son desproporcionadas y la cronología, confusa”, mientras el coqueto La Nación, en su intento de equilibrio, celebró la “iniciativa pragmática” pero admitió que “carece de garantías verificables”. El propio contraste entre ambos revela lo que el plan oculta: su núcleo no es el simulacro de concordia, sino la administración del dominio.
Las cuestiones fundamentales -estatus de Jerusalén, derecho al retorno, destino de Cisjordania y de los asentamientos ilegales- se difieren o se omiten. El primer ministro qatarí Al Thani resumió el método: los mediadores pospusieron “los temas más espinosos” porque no había condiciones para un acuerdo integral. La tregua ceremonial se posterga para que el negocio continúe.
El experto en Medio Oriente Pedro Brieger, enfatiza la secuencia ética -antes que geopolítica- que toda arquitectura honesta debería asumir: detener el genocidio, retirar completamente a Israel de la Franja y no volver a dejar a Gaza en el limbo. Sin duda Gaza es hoy infraestructura devastada y un conteo indecible de muertes, mientras la gramática diplomática disfraza la urgencia con “fases” y “transiciones”. El politólogo israelí Mario Sznajder lo sintetiza: “El diablo está en los detalles, y cualquiera de esos detalles puede hacer estallar toda esta historia”. Entre ellos, el ambiguo “congelamiento” de armas de Hamás -sin entrega efectiva- y la exclusión de Cisjordania del acuerdo. Si el diablo habita los detalles, dios se ha exiliado de este mapa.
Dentro de Israel, los aplausos al plan tapan sus tensiones. Netanyahu capitaliza la liberación de rehenes y la escenografía internacional como triunfo propio, aunque el “trabajo duro” haya sido de mediadores árabes y de Washington. La euforia nacionalista borra el matiz: lo que se celebra no es la paz, sino la victoria del relato. Contra el cliché que reduce todo a Hamás, Brieger recuerda dos hechos: la población de Gaza desciende en gran parte de expulsados de 1948 y Hamás nace recién en 1987, veinte años después de la ocupación de 1967. La causa precede a la organización; invertir el orden es invertir la historia.
La ovación en la Knéset, entre gorras rojas y gritos de “¡Trump, presidente de la paz!”, selló el sentido del montaje: no fue un tratado entre enemigos reconciliados, sino una ceremonia de aliados que comparten poder y fuerza. El pacto de los fuertes se teatralizó como espectáculo de redención, mientras “Gaza” funcionó de decorado. En las calles palestinas, donde la reconstrucción llega como limosna y la soberanía se ofrece como concesión administrativa, el acuerdo se vive con mezcla de alivio y desconfianza. Como escribió Muhammad Shehada, “Palestina se ha convertido en un cementerio de estrategias fallidas.”
2. La paz como negocio y la guerra como algoritmo
El llamado Acuerdo del Milenio -sucesor hiperbólico del “Acuerdo del Siglo”- no negocia entre enemigos, sino que fusiona intereses entre imperios. Diplomacia de magnates, protectorado colonial y propaganda digital se mezclan en una misma escenografía. Si los viejos tratados se firmaban con solemnidad, este se redacta con likes, contratos y drones. Trump no busca la paz: busca una gerencia global.
Gaza queda tutelada por una “Fuerza Internacional de Estabilización” que reproduce los formatos de Bosnia y Kosovo: enclaves desmilitarizados, supervisión extranjera y soberanía en suspenso. En esa arquitectura reaparece Tony Blair como virrey honorario, símbolo de una administración colonial maquillada de misión humanitaria. Como observó Gilbert Achcar, se trata de una reedición del mandato civilizatorio de entreguerras, ahora envuelto en marketing y retórica de transición democrática.
Harold Meyerson, en The American Prospect, desarma la farsa: el plan es “básicamente un plan de guerra” que otorga a Netanyahu carta blanca mientras Washington se lava las manos y Blair recupera protagonismo. Es la escenografía de una paz condicional donde los palestinos deben aceptar su rendición para merecer la reconstrucción. El mundo asiste, impávido, a una concordia que exige morir primero para volverse creíble. Roy Schwartz, en Sin Permiso, subraya que el texto de veinte puntos “contiene todo aquello con lo que los israelíes habían soñado” y parece redactado en la oficina del primer ministro. La presión estadounidense, cuando existe, es meramente retórica.
Frente a esa trampa, Brieger propone una tercera vía pragmática: reconocer a Gaza como Estado independiente y evitar el limbo jurídico de una población sin ciudadanía que sobrevive a cielo abierto. No se trata de fetichizar fronteras, sino de anclar derechos y supervivencia. La idea no sustituye la igualdad plena, pero abre un piso jurídico donde asentar la dignidad antes de cualquier negociación. En medio de la barbarie, esa bisagra mínima entre utopía y realismo tal vez sea una victoria de lo humano. No sería despreciable si se lograra, pero insistiré que un salto verdaderamente cualitativo para superar el atraso de toda la región es un estado laico, secular y moderno que no solo prevalezca sino repudie el atraso histórico de las formaciones económico-sociales, los estados-nación creados allí.
