Traducido para Rebelión por Christine Lewis Carroll
A principios de los años 90, hubo práctica unanimidad en los medios de comunicación, dentro de los círculos políticos occidentales y hasta entre los académicos, de que el colapso de la revolución cubana era inminente. Incluso hoy, muchos observadores consideran que sólo es cuestión de tiempo que Cuba experimente una transición hacia la democracia (entendida como una poliarquía estrechamente definida) y una «economía de mercado».
Pero el hecho de que el socialismo cubano haya sobrevivido los rigores extraordinarios del «Período Especial» y siga funcionando casi veinte años después de la caída del Muro de Berlín debería hacernos reflexionar. Incluso la incapacidad prolongada de Fidel Castro y su dimisión ulterior como presidente no ha conducido al caos ni a la convulsión, como muchos vaticinaron. ¿Por qué entonces ha sobrevivido Cuba, y qué significa esto para la política progresista y socialista de hoy?
La respuesta sencilla es que, con todos sus problemas y deficiencias, el orden revolucionario es todavía viable. Muchos cubanos creen todavía en los principios socialistas; ¡claro que se quejan de la escasez y las restricciones! pero no albergan ilusiones sobre la alternativa que se les ofrece al otro lado del Estrecho de Florida.
¿Pero por qué es esto así? ¿Qué hace que Cuba sea diferente de la Unión Soviética y de Europa del Este? Para comprender esto, es necesario volver a los orígenes de la revolución y la notable transformación que tuvo lugar entre 1959 y 1963. Antes de la revolución, Cuba fue un protectorado de los Estados Unidos, y una inmensa plantación de azúcar donde gobiernos «democráticos» venales alternaban con dictaduras brutales. La idea de una revolución socialista aquí – o en cualquier otra parte del «patio trasero» estadounidense del Caribe y América Central – era impensable. Así que el 1 de enero de 1959, mientras el dictador Batista huía y los guerrilleros barbudos entraban en La Habana y Santiago, casi nadie anticipaba el alcance y profundidad de los cambios que iban a suceder.
La transición cubana hacia el socialismo fue una de las más rápidas y completas de las realizadas hasta entonces en todo el mundo: la primera y segunda Leyes de Reforma Agraria, la nacionalización de prácticamente todas las grandes industrias y servicios, la extraordinaria campaña de alfabetización y el establecimiento de enseñanza pública gratuita a todos los niveles, sanidad universal gratuita, y la organización de una milicia popular y organismos masivos disciplinados desde el nivel de las barriadas hacia arriba, todo en el espacio de aproximadamente cuatro años.
Sin embargo, en los primeros seis meses de 1959, la retórica giraba alrededor de la democracia y el humanismo; apenas se mencionaba el socialismo hasta mediados de los años 60, y no se adoptó oficialmente como meta hasta abril de 1961, dos años y cuatro meses después de la victoria inicial (durante la invasión de la Bahía de Cochinos). El Movimiento del 26 de julio (M-26-7) que lideró la lucha armada y tomó el poder fue un movimiento heterogéneo y amplio que tenía diferencias importantes con lo que fue entonces el partido comunista de Cuba, el Partido Socialista Popular (PSP). La revolución fue inmensamente popular, pero muchos observadores esperaron (o temieron) que le esperaba a la larga el mismo destino que el que tuvo Guatemala cinco años antes, cuando el gobierno popular de Arbenz fue derrocado por un golpe instigado por la CIA.
La euforia impresionante que generó la revolución en Cuba y otras partes de América Latina, y su flexibilidad ideológica inicial, son fundamentales para entender su significado. Al tener lugar en una zona y en un momento en que la hegemonía estadounidense no se cuestionaba, donde la gran revolución mexicana había sido neutralizada y los movimientos progresistas como los de Sandino en Nicaragua, Grau San Martín en Cuba en 1933, Gaitán en Colombia, y Arbenz en Guatemala habían sido aplastados por la intervención estadounidense abierta o encubierta, el triunfo cubano tuvo un impacto simbólico inmediato. Durante su primer viaje al extranjero después de la victoria, a Venezuela a finales de enero de 1959, Fidel Castro fue recibido por una muchedumbre enfervorizada. En febrero, el entonces senador chileno Salvador Allende declaró que «La revolución cubana no les pertenece exclusivamente a ustedes… se trata del movimiento de mayor trascendencia que se haya realizado en América»1, y poco después Gloria Gaitán, hija del dirigente popular colombiano asesinado, proclamó que la experiencia cubana fue «El comienzo de la gran liberación de nuestra América»2. El ex Presidente de México, Lázaro Cárdenas, autor de la nacionalización del petróleo en dicho país en 1938, también apoyó con entusiasmo a Cuba.
