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Análisis de situación y perspectivas del movimiento republicano tras la manifestación del 6 de diciembre de 2006

Por qué reinará Felipe VI

Fuentes: Rebelión

Aunque solo sea por unos minutos, dejemos de repetir la letanía que se nos impone desde cada parroquia, y recapacitemos con sosiego e independencia. Partiendo únicamente los hechos, tras la manifestación del 6 de diciembre de 2006, cabe concluir que tanto por la caída en el número de asistentes, como por las circunstancias que rodearon […]

Aunque solo sea por unos minutos, dejemos de repetir la letanía que se nos impone desde cada parroquia, y recapacitemos con sosiego e independencia. Partiendo únicamente los hechos, tras la manifestación del 6 de diciembre de 2006, cabe concluir que tanto por la caída en el número de asistentes, como por las circunstancias que rodearon su organización y desenlace, se impone la necesidad de llevar a cabo una profunda reflexión acerca de dónde nos encontramos y qué pretendemos.

Recuerdo que el padre Matías solía repetir una y otra vez eso de «tener temor de Dios, presencia del Señor»… mas hete aquí que contrariamente a lo que el pobre podía esperar, sus palabras me llevaron a desarrollar una curiosa forma de empatía: la manía de cavilar qué es lo que pensará aquel que se propone controlarnos. Todo eso viene a cuento por que, en política, con demasiada frecuencia se nos olvida pensar en cómo se ven nuestras acciones desde la perspectiva de los oligarcas de la partitocracia, los «señores de la guerra» y en resumen, desde esa minoría de favorecidos por eso que llamamos el sistema capitalista.

¿Qué pensará Juan Carlos -el sucesor de Franco-, de que a una manifestación en defensa de la democracia asista menos del uno por mil de la vecindad madrileña? ¿Qué pensará el líder de la patronal al saber que las grandes centrales sindicales no convocan a la clase obrera para protestar contra la neodictadura? ¿Qué debe sentir el genocida que nos metió en Irak, cuando le dicen que quienes trabajamos por la consecución de un Estado de derecho invertimos el tiempo en tirarnos los trastos a la cabeza? ¿Qué pensará el lector-tipo de La Razón o El Mundo, el oyente de la COPE u Onda Cero, o el internauta de Libertad Digital o Hazte Oir, cuando recibe la noticia de que «unos centenares de radicales bramaron ayer por las calles de Madrid, contra la estabilidad constitucional de que disfrutamos»?

Pero esto no es lo peor, lo peor es imaginar lo que pensarán las personas a quienes pretendemos representar: ¿Qué imagen le damos a un obrero precarizado? ¿Qué puede pensar una joven inmigrante al ver a lo que nos dedicamos quienes se supone que deberíamos velar por sus derechos? ¿Qué sentimientos despertamos entre los estudiantes adolescentes que empiezan a formarse una idea de la política? ¿Qué sentirá al vernos discutir, una viuda exiliada que regrese a nuestras tierras?

¿Por qué le interesa un Felipe VI a la derecha?

Para la derecha, el principal riesgo de abrir un proceso que conduzca a un cambio en la forma de gobierno -que afecte al menos, a la jefatura del Estado-, está en la posibilidad de que un sector más o menos amplio de la ciudadanía intente aprovechar la ocasión para introducir cambios más profundos en la estructura y organización del Estado, cambios que supongan una reducción del déficit democrático y que -por tanto-, hagan peligrar la pervivencia del actual sistema de privilegios que tanto beneficia al capital. Adoran las tradiciones, porque creen que así nada cambiará.

La derecha -integrada por los defensores de lo arbitrario, para entendernos-, se siente fuerte en su cómoda posición actual: controla la economía, dispone del monopolio del terror armado, maneja el poder judicial a su antojo, determina qué debemos saber y que no conviene que veamos, utiliza sin rubor la carta del miedo, intenta reescribir los hechos históricos, ignora deliberadamente el sufrimiento de las víctimas que le son ajenas, y juega a capricho con las ambiciones particulares, con tal de no ceder en las aspiraciones colectivas.