3. Los cautivos del lenguaje
Nada revela mejor la estructura moral del poder que las palabras con que nombra a sus prisioneros. Israel llama rehenes a los israelíes y terroristas a los palestinos encarcelados. El lenguaje se vuelve un frente de guerra: los muros se levantan también con adjetivos y titulares. Mousa Abu Marzouk, dirigente histórico de Hamás, resume el drama: “Nunca hubo una guerra abierta, un genocidio retransmitido por televisión como éste, donde el hambre y el asesinato de niños se usan como armas. Pedimos a Trump que cumpla su promesa de detener la guerra y liberar a los prisioneros”. Habla desde un exilio perpetuo que Occidente reduce a fanatismo.
El canje propuesto -dos mil palestinos por veinte cautivos israelíes- dramatiza una jerarquía moral: la vida israelí vale más, la palestina es moneda de cambio. Marwan Barghouti y Ahmad Sa’adat, símbolos de unidad, quedan fuera para calmar a los ministros extremistas. Cada liberación se vuelve espectáculo calculado para reafirmar superioridad moral.
La trampa del lenguaje se hermana con la del Estado liberal que Marx denunciaba en La cuestión judía: la emancipación política otorga derechos abstractos al ciudadano, mientras la vida real del hombre continúa sometida. Llamar “prisioneros” a los palestinos y “rehenes” a los israelíes reproduce esa doblez: igualdad formal, subordinación efectiva. La paz nominal no toca la emancipación humana si no desmonta la matriz material del dominio.
Desde un refugio improvisado en Nusseirat, un periodista palestino le escribió a Viento Sur para explicar por qué no quiere que su hijo Walid asocie la palabra “israelí” con “muerte”. Entre las ruinas, inventa cuentos para distraerlo del estruendo de los helicópteros y que los confunda con pájaros. “No quiero que aprenda el odio como idioma materno”, confiesa. La escena recuerda al film de Benigni: un padre que fabula para que su hijo no vea el horror, como si la imaginación pudiera ser una trinchera moral. En medio del sitio, esa pedagogía del amor es también un acto político: preservar la inocencia cuando todo conspira para abolirla.
Ese niño que devora una manzana como si fuese un milagro encarna la otra cara del acuerdo: la vida reducida a escasez administrada, a fruta racionada bajo la mirada de drones. Es la escena mínima que desmonta toda grandilocuencia diplomática. La libertad no se mide en las cumbres de Sharm el-Sheikh, sino en la posibilidad de que un niño no aprenda a odiar.
En las cárceles israelíes, más de siete mil palestinos permanecen detenidos -muchos sin juicio-; el tiempo mismo se ha vuelto rehén. La desaparición prolongada es tortura burocrática: el archivo como verdugo. Y en las calles de Gaza, la semántica oficial se quiebra. Allí los presos son héroes y los rehenes, sombras; la palabra intercambio suena a respiro más que a justicia. “Hamás ya no es una organización: es una idea, y las ideas no se encarcelan”, dice Marzouk.
Desde la diáspora, intelectuales como Ahmed Correa Álvarez y Julio Antonio Fernández Estrada amplían el eco: “Si la promesa de libertad exige ignorar la masacre de inocentes, necesitamos otra idea de libertad”. Israel no libera: administra el encierro. Trump no negocia: supervisa la humillación. El mundo observa, cautivo de sus pantallas como si las retinas fueran nuevas prisiones, cómo la palabra rehén se convierte en espectáculo y la palabra prisionero en sospecha. En esta guerra, unos arrastran grilletes de acero y otros, de discurso. Todos esperan que el tiempo vuelva a ser humano.
4. “No en mi nombre”: fisuras y retornos dentro del judaísmo
Ninguna palabra está más disputada hoy que judío. No por su sonido, sino por el campo de fuerzas que la rodea. El proyecto de Trump y la guerra en Gaza comprimieron siglos de debates internos en una sola pregunta: ¿puede defenderse la vida judía sin la coartada de un Estado étnico-confesional que oprime a otro pueblo?
La respuesta llega de voces que dicen algo tan simple como decisivo: no hablen en mi nombre. No es eslogan, es genealogía: memoria de una cultura atravesada por exilios y mestizaje, que no cabe en la frontera de un Estado ni en el léxico militar de una ocupación. En Buenos Aires, en Jerusalén o en Nueva York, historias familiares de convivencia entre judíos y árabes desarman la ecuación “judío=sionista”. Esa memoria demuestra que la identidad judía puede ser diaspórica sin ser subordinada: encontrar patria en la lengua, la justicia y el vínculo, no en la anexión de tierras.