El aspecto característico más obvio de la revolución cubana – y la razón primordial de su capacidad para evitar el destino de Guatemala al vencer la invasión contra-revolucionaria de Bahía de Cochinos en abril de 1961 – fue la victoria militar sin precedente de la guerrilla del Ejército Rebelde y la derrota de las fuerzas del dictador Batista. Fue también esto lo que posibilitó posteriormente a los marxistas presentar el proceso como de representativo de la tesis leninista de la revolución armada de los trabajadores. Pero la fuerza que tomó el poder no fue ni un partido comunista ni un partido marxista, fue un amplio movimiento democrático con una ideología ecléctica, legado de tradiciones revolucionarias populares tanto de Cuba como de América Latina y nociones ambiguas de justicia social y liberación nacional. Los antiguos comunistas del PSP, que sí tenía algunas raíces entre los trabajadores e intelectuales pero que había sido comprometido debido a su anterior apoyo a Batista, había llamado inicialmente a Fidel Castro y los guerrilleros «aventureros pequeño-burgueses» y sólo empezó a apoyar al movimiento en víspera de la victoria a finales de 1958.
Esto es lo que más sorprendió a muchos observadores: que los dirigentes revolucionarios, representados sobre todo por Fidel Castro, siguieran adelante a pesar de los obstáculos durante los tres primeros años entre 1959 y 1962, barriendo a la élite adinerada cubana y la clase terrateniente, y desafiando a Washington para expropiar las explotaciones azucareras y las haciendas, para nacionalizar las industrias, para purgar al aparato estatal de defensores de Batista, para firmar acuerdos comerciales con el bloque soviético, y luego declararse socialistas. ¿Fue esto un juego de manos premeditado por parte de una dirección comunista encubierta como alegaron muchos comentaristas de derechas en los Estados Unidos? ¿O fue la reacción indignada de nacionalistas populares al encontrarse con la hostilidad estadounidense ciega y torpe, como declararon los liberales?
La verdad es más compleja y más interesante. Al no conseguir la independencia a principios del siglo diecinueve como la mayoría de las colonias españolas en América, Cuba desarrolló más tarde un movimiento de liberación poderoso con una importante personalidad radical y popular. Los mambises, la guerrilla popular que se alzó contra el dominio español entre 1868 y 1898, dieron importancia a la igualdad racial y social y se procuraron una conciencia anticolonial y antiimperialista precoz. Lo resumió el gran hombre de letras y libertador José Martí cuando declaró en su última carta en 1895: «Todo lo que hice hasta ahora y todo lo que haré tiene por objetivo prevenir, a través de la independencia de Cuba, que los Estados Unidos de América caiga con más fuerza sobre nuestra América»3.
Este espíritu antiimperialista se volvió a poner de manifiesto en la lucha contra el dictador Gerardo Machado (1925-33) y la revolución infructuosa de 1933, gran precursora de la de 1959. Una represión brutal combinada con una situación económica desesperada causada por la depresión mundial condujeron a un alzamiento popular en el que los trabajadores tomaron las fábricas azucareras y levantaron la bandera roja, los estudiantes ocuparon el palacio presidencial y los rangos menores del ejército se amotinaron y derrocaron al cuerpo de oficiales. Un gobierno provisional presidido por un profesor médico popular, Dr. Ramón Grau San Martín, decretó muchas medidas progresistas incluyendo una reforma agraria, la intervención (es decir el control gubernamental) de la Compañía Eléctrica Cubana propiedad de los Estados Unidos, un salario mínimo, la jornada de ocho horas y el sufragio femenino. Pero este gobierno revolucionario no tuvo organización política en que apoyarse, y se hizo evidente pronto que el dirigente de la tropa rebelde, el Sargento Fulgencio Batista, era un oportunista que estaba dispuesto a trabajar con la Embajada de Estados Unidos.