El procedimiento es laborioso y exige medios, o mejor dicho: dinero, pero eso nunca ha representado una dificultad insalvable para el capital. Constantemente y de forma estudiada, los medios de comunicación de masas se dedican a jugar una partida que se basa en dos ideas muy simples: desprestigiar al movimiento republicano y presentar como bueno al sistema actual. Para ello no dudan en destapar la amenaza de una nueva Guerra Civil, con el fin de generalizar la idea del «Virgencita, virgencita, que me queda como estoy». Guerra Civil, que, recordémoslo, no fue una auténtica guerra sino un atentado terrorista masivo, cometido precisamente por la jerarquía de quienes juraron defender al Pueblo, su Constitución e instituciones democráticas. Atentado en masa, que habría de convertir España en un pobre corral de muertos (1).

Desde la infancia se nos dice que la realeza es bonita. Todo eso de los cuentos de princesas encantadas, y príncipes apuestos, que cabalgan a lomos de blancos corceles mientras los labriegos trabajan en el campo, bajo la permanente visión de las murallas de castillo real y una iglesia gótica. Es un argumento literario maravilloso, pero lamentablemente no guarda ningún punto de conexión con la realidad presente. Toda esa mierda de los Caballeros de la Mesa Redonda no tiene nada que ver con las preocupaciones actuales de la clase trabajadora: la necesidad de un empleo estable, higiénico, seguro y con un sueldo digno; la exigencia del mejor sistema sanitario posible; la necesidad de dejar de atormentar a otros pueblos con nuestras armas, mentiras y barreras; lo imprescindible de garantizar el acceso a una educación pública, gratuita, laica y universal… todo eso no tiene nada que ver con los extemporáneos cuentos de hadas cuya culminación máxima se representa por un estúpido sombrero metálico llamado corona.

A diario nos arrojan su compuesto informativo, formado por una mezcla de prensa rosa y política: «mira qué bonita es la niña», «qué inteligente parece ella», «qué galán y que alto es él», «qué campechano resulta el viejo»… todo eso, unido al estrepitoso silencio que impide que el pueblo llano sepa de cualquier información que pudiera resultar incómoda para la Casa Real, un silencio que va más allá de los medios de comunicación y tradicionalmente se ha extendido a campos tan sensibles como la redacción de los libros de texto o la definición de los contenidos pedagógicos en la enseñanza primaria. Sin duda, es la reedición de la vieja sentencia que reza que no se puede desear lo que no se conoce (2). Todo ello dibuja un panorama desinformativo que nos permite afirmar con rotundidad que hoy por hoy, en España, la realeza es irreal.

Como ya se ha dicho alguna vez: lo del rey es lo de menos, lo peor del régimen no es el detalle de que por encima de los políticos electos permanezca un militar designado a dedo por un genocida… lo peor de todo son las estructuras de poder que subyacen en la actual Constitución: una confusa mezcla de amenaza militar, falsedad en el procedimiento de elección, fusión de poderes legislativo, ejecutivo y judicial, perversión de lo que deberían ser las figuras-clave en verdadera democracia: como la designación «controlada» de la fiscalía general del Estado, del defensor del Pueblo, de los miembros del Tribunal Constitucional, de los del Supremo, el mantenimiento de tribunales de excepción como la Audiencia Nacional, el nulo control efectivo del servicio secreto, la existencia de un legislativo unicameral -nos digan lo que nos digan-, la perpetuación de la corrupción, la ignominia de la financiación de los partidos políticos, la persistencia en el uso de torturas, el sometimiento y la instrumentalización de la judicatura bajo los designios del capital, a través de los partidos mayoritarios, y un largo etc.

