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Pontífices o amurallados

Fuentes: Ctxt

‘Intelectual’ es el que, sin poder militar ni político, está al mando de la sociedad civil. Es posible que alguno esté escribiendo o se disponga a escribir la novela definitiva, el ensayo o el poema imprescindibles que no produjo la primera transición. A la hora de abordar este asunto a uno le gustaría ocultarse bajo […]

‘Intelectual’ es el que, sin poder militar ni político, está al mando de la sociedad civil. Es posible que alguno esté escribiendo o se disponga a escribir la novela definitiva, el ensayo o el poema imprescindibles que no produjo la primera transición.

A la hora de abordar este asunto a uno le gustaría ocultarse bajo un pseudónimo y ello por dos motivos. El primero tiene que ver con el hecho de que, si vamos a hablar de intelectuales, es seguro que nos disponemos a lanzar alguna piedra y un pseudónimo permitiría no tanto esconder la mano como garantizar honestamente que el destino del proyectil es también uno mismo. A los «intelectuales» no nos gusta que nos incluyan en una clase o en un grupo y cuando hablamos de «los intelectuales» –como cuando las clases medias hablan de «la gente»– es para afirmar nuestra singularidad frente a cualquier conjunto en el que se pretenda disolvernos. En este sentido, de «los intelectuales» sólo deberían hablar –si queremos un poco de verdad y algo de criterio– los panaderos o los pescaderos.

El segundo motivo es más ideológico, si se quiere. Los «intelectuales» y, sobre todo los intelectuales de izquierdas, siempre hemos despreciado o fingido despreciar –y sólo hemos sucumbido en secreto y con remordimientos– dos criaturas por encima de todas: el fútbol y la «intelectualidad». Si en la tradición de la izquierda clásica hay dos depósitos densos de «alienación» y «traición de clase» son –digamos– el Real Madrid y la poesía de Borges. Un «intelectual» no puede ser populista y, si es de izquierdas, tampoco individualista: huyamos de los estadios y de la propia cabeza. ¿Hacia dónde? A la espera de la revolución, sintamos al menos un poco de vergüenza.

Como no escribo con pseudónimo voy a definir el término «intelectual» de manera que me convenga (o, lo que es lo mismo, que me excluya). Veamos. En la antigua Roma se distinguía entre imperium, potestas y auctoritas. Simplificando mucho, digamos que el imperium era el mando del ejército, la potestas el mando del gobierno y la auctoritas el mando moral de la sociedad civil: es decir, la autoridad pública «religiosa» que encarnaba el vínculo entre la comunidad de los vivos, la comunidad de los muertos y la comunidad de los dioses. Bajo la República romana estas tres instancias de poder estaban separadas; a partir de Augusto, el emperador pasó a reunir todas ellas en su sola persona (como también la majestas, originalmente «soberanía del pueblo», pero que por un triste desplazamiento histórico ha acabado designando la «majestad» de las monarquías). En lo que aquí nos importa, recordemos simplemente que el Pontífice –constructor de puentes– era el que no tenía poder sino autoridad pública; y autorizaba por ello ciertos vínculos y ciertas voces colectivas. A través del verbo augere y de sus derivados –«augurio» y «autor», por ejemplo– queda muy clara la relación entre religión, publicidad y poder civil. A partir de ahí podemos definir al intelectual menos por su actividad –escritura, pensamiento, investigación– que por su papel social. «Intelectual» es el que, sin poder militar ni político, está al mando de la sociedad civil. Su dimensión «religiosa» –pública y vinculante– es evidente; y así en algunas sociedades orales esta función «intelectual» la cumplió el poeta, en otras altamente jerárquicas el sacerdote y luego, a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa, en nuestra Europa más o menos democrática la «autoridad pontificia» recayó en la figura de escritores laicos capaces de intervenir en la esfera pública al margen de y contra el ejército y el gobierno (de Sebastian Castellio y Voltaire a Zola y Sartre). No es extraño, por tanto, que la famosa obra de Julien Benda de 1927, traducida con fundamento al castellano como La traición de los intelectuales, en francés se llame La trahison des clercs, literalmente «de los clérigos». Esa, por cierto, es la tradición que prolonga Gramsci, en la misma época, mediante el concepto de «organicidad». Para el comunista sardo, en efecto, «intelectual» era Benedetto Croce, el hegeliano derechista cuyo pensamiento llegaba a los cafés y las partidas de cartas en frases hechas y pildoritas de «sentido común», generando así «hegemonía» cultural; pero también eran intelectuales el Papa y Lenin (o cualquier dirigente obrero).