Bajo la nueva administración de Franklin D. Roosevelt, Washington acababa de proclamar la Política de Buena Vecindad y por lo tanto estaba poco dispuesto a embarcar a los marines a Cuba. Pero como los buques de guerra estadounidenses estaban posicionados muy cerca de su costa, La Habana sintió la presión y no llegó por sorpresa el derrocamiento de Grau San Martín por Batista en enero de 1934, el nuevo poder entre bambalinas. Los próximos 25 años serían testigo de un carrusel de débiles presidentes marionetas, gobiernos elegidos corruptos y la dictadura de Batista, con frustración y desencanto crecientes entre la mayoría de los cubanos, trabajadores, campesinos o de la clase media. En particular, fue el fallo de Grau y sus asociados del Partido Auténtico de la Revolución Cubana lo que preparó el camino para la dictadura de Batista en 1952-58 y la verdadera revolución que siguió.
Aunque los jóvenes revolucionarios que se unieron al abogado activista Fidel Castro Ruz a principios de los años 50 tenían algún conocimiento de las ideas socialistas, su preparación política e intelectual era bastante variada y ecléctica. El mismo Fidel fue miembro del Partido Ortodoxo que se había separado de los Auténticos unos años antes en protesta por la corrupción y el abandono de los principios de la revolución de 1933. El dirigente Ortodoxo Eduardo Chibás fue un rico disidente que había sido dirigente estudiantil en 1933 y que ganó a las masas entre 1949 y 1951 con una retórica apasionada contra la corrupción que desplegaba en sus emisiones radiofónicas semanales. Con su lema «Vergüenza contra dinero», Chibás resucitó el idealismo moral que había sido la idea central del radicalismo cubano desde Martí. La muerte de Chibás en agosto de 1951, pegándose un tiro en el transcurso de su programa radiofónico, fue seguida de manifestaciones masivas de luto en su funeral, y su atractivo popular fue motivo de inspiración para los Ortodoxos, muchos de los cuales se unieron al M-26-7 unos años después.
Otra figura clave de los orígenes ideológicos del nuevo movimiento revolucionario fue Antonio Guiteras, un joven quien siendo todavía estudiante en la Universidad de La Habana había llegado a ser Ministro del Interior en el gobierno de corta vida de Grau San Martín. Fue Guiteras quien había estado detrás de las medidas radicales decretadas en los meses impetuosos de 1933, y cuando Grau fue derrocado, Guiteras se hizo clandestino y formó su propio movimiento insurgente, Joven Cuba, con un programa explícitamente socialista. Como figura popular y activista socialista independiente del Partido Comunista, Guiteras representó una amenaza evidente y no sorprendió su asesinato en 1935.
Guiteras fue representante de la tradición marxista latinoamericana autónoma asociada al peruano José Carlos Mariátegui, y gran influencia en varios miembros destacados del M-26-7, tales como Armando Hart. Esta tradición marxista también fue la principal influencia ideológica sobre el joven revolucionario argentino Ernesto «Che» Guevara, quien se encontraría con Fidel Castro y sus camaradas en México en 1955, convirtiéndose en una figura central de la revolución.
Pero la inspiración fundamental de los insurgentes del M-26-7 fue la tradición revolucionaria popular de los mambises, de José Martí y Antonio Maceo, el general mulato de las fuerzas de liberación en la guerra contra el dominio español, una ideología de igualitarismo radical, antiimperialismo y autosuficiencia agraria. Tenía mucho en común con las tradiciones latinoamericanas más amplias herencia de Simón Bolívar y su ideal de unidad continental y desconfianza del expansionismo gringo.
Esto no quiere decir que los revolucionarios cubanos de los años 50 fueran anticomunistas o que no les afectaban las teorías socialistas y marxistas procedentes de Europa o el resto del mundo. Pero la mayoría sí eran independientes del movimiento comunista internacional y también de otras tendencias internacionales organizadas, tales como la trotskista. Esta independencia, y la flexibilidad táctica e ideológica que la acompañaba, fue crucial para el éxito.
Al apoyarse en las tradiciones populares nacionales, combinado con el sentido de frustración e indignación contra la corrupción, represión y dominación estadounidense, los revolucionarios fueron capaces no sólo de conseguir la victoria militar sino también el apoyo y entusiasmo popular y masivo. En enero de 1959, había una euforia enorme combinado con la percepción de que todo era posible, y esto se recogía en las declaraciones de los dirigentes: «La revolución no se podrá hacer en un día; pero tengan la seguridad que la revolución la hacemos. Tengan la seguridad que por primera vez la República será enteramente libre y el pueblo tendrá lo que merece…» (Fidel Castro, 3 de enero)4; «La Revolución es tan cubana como las palmas» y «Muchos no se han dado cuenta todavía de la envergadura del cambio que se ha operado en nuestra patria…» (Fidel Castro, 24 de febrero)5; «El primero de enero de 1959 no habíamos hecho otra cosa que concluir la guerra de independencia; la Revolución martiana empieza ahora» (Raúl Castro, 13 de marzo)6.
