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Podemos, sí, ¿pero queremos?

Fuentes: Cuarto Poder

La iniciativa Podemos, cuyo mascarón de proa es Pablo Iglesias, ha generado una enorme respuesta y también un vivo debate dentro de la izquierda. Muchas de las críticas a esta iniciativa son razonables aunque, a mi juicio, parten de un análisis erróneo de la realidad. Si hubiera una firme conciencia de clases (y en el […]

La iniciativa Podemos, cuyo mascarón de proa es Pablo Iglesias, ha generado una enorme respuesta y también un vivo debate dentro de la izquierda. Muchas de las críticas a esta iniciativa son razonables aunque, a mi juicio, parten de un análisis erróneo de la realidad.

Si hubiera una firme conciencia de clases (y en el supuesto de que pudiéramos definir bien los dos términos) y un potente movimiento de masas, si hubiera un partido capaz de catalizar todo el malestar social generado por la crisis, si al menos la gente tuviera muy claro el horizonte de ruptura con el capitalismo que exigen las circunstancias, Podemos sería un atentado a la unidad y un obstáculo para el triunfo revolucionario. Pero lo que hay es, de un lado, un bipartidismo de izquierdas incapaz de llegar a la mayoría social, ni sobre el terreno ni a través de elecciones, y por otro una mayoría social que, sin las ideas claras, cada vez está más harta y cada vez se moviliza más. Son estos dos datos (la división y la impotencia de la izquierda y la falta de claridad del malestar social) las que justifican, si no reclaman, una iniciativa como Podemos. Los peligros, en una y otra dirección, son evidentes y algunas críticas las señalan certeramente: uno es el de contribuir a fraccionar aún más la izquierda; el otro el de hacer demasiadas concesiones al «sentido común» general (que es un precipitado mixto de consumismo, conservadurismo y razonable moralidad abstracta). Si la izquierda fuera hoy realmente una alternativa de gobierno, Podemos sería un insulto. Si la mayoría social tuviese una conciencia transparente de los peligros que nos amenazan, Podemos sería superfluo. De lo que se trata es de comprender que nos hallamos en una encrucijada en la que el bipartidismo de izquierdas no puede conquistar ni el poder ni la calle y en el que el malestar de la gente, que está ya en las plazas, podría transformarse no en un motor de cambio sino en gasolina para el fascismo.

Una de las características del bipartidismo de izquierdas es que alberga, desconectados y hasta reñidos, a miles y miles de militantes comprometidos y lúcidos cuya reunión e integración es imposible. En efecto, una de las consecuencias de ese modelo de militancia, en el marco del régimen de bipartidismo hegemónico asfixiante, con sus talones de acero mediáticos y sus leyes electorales tramposas, es que no puede acumular fuerzas sino sólo dispersarlas, desperdigarlas cuánticamente. La otra consecuencia es que tiende por eso mismo, en virtud de su coraje introspectivo, a elaborar estrategias y análisis a partir de la militancia misma, olvidando la fuente y el destinatario de todo cambio social, así como de la propia actividad militante: la sociedad real construida en otra parte, por otras fuerzas, una sociedad cansada compuesta no de militantes sino de parados, trabajadores precarios, amas de casa en dificultades, rehenes consumidores, etc. que tienen poco tiempo para militar, pero que podrían razonar mejor de lo que lo hacen (y que, además de votar, hablan, se intercambian información y «militan», a su manera, en asociaciones de padres, parques, peluquerías y asambleas de vecinos). En general (y esta es una discusión política no coyuntural para otro debate) yo creo que, ni en esta ni en ninguna otra sociedad posible, se puede exigir a los ciudadanos que intervengan en todo momento; de lo que se trata es de contar con los mecanismos institucionales que nos permitan intervenir en cualquier momento. Ahora bien, en las circunstancias concretas por las que estamos atravesando, este principio me parece aún más evidente: no podemos cometer el error de elaborar discursos y prácticas para militantes cuando precisamente ese modelo de militancia ha revelado en las últimas décadas -al mismo tiempo que su heroísmo y su valor- sus límites políticos. El malestar social existente es el malestar social que realmente existe, crecido a espaldas de la conciencia política, en el hedonismo de masas, en la gelatina de una democracia abstracta, al calor de una crisis que seguimos tratando de creer coyuntural y meteorológica. Podemos invocar el nombre del pueblo una y otra vez olvidándonos de él; podemos seguir militando al margen de los riesgos del «sentido común», sobreviviendo en las celdas subterráneas en las que nos encontrábamos cuando estalló el 15M; podemos seguir pensando en una revolución sin sociedad o para una sociedad que ya construiremos ortopédicamente (con consignas y policía revolucionaria) cuando triunfe nuestra partícula. Pero esta estrategia nos pone claramente fuera de juego, y fuera de juego no podemos sino alimentar nuestra introspección jeroglífica, alejándonos cada vez más de la realidad.