La «Transición» en España, que se inició en un marco intelectual muy «clerical», el de la lucha antifranquista y su memoria «intelectual», enseguida inscribió nuestro país, y de manera particularmente veloz y brutal, en los nuevos parámetros de la «autoridad» capitalista. Eso trajo consigo una cosa buena y una cosa mala. La cosa buena es que se democratizó la cultura y se desacralizó al «maestro». La cosa mala es que ni se democratizó realmente la política ni se reemplazó a Sartre por un Pontífice colectivo. ¿Quién ha tenido en estos años y quién tiene aún el «mando de la sociedad civil»? El mercado. ¿Quiénes son nuestros clérigos? Los nuevos empresarios, las estrellas del balón, las modelos de las pasarelas. ¿Quiénes han sido los «intelectuales orgánicos» del mercado? Rodrigo Rato y Mario Conde, hoy en la cárcel; Butragueño y Messi desde los estadios; Alaska y David Bisbal en las salas de conciertos; Encarna Sánchez y luego Belén Esteban en los medios de comunicación; y, si queremos incluir a algún escritor, incluyamos mejor a Juan Luis Cebrián que a Juan Marsé y mucho más a Fernando Savater que a Sánchez Ferlosio (por no mencionar a Manuel Sacristán, muerto en 1985 sin «audiencia»). Si definimos al «intelectual» como a una persona investida de autoridad pública al margen del ejército y del gobierno, nuestros filósofos y pensadores, muy activamente «clericales» en 1975, dejaron de ser «intelectuales» en los años sucesivos: unos porque se mantuvieron politizados sin audiencia y en los márgenes, perdiendo el «vínculo» con la sociedad civil; los otros porque aceptaron despolitizarse en un mercado en el que el vínculo con la sociedad civil no pasaba ya por la escritura y la filosofía. Si se la compara con la de la Segunda República, la cultura de la Transición ha sido mucho menos explosiva y rica; no ha producido ni una novela definitiva ni un ensayo decisivo ni un poema imprescindible. Ha habido buenos escritores y buenos artistas, sí, que, en todo caso, no han sido «intelectuales», en el sentido de que su obra no ha «construido puentes» entre la comunidad de los vivos, la comunidad de los muertos y la comunidad de los dioses. Los que se han dedicado a «pensar» y escribir no han sido «pontífices»; y nuestros pontífices no se han dedicado a «pensar» y escribir. El último que lo hizo fue probablemente Vázquez Montalbán.

Dicho esto, me parece muy significativo el reciente debate sobre los intelectuales y la Transición, de cuya complicidad orgánica dan buena cuenta el libro de Gregorio Morán de 2014 y el más reciente de Sánchez-Cuenca. Si es necesario ocuparse de este tema no es porque, en el umbral dudoso de una segunda transición, haya llegado el momento de cuestionar el papel de los que hicieron la primera o de amagar un ajuste de cuentas sino porque, en el umbral incierto de una segunda transición, muchos de ellos pretenden ahora «reintelectualizarse» o «reclericalizarse» para impedirla. Como escribía hace poco, el problema de muchos de estos autores prestigiosos que fueron muy activos y comprometidos en la primera transición, y que vuelven de pronto a la política tras haberla dejado en manos del bipartidismo, no es que hayan dejado de ser de izquierdas; es que han dejado de ser también «liberales»; y pretenden hoy dar lecciones sobre democracia y madurez política a los que se proponen cuestionar, revisar y mejorar una herencia traicionada e incompleta. En los años 80 tuvieron vocación de «pontífices» y luego, arrellanados en la «organicidad» del mercado, acabaron dedicándose a la poliorcética (o arte de fortificación de un castillo). Les guste más o menos deberían aceptarlo: la calidad de sus decisiones y la consistencia misma de los desplazamientos generacionales los han dejado sin ninguna «autoridad». Pueden aspirar a ser recordados pero no escuchados.