Dicho de otra manera, sin ninguna referencia a Marx, al socialismo o a la lucha de clases, hubo un compromiso inequívoco con un cambio radical y con el servicio del interés popular. Se hicieron en cambio referencias ideológicas explícitas a la herencia revolucionaria nacional: al defender la reforma agraria en junio de 1959, Fidel declaró que «lo que estamos haciendo, señores defensores de grandes intereses, lo que estamos haciendo es cumpliendo las frases y cumpliendo la doctrina de nuestro Apóstol, que dijo que la patria era de todos y para el bien de todos…»7; y en julio de 1959 citó a Antonio Maceo: «La Revolución estará en marcha mientras quede una injusticia sin reparar…»8.
Que estas declaraciones no fueron mera retórica se hizo patente en seguida al llevar a cabo acciones decisivas en todas las áreas de la política, lo que sirvió para incrementar el apoyo popular abrumador a los dirigentes revolucionarios. Con este apoyo masivo y el monopolio dentro de la fuerza armada, las nuevas autoridades en La Habana disfrutaron de una libertad de acción sin precedentes; la oposición interna fue prácticamente paralizada y ningún partido u organización políticos pudo disputar el prestigio de Fidel y el M-26-7 que había llegado a ser de hecho el movimiento de liberación nacional del pueblo cubano.
En estas circunstancias, un programa socialista a priori sólo habría sido un obstáculo: la fuerza de la revolución provenía de su carácter aglutinador y consensual. Cuando se declaró el socialismo, fue más un reflejo de la nueva realidad, un estado de cosas inesperado que había sucedido como resultado de un proceso dialéctico. La fortaleza de la demanda popular de auto-determinación y justicia social combinado con la estructura monopolística de la economía de las plantaciones cubanas y la confrontación inevitable y directa con el imperialismo estadounidense hizo que, a partir de principios de los años 60 en adelante, la solución socialista fuera el único camino viable hacia delante para que la revolución no se colapsara a causa de la división e incoherencia. En términos de economía política, se puede encontrar un buen análisis de esta dinámica en el estudio de 1970 de James O’Connor, The Origins of Socialism in Cuba9.
La validez de este análisis fue confirmada en las entrevistas que dirigí en Cuba en los años 90. Varios miembros antiguos del M-26-7, al preguntarles sobre la evolución de su ideología durante la lucha armada y los primeros dos o tres años después de la victoria de 1 de enero de 1959, declararon que su punto de vista original fue democrático, antiimperialista y favorable a la justicia social, pero no socialista y mucho menos comunista o marxista-leninista. Sólo fue en un momento preciso de la transformación revolucionaria, que la mayoría de ellos identifican sobre mediados o finales de 1960 o principios de 1961, que llegaron al entendimiento de que lo que estaban creando en Cuba fue una especie de socialismo; y la declaración famosa de Fidel a este efecto durante la invasión de la Bahía de Cochinos sencillamente confirmó esto en su cabeza: «Pues sí: ¡somos socialistas!».
En mi opinión, esto es algo más que una peculiaridad del proceso cubano: confirma las implicaciones del argumento de Gramsci que para que la ideología proletaria – la teoría marxista – triunfe, debe ganar la batalla de la hegemonía y llegar a ser el «sentido común». O dicho de otro modo, las abstracciones de la teoría marxista deben fundirse con las tradiciones democráticas populares del país de que se trata antes de que puedan llegar a ser hegemónicas. Quizá éste sea el error decisivo de la mayoría de los partidos comunistas (y también trotskistas): la idea de que al predicar la doctrina marxista-leninista en abstracto, pueden construir un movimiento revolucionario masivo eficaz.