Ese es el verdadero régimen neofranquista que bajo el disfraz de monarquía, se nos pretende vender como democracia coronada, o monarquía republicana. Hablar de República no significa solo destronar a un señor feudal que se lo ha montado muy bien para llegar hasta nuestros días. No. Lo que está en juego es la desaparición de un sistema injusto, que hace posible que el Estado sea un títere en manos de doce psicópatas y unos diez mil ambiciosillos.

Todo, con un fin: conservar es bueno. Que nada, ni nadie alteren este sistema de privilegios que justa o injustamente tanta comodidad proporciona a unos pocos (a los que por algo se les llama conservadores). La razón no importa, pues como algunos han llegado a reconocer: «para eso ganamos una guerra».

¿Cómo ayuda la izquierda a la coronación de Felipe VI?

A pesar de la tendencia a matar al mensajero, un poco de autocrítica no nos vendría mal: hay muchas cosas que no hacemos bien, y si no estamos dispuestos a reconocerlo, mal podremos enmendar nuestros errores. Como en las matemáticas, analizar un problema puntúa al menos como la mitad de su solución, es más, supone un paso previo ineludible y en nuestro caso, es además un ejercicio de honestidad política: si estamos dispuestos a realizar un análisis, debemos afrontar la posibilidad de que alguna de las conclusiones del mismo resulte crítica o desfavorable respecto de cómo tratamos de lograr nuestros objetivos.

Lo primero: hacemos mal en ir por separado. Por muchas razones, pero fundamentalmente porque con el sistema electoral vigente, cuando se divide una fuerza política, la suma de cada una de las dos partes resultantes es inferior al conjunto original ¿Por qué? Habría que haberle preguntado a Victor d’Hondt, cuyo desproporcionado método de reparto de escaños inspiró a nuestros audaces legisladores.

Huelga añadir que toda escisión política implica dedicar esfuerzos a improductivas luchas intestinas, cuando en lugar de ello, se supone que se deberían utilizar todas las fuerzas para la defensa más eficaz posible de aquello que un día llevó a unos y otros a intervenir en política: la búsqueda de un mundo mejor, más justo, libre, igualitario, fraterno, democrático, pacífico, autodeterminado, austero y laico.

Nos equivocamos también al creer que la República es solo de izquierdas. Una República en la que existan condiciones sistémicas que imposibiliten el que la derecha pueda acceder al gobierno, no sería una auténtica democracia. Se puede concebir una República Socialista, sí… pero solo por cuatro años (renovables). Deberíamos tener muy claro que un régimen que impida que una determinada opción ideológica acceda pacífica y limpiamente al poder no puede ser llamado democracia. Naturalmente, deben existir mecanismos como la limitación en la capacidad de gasto electoral, que contribuyan a reducir la diferencia de potencial mediático existente entre las diferentes opciones políticas y los grupos de interés que las apoyan, pero el Estado no puede tener un apellido ideológico permanente. Yo no quisiera ser ciudadano de una República Neoliberal, pero tampoco de una República Comunista. Las instituciones del Estado deben ser neutras, y estar sometidas en cada momento al dictamen de la fuerza más votada, sea la que sea. Esto no solo es importante para garantizar la estabilidad del sistema una vez constituido, sino que afirmarlo, supone un ejercicio de honestidad democrática que contribuye a deshacer muchos de los argumentos falaces con los que los sectores más ultra-conservadores intentan atemorizar a la población.

Otro gran error de la izquierda, es que hacemos mal en plantear como irrenunciables posiciones claramente inalcanzables: hay que desearlo todo, sí, pero no se puede alcanzar un décimo piso sin pasar antes por el quinto, a menos que pretendamos volar o volarlo, y lo cierto es que no necesitamos ni más trepas, ni más voladuras. Debemos tener los pies en el suelo, e ir a por el todo, pero paso a paso. Esto no significa abogar por un falso reformismo, solo una completa ruptura democrática puede acabar con la estructura de un sistema dictatorial disfrazado, como el que predomina en buena parte de Occidente, y en particular aquí, en esta parte de la península que no es Portugal. Debemos ser capaces de hacer concesiones tácticas, de renunciar por el momento a lo no esencial… estar dispuestos a ceder un poco, para alcanzar unos acuerdos mínimos, que nos permitan avanzar hacia escenarios mejores para el conjunto de la ciudadanía. Y desde allí, ir siempre a por más, sin violencia, pero sin límite.

