Traducido para Rebelión por María Enguix
Israel lleva 61 años pisoteando deliberadamente el derecho internacional, sin recibir otra sanción que la de un discurso occidental apenas molesto, que reparte las culpas entre los «protagonistas» del conflicto. Tenemos a un país que ha podido ―que puede― aplicar de forma metódica una política fundada en el exterminio de un pueblo: no su aniquilamiento físico, brutal y masivo, claro está, sino una política que tiende a enterrar en el olvido a la Nación palestina mediante la destrucción metódica de sus constituyentes potenciales ―su memoria, sus vergeles, su catastro, sus jefes políticos, su economía―, sin que nadie lo importune. La difunta Tanya Reinhardt calificó esta política de «genocidio rastrero», expresión que retoma, tras refutarla, por parecerle «demasiado fuerte» el militante anticolonialista israelí Michel Warchavski. El sociólogo israelí Baruch Kimmerling habla de «politicidio». Su homólogo palestino Salah Abdeljawad prefiere hablar de «sociocidio». Alain Joxe propone el término «democidio», destrucción de un pueblo y de una democracia, con motivo del ataque contra Gaza entre diciembre de 2008 y enero de 2009. Se basa en la destrucción de las fábricas, de las centrales eléctricas y las depuradoras de agua, de amplias zonas agrícolas, pero también en la destrucción simbólica de los enclaves de la ONU, los hospitales y las escuelas, para demostrar que el ataque no pretendía silenciar los lanzamientos de cohetes de Hamás, sino que se inscribe realmente en el marco de una política deliberada para oprimir a la Nación palestina.
En verdad, la primera frase de este texto no es del todo exacta. Sí que se aplican sanciones contra Israel. Por ejemplo, en 1999 la Unión Europea firma un acuerdo de asociación que permite a Israel obtener numerosas ventajas atribuidas a los Estados miembros de la Unión. En 2002, el Parlamento Europeo vota por mayoría del 60% la suspensión de este acuerdo porque Israel incumple el artículo 2, en virtud del cual los signatarios deben respetar estrictamente los Derechos Humanos. Esta resolución no llegó a aplicarse jamás porque la Comisión Europea, es decir, los Estados europeos, decidió hacer caso omiso. El siniestro Georges W. Bush, en una nueva declaración Balfour, advirtió entonces que un acuerdo israelo-palestino debía tener en cuenta las realidades del territorio; en otras palabras, ratificar la existencia de las colonias y su incorporación a Israel. El 8 de diciembre de 2008, poco antes del ataque reciente contra Gaza, los ministros de Asuntos Exteriores de la UE deciden reforzar el acuerdo de asociación entre Israel y la UE. El acuerdo conferiría entonces a Israel un estatuto casi idéntico al de los otros Estados de la Unión. El Parlamento Europeo, que recuerda el bloqueo persistente de Gaza, vota su aplazamiento. Una vez más, los gobiernos deciden pasarlo por alto. No obstante, el ataque contra Gaza les obliga a demorarlo, pero no por alegar el ataque propiamente dicho, sino por razones técnicas y una decisión adoptada de común acuerdo con Israel (!).
Este es, pues, el panorama: un Estado opresor obstinado en destruir el menor signo, el menor símbolo de identidad del pueblo que ocupa; los Estados más ricos, los más poderosos del planeta, lo apoyan y le conceden todos los honores de respetabilidad, democracia, moral, etc., traicionando gravemente estos mismos ideales a ojos de la opinión mundial. Este panorama se asemeja mucho al que ofrecía Suráfrica antes de la caída del apartheid, sólo que el apoyo occidental a este país seguía unos caminos más tortuosos: para burlar el embargo, los fabricantes de armas occidentales tramaron subcontratar la construcción de aviones en Suráfrica, dado que ellos no podían exportarlas allí. La cooperación militar jamás se interrumpió. Sin el apoyo de Occidente, Suráfrica nunca habría podido formar un ejército tan fuerte. Se lo debe en particular a Francia, pero también a los Estados Unidos y… a Israel.
Para romper este círculo infernal, para acabar con el régimen del apartheid, para vencer el afán de los Estados occidentales de inmortalizarlo, fue necesaria la determinación enérgica de la opinión internacional. El arma del boicot no sólo doblegó al régimen surafricano, venció también al poder occidental, que tuvo que rendirse a la voluntad de los pueblos. Esta voluntad está presente hoy. El mundo entero está convencido de la legitimidad de la causa palestina. El mundo entero ha identificado al verdugo y a la víctima. El mundo entero está convencido de la duplicidad de los Estados que apoyan a Israel, que contribuyen a perpetuar la injusticia que se comete con los palestinos.
La situación está madura para un llamamiento al boicot global y total, no sólo contra Israel, sino contra los Estados, las organizaciones y las empresas que colaboran con él. Ya no se trata de boicotear únicamente los productos que salen de las colonias; se trata de boicotear a un Estado y a sus cómplices para terminar con una vieja injusticia de varias décadas. Este boicot tendrá el mismo éxito que en Suráfrica. Confirmará el retorno a la paz y además volverá a dar un sentido a la política internacional. Dará un nuevo lustre a los ideales de justicia, democracia, pluralidad serena, ideales que tanto ha mancillado un discurso de geometría variable. Enviará a los pueblos de la Tierra la firme señal de que un mundo a la altura del hombre es posible.
Fuente: http://brahim-senouci.over-