La euforia revolucionaria cubana de 1959-1961 tuvo mucho en común con la ideología popular democrática de amplio espectro de los movimientos anticapitalistas y antiglobalización de nuestros tiempos. El rechazo de partidos y lemas establecidos, la creencia en la acción directa, la búsqueda de soluciones originales y nuevas: éstas fueron las características del fermento creativo que barrió Cuba en los primeros años de la revolución. Aunque es verdad que a partir de 1962, esta originalidad empezó a ponerse en riesgo debido a la adopción de modelos soviéticos como resultado de la alianza fruto del contexto de Guerra Fría del momento. Pero a pesar de esto, Cuba mantuvo aspectos importantes de su autonomía y creatividad. La «herejía cubana» de la búsqueda del «Nuevo Hombre» y el énfasis puesto en incentivas morales fue un ejemplo de esto, así como el apoyo cubano continuado a la revolución armada en América Latina y África (en contradicción con el objetivo soviético de «coexistencia pacífica»).
Después de 1970, el aparente fracaso de la estrategia idealista de desarrollo asociada a las «incentivas morales» y la derrota de movimientos insurgentes en muchos países obligaron a Cuba a adoptar políticas al estilo soviético más ortodoxas. Durante unos quince años, esto pareció dar fruto, con altas tasas de crecimiento del Producto Interior Bruto y estabilidad económica. Pero a mediados de los años ochenta, fue evidente que el endeudamiento de Cuba tanto con la Unión Soviética como con los países capitalistas llegaba a ser un problema, así como la combinación del centralismo burocrático rígido y las incentivas materiales del Sistema de Dirección y Planificación de la Economía, SDPE10.
Esto llevó al lanzamiento de la «Campaña de Rectificación» en 1986 y al rechazo de Fidel de las políticas soviéticas de glasnost y perestroika. Visto por muchos como «estalinista» o «conservador», el rechazo de las políticas de Gorbachev fue todo menos eso: reflejó la comprensión profética del dirigente cubano que este tipo de liberalización desde arriba hacia abajo conduciría necesariamente al capitalismo. También reflejó la creencia que en Cuba, donde – al contrario que en la Unión Soviética – la participación de base y el idealismo revolucionario no habían sido totalmente aplastados por décadas de autoritarismo y algunas veces represión brutal, el socialismo podría revitalizarse con una combinación de liderazgo visionario y movilización popular.
El éxito de Cuba al superar los rigores extraordinarios de los peores años del «Período Especial» de mediados de los 90 no puede explicarse de cualquier otro modo que no sea la vitalidad continuada de la revolución. La escasez y las penalidades fueron tales que cualquier otro gobierno se habría venido abajo en meses. Todo aquél que visitara Cuba en esos años quedó impresionado por el estoicismo y compromiso del pueblo cubano cuando la electricidad sólo funcionaba unas pocas horas al día, los cultivos se pudrían en los campos por no poder llevarlos al mercado, los trabajadores tardaban seis horas al día en ir y volver a pie al trabajo para luego encontrar que no podían hacer nada por falta de combustible, y las estanterías de los comercios se encontraban literalmente vacías. Todo esto en un país inundado por imágenes de la sociedad estadounidense de consumo y propaganda contrarrevolucionaria, y donde todo el mundo sabía que el Muro de Berlín había caído y que los países socialistas de Europa del Este se habían derrumbado como unos bolos. Pero en Cuba, sólo hubo una protesta importante, en agosto de 1994, cuando algunos cruzaron el Estrecho de Florida en balsas por desesperación; sin embargo, la mayoría del pueblo permaneció leal a la revolución.
Un factor crucial en la supervivencia de Cuba fue el compromiso y ejemplo de los dirigentes, especialmente Fidel. Y otro el que la orientación socialista de la política nunca fue abandonada: a diferencia de la Nicaragua sandinista, que bajo inmensa presión a finales de los ochenta adoptó las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional, liberando los precios de los artículos de primera necesidad y privatizando los servicios sociales, Cuba mantuvo la sanidad y educación universales gratuitas y subvencionó la vivienda y los servicios públicos. También intensificó – en vez de abandonar – la consulta democrática con el pueblo sobre las medidas que iban a tomarse. Justo cuando los antiguos dirigentes comunistas se pisaban para abrazar el capitalismo y los gobiernos occidentales decían a sus pueblos que no había alternativa al neoliberalismo, los dirigentes cubanos se embarcaron en un amplio proceso de consultas que involucraba a unos 80.000 «parlamentos de los trabajadores» por todo el país para discutir las medidas necesarias para resolver la crisis económica.