También podemos preguntarnos qué hacer con este malestar social. Frente a esta pregunta hay dos posibles respuestas. Una es tomar el malestar social como una «oportunidad», en sentido puramente partidista, lo que nos convertiría en oportunistas. Al menos desde la salida de la dirección de IU de Julio Anguita, ésta ha sido la estrategia de la izquierda institucional. Alguna críticas dan por hecho que Podemos se inscribe en esta misma lógica oportunista; hay una especie de condena preventiva cuyo fundamento suspicaz podemos compartir, pero que tiene también una peligrosa dimensión casándrica cuya potencia performativa -la gravedad terrestre del pesimismo- incide poco en la realidad pero mucho, y para mal, en los ámbitos militantes. Si Podemos es una respuesta oportunista y militante a la efervescencia del malestar social, les retiraré mi apoyo apenas esa deriva se haga evidente. Entre tanto, si apoyo la iniciativa es porque creo que el malestar social no es una «oportunidad» sino una urgencia: la urgencia de una intervención que sea al mismo tiempo extensiva en su ambición y autopedagógica en su práctica; es decir, que integre la aceptación de los límites del malestar social (sus partes necrosadas y «alienadas») junto a la necesidad de desplazar esos límites desde dentro. Podemos quiere interpelar a toda la izquierda, la militante y la no militante, la partidista y la líquida, incluso a la izquierda que aún no sabe que lo es (pienso en mi suegra, que durante años votó al PP sin convicción y que votaría a una candidatura de Pablo Iglesias), pero no para pedirle un voto ni para pedirle que milite, sino a modo de vector auto-educativo y auto-organizado de un malestar social que tiene que encontrar a medio plazo su vehículo y su discurso si es que quiere -todo lo que no sea eso es hoy apocalipsis- tomar el poder. El error de la mayor parte de las críticas a Podemos, casi siempre razonables, es que se trata de críticas militantes y para militantes.

Esta necesidad de situarse entre el oportunismo y la militancia justificarían, a mi juicio, algunos aspectos de la iniciativa que me gustan muy poco. Uno es la cuestión del liderazgo. Precisamente el 15M -recordaba Taibo-, con su zapa anti-régimen, surgió contra un formato político en el que el liderazgo vertical ocupa un papel central. Pero precisamente ese rechazo de principio, con su levadura inicial, frenó los procesos de auto-organización de las movilizaciones, que se mostraron más fuertes e incisivas, de modo paradójico, allí donde no se aplicaba de manera estricta ese principio: es el caso, por ejemplo, de la PAH y Ada Colau. Aquí hay también una discusión no coyuntural sobre la superación antropológica del liderazgo (¿podemos pensar en una ética sin ejemplos ni héroes?) y otra relativa a las circunstancias concretas restrictivas en que nos movemos. La sociedad realmente existente (y realmente insurgente) está forjada en el consumismo, el hedonismo de masas y la democracia abstracta, tres vértebras íntimamente asociadas a un espacio público secuestrado por el mercado y sus medios de comunicación. No estoy seguro de que «el ejemplo público» sea antropológicamente superable, pero lo que es incuestionable es el papel central, de legitimación y de manipulación, que juega en las sociedades capitalistas de mercado. Llevo años dedicado casi exclusivamente a escribir libros y artículos sobre el carácter ontológicamente determinante de ciertos formatos mediáticos y mercantiles (lo que he llamado el «gag visual») y si de algo estoy convencido, mientras apoyo a Podemos, es de que este modelo de liderazgo no va a llevarnos a la sociedad que yo quiero. Pero es que en estos momentos lo que no quiero es lo que yo quiero. Quiero un poco menos. Querer más es renunciar a todo. Mucho me temo que el rechazo abstracto del liderazgo es típico de gente como yo: intelectuales individualistas que muchas veces pretenden convertirse en líderes del no-liderazgo; es decir, en líderes ineficaces. La alternativa realmente existente (en un marco, insisto, en el que la urgencia es el dato más relevante) no es la que opone liderazgo a no liderazgo sino la que opone distintos tipos de liderazgo, distintos tanto en la expresión como en el anclaje. ¿Evo Morales o Berlusconi? ¿Ada Colau o Beppe Grillo? ¿Pablo Iglesias o Belén Esteban? ¿Nelson Mandela o Cristiano Ronaldo? Todo proyecto público es un monstruo sumergido en el mal porque la visibilidad misma está en manos de fuerzas que domina el enemigo. Pero dicho esto, no parece que nos quede otra alternativa que apostar por el pequeño margen de autonomía de la visibilidad, porque lo contrario de visibilidad es oscuridad y llevamos décadas moviéndonos en la oscuridad. En estas condiciones, además, lo contrario de visibilidad es asimismo «pureza», pero por eso mismo la pureza conduce fatalmente a las tinieblas. Como antropólogo del capitalismo, choco con esta contradicción casi insuperable: la visibilidad es corrupción, la invisibilidad es muerte. Hay que jugársela, porque la pureza es tan elitista como la riqueza, pero socialmente impotente.

