Este 9 de marzo hemos presenciado la desaparición de la izquierda revolucionaria y anticapitalista como grupo parlamentario, y por ende el fin de una etapa en la que en el foro oficial del sistema los antisistema teníamos cabida. Se pone fin a la expresión pública de las ideas contrarias al modelo social y productivo vigente, aquellas que horadan los principios rectores de nuestra sociedad en su contradicción más profunda: la de que el modo de producción capitalista es necesariamente destructivo para el ser humano y el entorno natural, y que no puede sino basarse en la explotación del hombre por el hombre, la subordinación de la mujer bajo el patriarcado, el etnocentrismo occidental, y la condena al hambre y la enfermedad del 90% de la población mundial. Desde esta noche estas ideas dejarán de escucharse en los circuitos alfombrados del sistema, y volverán a su origen subterráneo, a los carteles que salpican los barrios obreros, a las charlas de docenas de universitarios, a los fanzines fotocopiados que se leen en ciertos bares.
Desde hace varios años, un sector significativo de la izquierda ha venido defendiendo la oportunidad de desembarazarse de viejas actitudes que parecían condenarnos a un ostracismo seguro, en un mundo postbipolar en el que no parece caber la negación holística del sistema. Perdida la centralidad política de la clase obrera, fenómeno que ya lamentaba Sacristán hace más de treinta años y cuyas consecuencias advirtió en buena medida, se ha pasado a situar el eje de conflicto social en otras identidades colectivas, como el votante verde, la izquierda nacionalista o las capas medias urbanas de profesionales liberales. Esta estrategia, practicada y en ciertos casos incluso teorizada por el sector más duro de Gaspar Llamazares, ya demostró su ineficacia en la izquierda postmoderna norteamericana. La feminista discípula del postestructuralismo Nancy Fraser ya indicó que, sin crítica socioeconómica, todo identitarismo político está condenado a no alcanzar discurso emancipatorio alguno; por eso el feminismo que mejor había respondido a las necesidades de la mujer de renta baja era el feminismo negro. Haciendo oídos sordos, el sector más duro de la Dirección Federal de Izquierda Unida ha practicado esta estrategia identitaria durante los últimos años, que nos lleva a declararnos la fuerza política con «más izquierda», al tiempo que mantenemos una política de reforma económica basada en el I+D, cualitativamente poco distante a la defendida por sindicatos, PSOE y Unión Europea. Izquierda Unida ha pasado a ser una izquierda culturalista, estética, sin programa económico, lo que se traduce en ser una fuerza sin programa, y, como demuestra la expulsión de Manolo Monereo en plena precampaña, sin voluntad de tenerlo.
Como el objetivo político condiciona la política organizativa, el movimiento político y social ha sido sustituido por el Partido, las Áreas de Elaboración Colectiva por los comités de expertos, las Asambleas por gestoras, el Programa por lemas incandescentes, la labor cotidiana desde la base por el titular llamativo, y el militante por el afiliado, el socio, el «adherit». La transformación no ha sido dialéctica ni evolutiva, sino mecanicista y violenta. Salamanca, Asturias, Valencia… nunca en la historia de Izquierda Unida se han presenciado tantas expulsiones, tantas depuraciones de censos, avaladas siempre por una Comisión de Garantías que ha mostrado síntomas de corrupción incluso en la ficha policial de ciertos integrantes de la misma. La burla de la democracia interna ha dejado al PP o a EE.UU. como paradigmas de la democracia al lado de IU.
Lo más irreverente de esta situación es que el pragmatismo de los técnicos electorales de IU nos ha llevado a no alcanzar el 3’8% y a convertir a la izquierda alternativa en una fuerza residual, sin discurso propio ni medios para transmitirlo, salvo por un diputado en el grupo mixto. El utilitarismo se ha revelado inútil, el pragmatismo poco práctico, y el cortoplacismo suicida. En términos de Horkheimer, la sustitución de la racionalidad de los fines por la de los medios ha conducido al aparato a aceptar los fines electoralistas del sistema, lo que en condiciones de inferioridad financiera conduce irremisiblemente a la derrota. Tal vez en un país con un capitalismo tecnologizado IU e ICV habrían aguantado como la opción electoral de una clase media urbana al estilo de Los Verdes alemanes o el Partido Radical italiano, pero en un país de ladrillo y turismo de sol y playa ni siquiera hay base social suficiente para tal proyecto.
Sin embargo, la ley dialéctica que afirma que todo proceso social tiene en su interior el germen de su propia negación, mantiene hoy su vigencia, en la que cabe fundar una esperanza. No existe hoy en nuestro país una fuerza política con un discurso sólido dirigido a los problemas cotidianos que las grandes capas asalariadas sufren diariamente. Torpemente compiten las fuerzas hegemónicas por ofrecer guiños a la galería, pero en cuanto entran en debate tienen que recurrir a cortinas de humo, a lo que Anguita calificaba hace poco como «intercambio de soliloquios». Toda medida «social» se acompaña de rebaja fiscal o ayuda al empresario. Ninguna fuerza política se dirige nítidamente a la mayoría de la población, ni señala ejes para vertebrar un nuevo Estado Social. Tenemos pues el camino marcado y despejado.
Es el momento de la reconstrucción de la izquierda en torno a las necesidades concretas de la ciudadanía real.
Y la estrategia organizativa pasa por la reconstrucción de los órganos de base, en los que la militancia discuta, elabore y traslade propuestas hacia y con los ciudadanos. Dotar de planes de trabajo cíclicos a los órganos de base, que conjuguen el crecimiento afiliativo con el análisis social y la elaboración de propuestas. Es el momento de abrir las sedes, de encolar los cubos, de arrodillarse ante pancartas en blanco para trazar en ellas palabras de cambio. De fijarse en las experiencias europeas e internacionales que están dando fruto. De abandonar las acciones rimbombantes de pretendida modernidad e iniciar un proyecto político sobrio, serio, con propuestas claras. De redactar planes de industria pública que permitan la superación del ciclo económico del ladrillo. De abrir espacios de referencia política para las personas hastiadas de la política convencional, o para aquellas que se ven obligadas a votar las opciones del bipartidismo ante la ausencia de alternativas.
Es tiempo de investigar con rigor las causas de los problemas sociales. Nunca en España ha habido tantos licenciados y doctorados, que necesariamente tienen que observar la incompatibilidad del modelo productivo actual con la ejecución de los Derechos Humanos para la totalidad de la población. Se hace pues necesario impulsar redes de investigación social, que permitan la entrada del pensamiento crítico en la Universidad española así como la elaboración de propuestas creíbles en torno a problemas locales.
Es tiempo también de establecer planes de creación de empleo público para la mujer, huyendo de la perpetuación de esta situación que supone el parche de la Ley de Dependencia. La despolitización de los problemas que sufre la mujer española, su reducción a ancilla administrationiis solucionable mediante la política de cuotas, exige que la izquierda afronte de una vez el crecimiento de paro femenino, que conduce a la reclusión de la mujer en el hogar, así como la descualificación que sufre este colectivo.
En definitiva, reconstruir una izquierda que tome como prioridad un discurso y labor orientadas a la mayoría social, con el conflicto socioeconómico como eje. Sólo convirtiéndonos en el referente de los problemas cotidianos de la gente normal, podremos abandonar nuestra condición marginal y ser de nuevo peligrosos.
* José Sarrión Andaluz es Profesor de Antropología en la Universidad Pontificia de Salamanca (UPSA)