Peter Beinart, en Le Monde Diplomatique, compara el relato victimista israelí con el de los afrikáners en el apartheid: ambos usaron el miedo a la igualdad como coartada de supremacía. Si la seguridad exige negar derechos al otro, lo que se protege no es la vida, sino el privilegio. Philippe Descamps añade la evidencia demográfica: entre el Mediterráneo y el Jordán, los judíos ya no son mayoría. Sin democracia sustantiva, el Estado profundiza la ingeniería de fronteras y permisos, blindando la ficción de ser “judío y democrático”. En Cisjordania, ruinas, aldeas sin agua y olivos arrancados son el paisaje moral de esa política.
Dentro de Israel, la deriva es visible. Gideon Levy describe el tránsito del duelo a la venganza: “no hay inocentes en Gaza”. La empatía se volvió traición, y la prensa acompaña con silencios: se muestra el dolor israelí, se oculta el hambre palestino. Meron Rapoport señala el límite material de esa ideología: Egipto no abre el Sinaí, ningún país absorbe refugiados, la presión internacional crece. La propia ingeniería diplomática de Trump, ambiguo, cerró la puerta a la anexión abierta y congeló la fantasía de la “transferencia”. Los palestinos no se irán a ninguna parte.
La herejía interior del judaísmo no es negación, sino retorno a su fuente ética. Nació como memoria de esclavitud transformada en exigencia de justicia. La diáspora fue riqueza, no desgracia: el yidis probó que la identidad judía se expande al dialogar con otras lenguas y cocinas. Cuando el Estado homologa “judío” con “sionista” y “patriota”, empobrece la tradición y somete su ética a un protocolo de guerra. La pregunta que arde -¿cómo ser judíos después de Gaza?- pide coraje: separar la vida judía de la política de exterminio, desobedecer a las instituciones que usurpan una voz colectiva, imaginar un futuro común donde la igualdad no sea amenaza, sino punto de partida.
Beinart lo dice con claridad: si el miedo organiza la supremacía, el antídoto es la igualdad. No un “dos Estados” exhausto ni una “gestión internacional” con virreyes ilustrados, sino derechos iguales para todos los que habitan la misma tierra. Esa herejía fidelísima -volver al corazón de la tradición para preguntar qué justicia vale defender- es el único mandamiento urgente. Allí, y solo allí, la palabra paz recupera sentido: nadie domina, nadie sobra, nadie calla en nombre de nadie.
5. El Estado, la violencia y la agonía del futuro
Nos hemos acostumbrado a pensar la violencia como un desvío de la normalidad política, pero Gaza -como antes Vietnam o Argelia- recuerda que la violencia no es el fracaso del Estado: es su principio constitutivo. Max Weber lo formuló con precisión: el Estado se define por el monopolio legítimo de la violencia. La pregunta hoy es otra: ¿qué sucede cuando esa legitimidad se confunde con impunidad? ¿Cuando la violencia deja de ser medio para volverse fin?
La violencia no solo funda al Estado: lo modela y lo sobrevive. Hobbes la imaginó en El Leviatán como monstruo nacido del miedo; Gramsci la pensó como coerción con consentimiento de los sometidos; Weber finalmente la racionalizó en la administración. En todos late la misma genealogía: la violencia estatal es el precio del orden. Engels concluyó que las clases dominantes inventaron el Estado para perpetuar su dominio. La modernidad política -de las monarquías a los regímenes liberales- está hecha de guerras civiles, colonizaciones y esclavitudes que luego se tradujeron en leyes. La violencia se legalizó mientras el poder se institucionalizaba.
Charles Tilly lo resumió con brutal lucidez: “la guerra hizo al Estado y el Estado hizo la guerra”. Gaza confirma esa sentencia. El Estado israelí, erigido sobre la herida del exilio y la memoria del exterminio, no puede ya existir sin una guerra que lo reactive. Y el esquema de Trump lo perpetúa al globalizarlo: convierte la masacre en procedimiento administrativo. El derecho internacional se vuelve cartografía moral que se consulta, pero no se cumple.
Esa paradoja recorre toda la modernidad. El mismo derecho que intenta contener la barbarie surge de ella. Los tribunales de Núremberg y el Estatuto de Roma fijaron categorías -crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio- que nacieron de un mundo que ya había naturalizado el exterminio. Gaza desborda esas categorías: es crimen de guerra por su método, crimen de lesa humanidad por su continuidad y genocidio por su finalidad.
Hannah Arendt vio en la burocracia moderna la mutación de la banalidad del mal en técnica de gobierno: ya no se mata por pasión, sino por protocolo. Gaza se gestiona. Se administra el hambre, el agua y la electricidad con la frialdad de una planilla. La paz de Trump, con sus tableros de inversión y fases numeradas, es la actualización tecnocrática de esa banalidad: el horror traducido en Excel.