Lo interesante de la constelación del cambio que se abre a partir del 15M en España es que, aceptando moverse en los límites «populistas» del mercado y en su «sentido común» adverso, ha conseguido reintelectualizar la política o, al revés, ha conseguido repolitizar la intelectualidad. Ya no da vergüenza ni disfrutar con la Liga de fútbol ni leer a Borges, pero tampoco exigir desde la universidad, desde los nuevos medios digitales o desde los libros, como lo hicieron en 1975 aquellos que hoy combaten la nueva transición, un proyecto colectivo democrático. Repolitizando la vida pública han reintelectualizado el pensamiento como instrumento de intervención «republicana». Nunca una ruptura generacional ha sido más completa, para lo malo y para lo bueno. Lo malo es que las nuevas generaciones de «intelectuales», por razones tecnológicas y políticas, no tienen «maestros»; tanto los que perdieron la «autoridad» manteniéndose aislados en la izquierda como los que la despolitizaron en mercados confortables pero periféricos, tanto los apocalípticos como los integrados, nos hemos vuelto por igual «inaudibles». Eso es lo malo. Eso es también lo bueno: el hecho, sí, de que las nuevas generaciones de intelectuales –que incluyen deportistas, músicos, poetas, periodistas, activistas y también notables «pensadores»–, por razones tecnológicas y políticas, no tienen «maestros». Algunos, gracias a la universidad pública hoy amenazada, han tenido muy buenos profesores, pero feliz y desgraciadamente no han interiorizado el magisterio ni de los que perdieron su «autoridad» manteniéndose aislados en la izquierda (a veces heroicos y lúcidos) ni de los que la despolitizaron en mercados confortables periféricos (a veces talentosos y brillantes). Es difícil anticipar dónde desembocará este impulso; a los límites impuestos por la realidad económica y política europea, muy adversa, hay que añadir la orfandad de magisterio y la interrupción de la «tradición», inducida en parte y reemplazada por tecnologías de la simultaneidad cuyo efecto antropológico no alcanzamos todavía a medir. Pero es difícil también no aceptar que el «No nos representan» de 2011 y sus réplicas sísmicas, con sus expresiones políticas posteriores, vinieron a rescatar una generación –la que tiene entre 25 y 45 años– que estaba a punto de perderse, no en la izquierda marginal o en la orla del poder, como la nuestra, sino en el mercado laboral y sus fauces selectivas, implacables e individualizadoras. Cualquiera que sea el resultado, lo cierto es que el inesperado sobresalto de esta «segunda transición» ha asegurado no sólo la renovación política sino también la renovación cultural y literaria de España.

Cada generación se equivoca y se suicida a su manera; pero hay maneras más ricas que otras, más hermosas y más «verdaderas»: es lo que llamamos Historia. «Equivocarse» y «suicidarse» son dos aproximaciones muy libres a los acontecimientos recientes. Lo que los nuevos «intelectuales» están haciendo es más bien darse de bruces con la realidad que nosotros esquivamos o lamimos (del verbo «lamer», sí) y de esa manera modificarla un poco, al menos de manera superficial o milimétrica, como el tsunami del Japón desplazó mínimamente el eje de la Tierra. A ese choque arriban y de ese choque se desprenden, como chispas de un martillazo sobre un yunque, todas las personalidades posibles que componen el espectro psicológico humano: el ambicioso, el calculador, el cenizo, el victimista, el apasionado, el generoso, el violento, el voluntarista, el abnegado, el misántropo, el perezoso, el luminoso; los que son como nosotros y nuestros contrarios. Eso no cambia. Es el mundo. Lo que cambia en cada época, según las circunstancias y el estado presente de las luchas de clases y sus relaciones de fuerza, es la potencia del choque y la intensidad del chisporroteo. Es decir, las obras concretas y su pequeñez o grandeza. No tengo muchas esperanzas –algunas inconfesables– de que el mundo mejore, pero sí de que en estos momentos, mientras escribo estas líneas, algunos de mis amigos intelectuales más jóvenes –o algún desconocido o desconocida que no me ha leído y que no me va a leer– estén escribiendo o se dispongan a escribir la novela definitiva, el ensayo decisivo, el poema imprescindible que no produjo la primera transición.

Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Fue candidato al Senado en la lista por Ávila de Podemos en las pasadas elecciones legislativas. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra.

Fuente: http://ctxt.es/es/20160427/Firmas/5680/intelectuales-transici%C3%B3n-15M-Tribunas-y-Debates-.htm