A pesar de la noción convencional de Cuba como una dictadura (aunque sea, para la Izquierda, una dictadura benévola), los cubanos siempre han mantenido que tienen su propia forma de democracia socialista. Después de lo que pasó en la Unión Soviética y Europa del Este, es comprensible el escepticismo que existe sobre este tema. Pero uno de los grandes errores del pensamiento progresista de las últimas décadas ha sido la aceptación incondicional de la poliarquía liberal como la única forma válida de democracia; el rechazo del autoritarismo estalinista no debería abandonar la crítica marxista del liberalismo burgués.
La democracia en sentido verdadero – el gobierno por el pueblo – empieza necesariamente en las comunidades locales, donde la gente en las vecindades y los lugares de trabajo gestiona sus propios asuntos. En este sentido, Cuba tiene un poderoso sistema de democracia local. El nombramiento directo de candidatos en las reuniones comunitarias y su elección como delegados municipales del poder popular en elecciones con voto secreto y varios candidatos, más la obligación de estos a rendir cuentas personalmente cada seis meses en varias reuniones locales (con la posibilidad real de revocación), garantiza un grado de participación y control local que compara favorablemente con muchos países que tienen credenciales democráticas impecables11.
Es verdad que a un nivel más alto, hay limitaciones, donde los delegados nacionales y provinciales son presentados en listas con un solo candidato por cargo, de forma que la única opción del electorado es aceptar o rechazar a cada candidato. Los debates sobre los planes de acción incluyen una extensa participación popular mediante los «parlamentos de los trabajadores» y consultas por parte de comisiones de la Asamblea Nacional, pero dichos debates operan claramente dentro de parámetros «centralizados». Últimamente, es innegable que mientras Estados Unidos esté comprometido activamente con el derrocamiento de la revolución, la expresión libre y completa de la democracia socialista será imposible en Cuba; pero dado el modo en que las élites burguesas manipulan la poliarquía liberal para impedir cualquier desafío serio del sistema capitalista, se puede argumentar que los electorados de países occidentales tienen menos influencia que los cubanos en las decisiones sobre políticas en áreas cruciales como las finanzas, la defensa y la política exterior.
Pero para debatir la relevancia de Cuba en el mundo de hoy, no es suficiente defender sólo el sistema socialista del país ante sus críticos. En el Siglo Veintiuno, ¿tiene la isla algo que ofrecer que no sea sólo un vestigio del pasado?
La respuesta es que hay al menos dos áreas en las que Cuba ha hecho contribuciones vitales a la emergencia de una nueva alternativa anticapitalista o socialista. Una es en temas medioambientales: inicialmente por necesidad, ahora como modo de obrar, ha adoptado la agricultura orgánica y prácticas ecológicamente sostenibles en toda la economía. Desde hace años ha fomentado el desarrollo de la agricultura urbana, donde pequeños solares se han convertido en proyectos organopónicos, destinados al cultivo intensivo de una gran variedad de fruta y verdura, mayormente con métodos orgánicos. El resultado es que la ciudad de La Habana ahora produce el 60% de la fruta y verdura que consume dentro de los límites de la ciudad12, y el proyecto se está llevando a cabo en Venezuela y otros países. La «Revolución Energética» ha descentralizado la generación de energía de forma que la electricidad dependa menos de las grandes plantas y más de pequeños generadores locales que son más eficaces y menos vulnerables durante las emergencias. Las bombillas incandescentes han sido sustituidas en todo el país y hay inversiones a gran escala en la energía eólica y solar13. Ahora en Cuba se constata categóricamente que tanto el modelo de desarrollo socialista tradicional como el capitalista, los dos basados en la utilización intensiva de energía, son insostenibles.
La segunda contribución vital hacia la emergencia de una nueva alternativa reside en el apoyo de Cuba a Venezuela, Bolivia y otros países de América Latina ocupados en estos momentos en la lucha por crear un nuevo modelo económico y social. Los comentaristas fijan su atención frecuentemente en la ayuda de Venezuela a Cuba en forma de petróleo barato, pero la importancia de la ayuda cubana a la revolución bolivariana no debe infravalorarse. Sin la ayuda de miles de cubanos, Chávez seguramente no habría podido poner en marcha la notable misión de salud Barrio Adentro o la misión de alfabetización Robinson. Así mismo, Evo Morales tampoco habría podido poner en práctica programas parecidos en Bolivia, por lo menos a corto plazo – y en vista de la situación política crítica de los dos países, el corto plazo era y es crucial.