La cuestión del liderazgo es inseparable, por tanto, de la segunda cuestión que no me gusta: la del pragmatismo mediático. ¿Es Pablo Iglesias la buena elección y la buena estrategia? Los peligros son dos. El primero tiene que ver con el poder corruptor de los medios, cuyos formatos permiten muy pocos márgenes pedagógicos (pero sí quizás algunos). El segundo tiene que ver con la inteligencia; es decir, con el exceso de inteligencia. La combinación de medios corruptores y excesiva inteligencia es una amenaza para cualquier proyecto político de izquierdas. La inteligencia es un instrumento, pero es sobre todo una tentación. Y esa tentación, inscrita en cuerpos frágiles y juegos de poder complejos, se convierte en casi irresistible en contacto con la visibilidad mediática. En Podemos hay mucha y muy refinada inteligencia (Pablo Iglesias, pero también Monedero o Errejón) y a veces uno desearía que hubiera menos, y más femenina, aún a riesgo de debilitar los instrumentos. Pero si es necesario hacer estas críticas y advertir de los fundados peligros, no estamos en condiciones -me parece- de rechazar esos instrumentos privilegiados. Veamos; y toquemos y empujemos. Habrá que frenar ese exceso de inteligencia colectivizándola y feminizándola, elevándola hacia abajo, alzándola al nivel de la inteligencia media e invisible que debe en todo caso controlar el proyecto. Los líderes políticos son en general títeres de multinacionales o partidos financiados por multinacionales. ¿Es imposible fabricar un títere de colectivos, un muñeco de guante movido no por élites sino por enjambres ciudadanos? La experiencia de América Latina en los últimos años, con sus límites, retrocesos e imperfecciones, demuestra que no es imposible. En la división de trabajo de la construcción política, la «personalidad» no es una ventaja sino un trabajo, y no todo el mundo sirve para ese trabajo, como no todo el mundo sirve -o no de la misma manera- para escribir, componer una canción, montar un vídeo o mediar en un conflicto. Me alegro de no ser Pablo Iglesias pero me alegro de que exista.

La tercera cuestión que me inquieta es el marco electoral en el que surge la propuesta. ¿Se trata de presentarse a las elecciones? Si se trata de eso, me retiro. Pero no es ése el objetivo -me atrevo a decir- de los que apoyamos con más o menos reservas el proyecto. El objetivo es, me parece, acabar con el capitalismo, que es la causa de la crisis, de la destrucción del planeta, de los retrocesos democráticos y hasta de los obstáculos subjetivos. Pero para acabar con el capitalismo hace falta tomar el poder y hace falta tomarlo en las condiciones que nos impone el presente y que he citado más arriba: las de un bipartidismo de izquierdas incapaz de representar el malestar social existente y el de un malestar social existente que (en el supuesto de que fuera al mismo tiempo posible y deseable seguirlas) es incapaz de representarse vías no institucionales (o incluso no sistémicas) de transformación del sistema. La iniciativa Podemos se inscribe en este doble realismo: el de una izquierda limitada por su oportunismo o su pureza y el de un malestar social que se moviliza con fuerza en la calle, pero que busca una gestión institucional que derrote y sustituya a la de «los que no les representan». Si no nos damos prisa, el peligro, insisto, es que esa búsqueda acabe en un neofascismo o destropopulismo imparables (como ya anuncia el caso del UKIP inglés o del Frente Nacional en Francia).

¿Por qué presentarse a las elecciones europeas? Porque no significan nada. Pero ¿no es eso una contradicción? ¿Cómo tomar el poder a través de elecciones que no significan nada? Bueno, porque no se trata de tomar el poder mañana sino pasado mañana (pero no la semana que viene). Y para eso hoy tenemos que llamar al bipartidismo de izquierdas a pactar con la sociedad realmente existente, tenemos que arrastrar desde fuera a oportunistas y puros, no para que se unan entre sí sino para que se unan a los no-políticos y a los no-militantes. Una convocatoria electoral europea, que no plantea rivalidades partidistas decisivas ni activa cuotas de poder muy altas, parece una buena ocasión para esta negociación profunda y transversal. También porque la Unión Europea y sus instituciones se van a convertir cada vez más en centro simbólico -ya lo es económico- de las futuras batallas políticas entre las élites del capitalismo continental.

Pero como no se trata de ganar las elecciones sino de tomar el poder para acabar con el capitalismo y restablecer la democracia y ello en el contexto europeo de una pérdida creciente de derechos económicos, sociales y políticos y de pérdida -también- de confianza en las instituciones y en los procedimientos de gestión, el programa que de forma colectiva elabore Podemos (que, recuerdo, no es un partido) con vistas a una eventual coalición electoral, abierta a todos, debe incluir propuestas institucionales y económicas, ecológicas y democráticas, y también sin duda la discusión sobre la salida del euro antes de que el destropopulismo se apropie de una causa que puede ser muy movilizadora en los peores términos, los de un nacionalismo excluyente y antidemocrático. En todo caso, la dificultad no será el programa -hace años que en la izquierda todos tenemos más o menos el mismo- sino el sujeto: quién, cómo y desde dónde se defienda. Si no lo intentamos, no podemos.

Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Es uno de los firmantes del manifiesto Mover ficha.

Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/podemos-si-pero-queremos/5435