Hacemos mal en no disponer de referentes identificables, y permitir que los que tenemos sufran más y más erosión de los medios. Nos unen la defensa de los Derechos Humanos y la tricolor, sí, pero ésta se ve una y otra vez vejada y manipulada sin el menor conocimiento ni respeto hacia los valores cívicos que representa, ni al elevado número de vidas humanas sacrificadas por su defensa. Deberíamos unirnos, y elegir periódica y democráticamente a personas honestas y respetables que nos permitieran disponer de caras públicas, con nombres y apellidos, quizá la idea de la representación cause rubor a más de uno, pero el juego político funciona así: el pueblo debe reconocer ideas vinculadas a nombres, imágenes, eslóganes y fuerzas políticas concretas, de lo contrario, todo se disuelve en una amalgama difusa y amorga, como la presente. Y no es seguidismo sino simple organización democrática, pues cien necios puestos en montón no hacen una persona de talento (3).

Además, hacemos mal en no predicar con el ejemplo. ¿Cuántos de quienes conocen bien el funcionamiento interno de las diferentes organizaciones que componen la izquierda se atreverían a pasar la prueba del polígrafo al afirmar que sus partidos son ciega, total y absolutamente democráticos? ¿Qué porcentaje de profesionales de la política de izquierdas pueden permanecer 24 horas sin mentir en ningún momento? ¿Y una semana? ¿Quién está dispuesto a sacrificar su carrera política a favor del Bien Común? ¿Cuántos seguirían «en esto», aún a riesgo de correr la misma suerte que nuestros padres y abuelos?

Nos equivocamos al no atraer a sectores sociales más amplios. No podemos prescindir del mundo de la cultura, no ya para utilizarles a modo de señuelo o reclamo con el que atraer a la concurrencia a un acto público. Me refiero a una cosa bien distinta: necesitamos tender puentes entre la clase política, la sociedad civil y la intelectualidad. Buscar pensadoras comprometidas, actores verdaderamente demócratas, escritoras sin complejos, pintores locos de bondad, escultoras que den forma al pensamiento, músicos de alegría consciente… sin falsos elitismos, sin idolatría ni vacío afán de protagonismo.

Debemos también recuperar la ilusión militante de aquellos a quienes llevamos años desmovilizando con nuestra estúpida ambición. ¿Cuántos obreros comprometidos cayeron víctima de algún necio que temía perder su plaza de liberado, su bastón de regidor o su acta de diputado? Debemos recuperar la honestidad como valor, a nivel de íntima convicción, porque sin duda eso tendrá alcance en nuestra esfera pública. Debemos comportarnos como verdaderos demócratas, porque es inútil defender algo mediante procedimientos contrarios a lo que tratamos de conseguir. La verdadera honestidad muchas veces genera indefensión… uno queda expuesto a la ambición de los demás… la tentación está ahí… a veces parece que siendo un cabrón se pueda conseguir más, antes… pero es una ilusión. Sin coherencia, solo nos quedará un manto de hipocresía que a duras penas servirá para ocultar la peor forma del fascismo: aquella que dice ser justo lo contrario de lo que realmente piensa y hace.