Pero también en términos políticos más amplios, sin Cuba, Chávez (y Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Fernando Lugo en Paraguay) habría tenido mucha más dificultad en ganar credibilidad para proyectos de dar el poder político al pueblo implementados mediante la apropiación y transformación del estado. La desorientación política de la Izquierda mundial fue tal que sólo un movimiento totalmente inesperado como el de Chávez podría ofrecer un camino hacia delante; y sin la inspiración de Cuba y su apoyo en momentos cruciales, quizá Chávez habría fracasado. Entonces, sin Cuba, no avanza Venezuela; y sin Venezuela, no avanza Bolivia, ni Ecuador, ni Paraguay, y tampoco vuelve la Nicaragua sandinista (por muy imperfecta que sea).
Por supuesto, no es que nada habría ocurrido en estos países; pero seguramente sin el ejemplo de Venezuela y la inspiración y apoyo práctico de Cuba, los movimientos populares poderosos que existieron no habrían podido diseñar una estrategia adecuada para alcanzar el poder y utilizarlo eficazmente para invertir las políticas neoliberales. Esto no significa que Venezuela u los otros países simplemente copian a Cuba. Son muy claros en aclarar que están siguiendo su propio camino, pidiendo prestado y apoyándose entre si y a Cuba, pero sin cometer el antiguo error de intentar imponer un patrón «ortodoxo» uniforme.
Además, los cubanos han sido explícitos al manifestar que no consideran su socialismo como modelo a copiar. Lo que Cuba proporcionó fue un ejemplo vivo, una demostración que en contra de la sabiduría convencional del «Nuevo Orden Mundial», el estado no carece de poder para construir y mantener una alternativa no capitalista. Lo que no fue posible fue reproducir la estrategia cubana de revolución armada, y esto fue la gran contribución de Chávez y los venezolanos: diseñar una nueva estrategia que ni fue puramente militar ni puramente electoral, sino una combinación de movilización popular, elecciones y apoyo militar.
A medida que se desarrolla el nuevo proyecto del «Socialismo del Siglo XXI» y la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), Cuba también se une a la inspiración ideológica y cultural de la tradición antiimperialista popular de América Latina. Como hemos visto, la ideología cubana original recibió tanto de Martí y los mambises como de la teoría socialista internacional, y en este sentido se funde perfectamente con el «Bolivarianismo» de Chávez. Se puede argumentar que, mientras la relación con la Unión Soviética fue necesaria dentro del contexto de la Guerra Fría, sí dio pie a distorsiones indeseables dentro del socialismo cubano, y que hoy, Cuba, liberada de la camisa de fuerza soviética y apoyada por sus vecinos latinos, está redescubriendo su originalidad.
En este contexto, las actuales reformas cubanas no deben verse como encaminándose hacia el capitalismo (o por lo menos no necesariamente), sino adaptándose al proyecto más dinámico y flexible del «Socialismo del Siglo XXI», que con el tiempo encontrará su expresión similar (pero no idéntica) en Venezuela, Bolivia y otros países. Se basará en el reconocimiento que el socialismo nunca puede ser perfecto, ni completamente estable o seguro en un mundo imperialista, y que su supervivencia y renovación dependerán siempre del apoyo y participación populares14. El papel del estado todavía será importante pero permitirá más campo de acción para la iniciativa popular y local, y hasta lo que previamente se condenaba como incentivas materiales capitalistas. Pero esto se basa en el reconocimiento que el igualitarismo no se puede imponer por decreto, y que la mejor garantía contra una vuelta al capitalismo se halla en una cultura enérgica de participación colectiva más que en controles burocráticos. Donde el estado central es y seguirá siendo crucial es en proporcionar una dirección general coherente, reduciendo al máximo la intrusión del capital mundial y asegurando la defensa militar, política y diplomática contra el imperialismo.
Por supuesto en el transcurso de los años, Cuba ha cometido errores, no todos atribuibles a la influencia soviética. La inicial estrategia económica de industrialización de emergencia fue poco práctica y se sustituyó por las exportaciones azucareras a gran escala como fuente de acumulación para una diversificación más gradual. Luego en 1970, el voluntarismo prácticamente llevó a Cuba al desastre al fallar el objetivo de 10 millones de toneladas en la cosecha de caña. La «Gran Ofensiva Revolucionaria» de 1968 condujo a la nacionalización precipitada de los pequeños negocios, con graves consecuencias para la disponibilidad de bienes de consumo y servicios. También hubo graves errores en la política cultural, extensamente criticada. Pero lo que salvó al socialismo de Cuba fue una participación popular difícil de encontrar en cualquier otra parte, y la sensibilidad de los dirigentes hacia las inquietudes y necesidades populares. A pesar de agravios importantes y frecuentemente justificados, la mayoría del pueblo cubano ha continuado sintiendo que es su revolución y no sólo un proyecto paternalista de un aparato distante partidista/estatal, y el resultado es que hoy el país continúa exhibiendo aspectos tanto objetivos como subjetivos de una alternativa anticapitalista.
