Intervención en la mesa redonda «La salud y la industria» en BCNegra el 3 de febrero de 2015
Vengo a hablar de los límites y las contradicciones de la salud en la industria farmacéutica, pero quiero empezar contando que crecí, como quizá otras personas aquí presentes, leyendo las biografías de Pasteur o de Flemming, muchas de ustedes lo recordarán, el emocionante descubrimiento de la vacuna contra la rabia y el de la penicilina. Personas que se dejaban la piel investigando, que tenían en contra a buena parte de la sociedad, que estaban dispuestos a experimentar incluso con ellos mismas. ¿Dónde han quedado esos mitos? Todavía hay investigadores e investigadoras movidos por el mismo espíritu, pero no les conocemos, porque el proceso hacia donde conduce el capitalismo es la continua apropiación individual, vale decir corporativa, del trabajo social. Son las empresas las que hoy investigan y rentabilizan lo investigado en un mundo en el cual ambas palabras, investigar y rentabilizar, terminan por ser una sola.
«El Sr. Eric Favre supo, al poco de empezar su carrera como ingeniero, de la importancia de inventar algo que se pudiera vender» puede leerse en un artículo de la revista de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual dedicado a las cápsulas de café. La inversión del pensamiento en el capitalismo comienza cuando quienes inventan no destinan su inteligencia a algo que pueda, en primer término, mejorar nuestra vida sino a algo conveniente para que quienes han acumulado recursos impongan la oferta que haga nacer la demanda. Cuando se trata de cápsulas de café, puede resultarnos incómodo, incluso provocarnos cierta melancolía que habiendo tantos problemas sin resolver, la inteligencia humana se destine a ellas. Pero cuando se trata de medicinas, de la salud, de evitar el sufrimiento evitable y, aún más, de convertir en evitable el sufrimiento inevitable, la contradicción es sangrante.
Ante la pregunta de por qué había escogido la industria farmacéutica, Big Pharma, para su novela El jardinero fiel , John Le Carré respondía. «Big Pharma lo tenía todo: las esperanzas y los sueños que ponemos en ella, su inmenso, y en parte realizado, potencial para el bien; y la total oscuridad de su otra cara, en donde conviven una enorme riqueza, un secretismo patológico, la corrupción y la codicia».
A otra escala y en mi caso, acudí a las empresas que proponen instaurar la compraventa de plasma sanguíneo como un recurso para desmetaforizar a quienes a menudo operan con términos abstractos, para hacer que tomen cuerpo, y duelan, expresiones como «fuerza de trabajo» o «vender tu tiempo». La sangre tiene un componente simbólico inevitable, es el centro de la vida, es la tinta con que nos escribimos, y cuando la vendemos, vendemos nuestra historia.
Estoy, pese a todo, de acuerdo con las palabras de la investigadora Sonia Shah, autora del excelente libro Cazadores de cuerpos, con respecto al dilema de la experimentación con cuerpos humanos: «La experimentación nos despersonaliza, a los sujetos experimentales deja de atribuírseles sentido del humor, estilo, costumbres o ideas. Y nos gusta pensar que nosotros mismos somos algo más que máquinas imprecisas. Pero las medicinas no son sólo mercancías, son artículos de utilidad social, y su desarrollo requiere experimentar con seres humanos. Mientras esto siga siendo así, tenemos que encontrar el modo de hacerlo bien… y de hacerlo con justicia». El dilema no es entonces, no sólo, vender o no vender sangre, sino qué clase de sociedad queremos.
Voy a tratar ahora de otro dilema, en este caso literario, pues estoy aquí como novelista. En un comentario de Shah a la novela de John Le Carré, señalaba que mientras todo lo relacionado con los desmanes de la industria farmacéutica era terriblemente cierto y, como él mismo había escrito, comparado con la realidad «tan inocuo como una postal de vacaciones», en cambio, lo menos verosímil de su historia era pensar que la industria pudiera sentirse lo bastante amenazada por las revelaciones de sus actividades para llegar a asesinar a alguien. De hecho, decía, muchas de las prácticas que horrorizaron a la heroína de Le Carre están generalizadas, son bien conocidas y se aceptan. Pocas veces provocan rabia; menos aún, asesinato: «Una compañía como KDH no mataría a alguien como Tesa, su protagonista, incluso si quisiera hacerlo. No lo necesitaría. Sus preocupaciones les parecerían aisladas e inútiles, y las compañías difícilmente se interesarían por ellas».
Le Carré, en una respuesta indirecta a esta crítica, contaba que las revelaciones de un activista portugués habían provocado que fuese apuñalado en dos ocasiones. Creo que ambos, la crítica y el autor tienen razón. La muerte no es un límite, y las empresas a veces matan a quienes las investigan. Al mismo tiempo, considero que hay una inflación de muertes de investigadores en los relatos y en las películas. Porque, en efecto, la mayor parte de lo que las empresas hacen, se sabe. Porque, al fin y al cabo, se trata de una lógica invertida donde rentable nunca quiere decir útil ni necesario para el bien común y, por tanto, puede perfectamente, en ocasiones, querer decir inútil, perjudicial, contrario al bien de las personas y de la comunidad. Y pese a todo, la sociedad acepta que la rentabilidad así entendida sea el motor principal de las empresas, al fin y al cabo el motor de nuestras vidas, pues una empresa no es más, o quizá no debería ser más, que un conjunto de personas que se organiza para hacer algo.
Siendo esto así, ¿por qué matamos tanto los novelistas, las novelistas? Quizá porque necesitamos justicia. No me refiero a la justicia idealizada, edulcorada, la que consistiría simplemente en hacer que todas las empresas que cometen irregularidades fueran en efecto juzgadas y condenadas en un mundo que aún no tenemos. Lo que necesitamos, me parece, es que la narración imaginaria consiga eso que casi nunca logra la narración real. ¿Qué importa si mueren mexicanos pobres debilitados por un exceso de venta de plasma? ¿Qué significa mexicanos pobres o mexicanas sin recursos o keniatas con quienes se experimenta sin atenerse a los estándares o qué significan las millones de vidas de personas de países pobres cuyas enfermedades no se investigan mientras se invierte en investigar cien mil clases de cremas maquilladoras? No significan, no existen. Incluso cuando uno de estos personajes es narrado suele aplicarse la ley de D’Hondt de la desproporcionalidad narrativa según la cual las vidas que no son de clase media o alta narran menos, cuentan menos, se imaginan peor en las novelas y terminan arrumbadas en un contenedor de historias marginales, salva sea la circunstancia de que en esas vidas haya un componente sexual o patológico bestial.
De manera que los novelistas y las novelistas a veces matamos a investigadores de clase media a quienes además, la lectora o el lector de la novela han tenido la oportunidad de conocer con detalle y con quienes, así, han tenido oportunidad de empatizar. Matamos un personaje, o dos, para que alguien recuerde que la industria, por acción y omisión, mata cifras, y piense, e imagine, que las cifras son personajes que no ha narrado nadie.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.