Achille Mbembe llamó necropolítica a este régimen del poder que decide quién puede vivir y quién debe morir. En Gaza esa frontera es literal: una línea trazada por drones determina el valor de cada cuerpo. La modernidad, que se jactaba de civilizar, alcanza aquí su reverso: la administración racional de la muerte. El hambre, como advierten Bertomeu y Gérvas, se convierte en arma de guerra y control demográfico. Polanyi lo había intuido: cuando la economía se desincrusta de la ética, la vida humana se vuelve variable de ajuste.
El Antropoceno amplifica esta ecuación: ya no se trata solo de pueblos dominados, sino del planeta como víctima. Andreas Malm advierte que la guerra por los recursos es hoy una guerra contra los límites de la Tierra. Gaza, convertida en laboratorio de control y desecho, es también metáfora del mundo que viene: un planeta sitiado por su propia maquinaria de dominio.
El Estado moderno nació como máquina de jerarquías y fronteras. Para Norbert Elias su racionalización fue inseparable del monopolio fiscal y de la concentración del poder. En el presente, ese proceso alcanza su saturación: el control total no produce orden, sino colapso. El Leviatán, que debía proteger, devora ahora su propio cuerpo social como un animal que confunde su cola con el planeta.
No se trata de idealizar a los enemigos de Israel. Hamás reproduce, bajo otra gramática, la misma lógica teocrática que denuncia: autoritarismo religioso, misoginia y martirio como pedagogía política. No representa la emancipación del pueblo palestino, sino su secuestro simbólico. Michel Onfray advirtió que las religiones monoteístas comparten una “metafísica de la servidumbre” que subordina el cuerpo y sacrifica el pensamiento. La tragedia de Gaza no opone fe y razón, sino dos dogmas enfrentados por el control del mismo infierno.
Mientras el hambre se gestiona, las empresas participan de la coreografía. La española CAF, proveedora de trenes que conectan asentamientos ilegales, asegura que “no fabrica bombas”, pero transporta el andamiaje del apartheid. Europa financia misiones humanitarias mientras sus bancos sostienen la ocupación. El humanismo europeo es una máscara civilizada de la barbarie colonial.
No es solo Israel ni Trump: Occidente entero necesita desradicalizarse, abandonar su fundamentalismo de mercado y su fe en la violencia redentora. Lo que se llama “terrorismo” en unos es, en los otros, política exterior y equilibrio de poder. Queda confundido el progreso con la capacidad de destruir sin mancharse.
Walter Benjamin sentenció que “todo documento de cultura es también un documento de barbarie”. Lo que Occidente llama paz es, para los pueblos sometidos, la suspensión temporal de su exterminio. Gaza es ese reverso de la Ilustración: el laboratorio donde técnica, razón de Estado y religión -judía, cristiana, islámica o de mercado- confluyen para administrar la muerte sin llamarla crimen.
En los foros internacionales se debate si Gaza puede ser “un Estado independiente”. Pero la pregunta ya contiene un axioma: presupone que la independencia solo puede adquirir forma estatal. Tal vez, como sugería Arendt en su defensa de los consejos revolucionarios, la política deba repensarse sin soberano. Fanon habló de una “nueva humanidad” nacida de la descolonización, y Mbembe de una comunidad de vivos y muertos que desborda la forma Estado. Quizás Gaza, devastada y fragmentada, no aspire a ser un Estado sino otra cosa: una comunidad sin amo.
Contemplar Gaza desde nuestras pantallas no nos hace espectadores: nos convierte en cómplices. Cada indiferencia ratifica la impunidad. Volviendo a Benjamin, “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence”. Esa victoria no es militar, sino moral: el triunfo de la anestesia.
Por eso insistimos: no se trata solo del futuro de Gaza, sino del futuro de la humanidad. Si la civilización sobrevive, será porque aprendimos a desobedecer los imperativos de la violencia legítima, a desmontar la maquinaria del hambre y a pensar la libertad no como excepción, sino como regla. El Estado nació con sangre y fronteras; quizás deba morir con memoria y comunidad. Si algún día Gaza deja de ser una herida y se vuelve un comienzo, será porque las sociedades reconocieron -al fin- que ninguna paz vale el precio de una sola vida injustamente arrebatada.
El Estado moderno, con su bandera y su himno, no es más que la estilización del crimen fundacional que lo parió. En el Antropoceno, ese crimen se universaliza: ya no se trata solo de pueblos o razas, sino de la especie y de la Tierra como víctimas. Gaza es el laboratorio de ese nuevo pacto entre la técnica y la muerte: donde el Estado legitima su violencia con la palabra “seguridad”, y el planeta paga su precio con cuerpos y desertificación.
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
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