Los medios de comunicación occidentales se han prestado a interpretar que las recientes reformas en agricultura, en las escalas de incentivos y salarios, y la disponibilidad de bienes de consumo como la prueba de que Cuba se encamina hacia una transición capitalista15. Pero no hay ninguna indicación que se esté contemplando la creación del empleo privado a gran escala de mano de obra, ni un mercado de capitales que incluya una bolsa, ni instituciones capitalistas similares. El gobierno ha reiterado su compromiso con la educación y la salud universales y gratuitas y otros servicios sociales. Cuba ha firmado recientemente nuevos acuerdos importantes con varios países, a destacar Brasil y la Unión Europea, que mejoran su capacidad de resistir el bloqueo estadounidense sin abandonar sus prioridades socialistas.
Finalmente, la generosidad y compromiso extraordinarios de miles de internacionalistas cubanos, proporcionando servicios médicos y de otro tipo en condiciones que pocos aceptarían, constituye el testimonio vivo de la realidad del proyecto socialista del país. El veterano periodista británico Hugh O’Shaughnessy ofreció recientemente un relato emotivo sobre las misiones cubanas en Bolivia. Citó a María de los Ángeles, doctora cubana que trabaja como Directora de un hospital oftalmológico en El Alto, a cerca de 4.000 metros de altitud y en condiciones duras: «Yo creo que siempre hay algo de amor detrás de todo», dijo: «Antes de irme de Cuba para Guatemala o Bolivia, no sabía lo que era ser realmente pobre»16. Mientras Cuba continúa practicando la solidaridad de esta manera, su relevancia para el movimiento anticapitalista mundial prácticamente no puede cuestionarse. Pero también, esta presencia en los países ALBA es otra prueba de que Cuba no puede separarse de los nuevos acontecimientos edificantes que están teniendo lugar en Venezuela, Bolivia y otros lugares: América Latina es la demostración hoy de que otro mundo es posible, y Cuba es esencial en la creación de ese mundo.
1 Revolución (La Habana), 28 de febrero de 1959. [Citas originales en lengua española facilitadas por la autora. NdeT].
2 Revolución, 24 de abril de 1959.
3 José Martí, Inside the Monster, Philip S. Foner, ed. (Nueva York: Monthly Review, 1975), 3.
4 Revolución, 4 de enero de 1959.
5 Revolución, 25 de febrero de 1959.
6 Revolución, 14 de marzo de 1959.
7 Revolución, 8 de junio de 1959.
8 La Calle (La Habana), 1 de agosto de 1959.
9 Ithaca: Cornell University Press, 1970.
10 Uno de los mejores debates sobre este tema se encuentra en Cuba de Ken Cole (Londres: Pinter, 1998), capítulo 3.
11 Sobre este tema, Arnold August, Democracy in Cuba and the 1997-98 Elections (La Habana: Editorial José Martí, 1999), y Peter Roman, People’s Power (Lanham, MD: Roman & Littlefield, 2003).
12 Simon Butler, «Cuba carries out new land reform», Green Left Online, 16 de agosto de 2008, www.greenleft.org.au/2008/763/39410
13 «Cuban agriculture» (entrevista con Roberto Pérez), Fight Racism! Fight Imperialism! (UK), nº 205 (Octubre/Noviembre 2008): 10
14 Michael A. Lebowitz, Build It Now (Nueva York: Monthly Review Press, 2006), y D.L. Raby, Democracy and Revolution (Londres: Pluto Press, 2006), especialmente capítulo 3.
15 «Cuban workers to get bonuses for extra effort», The Guardian (UK), 13 de junio de 2008, y «Cuba’s wage changes have nothing to do with a return to capitalism», Helen Yaffe, The Guardian , 20 de junio de 2008.
16 Hugh O’Shaughnessy, Misiones cubanas en Bolivia, 4 de abril de 2008.