Erramos al caer en el sectarismo, para empezar, utilizándolo como arma arrojadiza, tachando a los demás de sectarios con el fin de favorecer a nuestro propio sectarismo. Tampoco se debe confundir el apego con la idolatría, ni debemos permitir que la lealtad por otra persona o hacia unas siglas, permanezca por encima de nuestra capacidad de discernimiento. No importa el pasado, cuando los hechos cambian (u ofrecen visiones que hasta ahora desconocíamos), debe también cambiar nuestra percepción sobre los mismos. No hay que establecer vínculos entre discrepancia y odio irracional. No debemos aplaudir a nuestro equipo haga lo que haga, porque esto no es el fútbol, sino la política. Aquí no estamos para dar espectáculo, ni para crear afición. Estamos para combatir la injusticia, tenga la forma que tenga, y eso requiere tolerancia. Superada la forma más elemental de tolerancia -que es la que nos lleva a aborrecer de la violencia-, debemos además ser capaces de ir más lejos, y tratar de convivir y llegar a acuerdos con grupos e individuos cuyas ideas no coincidan plenamente con las nuestras, porque solo así conseguiremos cumplir con nuestro cometido en pro de una sociedad más justa.

¿Hay algo que la izquierda haga bien?

Bueno, al menos estamos debatiendo, existimos porque razonamos. Nos adaptamos a escenarios cambiantes. Mantenemos cierta capacidad de movilización. Seguimos siendo más los oprimidos que los opresores -pese al tremendo síndrome de Estocolmo que acusa una parte de nosotros-. No disponemos de excesivos medios, pero contamos con la razón de nuestro lado: en su esencia más básica, defender la capacidad del Pueblo para decidir sobre los asuntos que le afectan, tiene que ser necesariamente justo. Abogar por los derechos de las clases más necesitadas no puede ser ni erróneo, ni malo. Pretender el cumplimiento efectivo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos supone estar en el lado opuesto al de los fascistas, y eso, ya lo tenemos ganado.

Hay más cosas que la izquierda hace bien. Precisamente, nuestra principal debilidad es también nuestra mejor ventaja: somos diversos, plurales, de izquierda es cualquier pensamiento que favorezca el interés de los más humildes, y eso implica una riqueza ideológica que engloba la mayor parte de sensibilidades políticas existentes. Ahora, solo debemos ser capaces de dar cauce a esta variedad ideológica, para encontrar un nivel común mínimo, que haga posible la Unidad Anticapitalista.

Y más aún: con el paso de los años la izquierda ha sabido extirpar de su seno los vestigios más oscuros de etapas pasadas de la civilización, como la negación de la mujer, la exclusión social de los afectados por determinadas dolencias, el odio étnico, cultural y religioso, la discriminación de las minorías por orientación sexual o identidad de género… aspectos todos ellos en los que la derecha todavía tiene mucho que avanzar.

La izquierda -concretamente, la socialdemocracia más aburguesada-, ha conseguido hacerse con el control del sistema institucional, aunque sea con el concurso de opciones nacionalistas y sin rebasar la barrera psicológica de las tres quintas partes del legislativo, que otorgan la llave de la reforma constitucional (reforma que debería empezar por la completa derogación de la Carta Magna y conducir a la inmediata apertura de un auténtico proceso constituyente, sin límites ni exclusiones). Porque se quiera o no, el PSOE también es izquierda, quizá una izquierda relativa, desnaturalizada respecto a su fundación como partido, con su cuota de estómagos agradecidos, su connivencia con el capital, y maniatado por un incomprensible miedo a pedir lo necesario… pero a fin de cuentas, el PSOE forma parte de la izquierda.

¿Cómo evitar convertirnos en súbditos de Felipe VI?

Aquí es donde cada persona debemos agudizar el ingenio y volver sobre nuestras raíces ideológicas para atrevernos a decir lo que pensamos, y a hacer lo que decimos. Y por si alguien lo ha pensado: no, pedir la nacionalidad en otro país no vale. Nuestra República requiere de personas serenas y alegres, valientes y osadas, que actúen con independencia, honestidad y altura política.

Deberíamos recuperar el espíritu del Frente Popular -de igual a igual, con sincera voluntad de vencer a los partidarios de lo injusto-; deberíamos atraer al mundo de la cultura -darnos cuenta de lo que representan personas como Carlos Taibo, James Petras, Rosa Regás, Ignacio Ramonet o Juan José Millás-; deberíamos consensuar una declaración de mínimos democráticos que pudiera ser aceptada por fuerzas como el PSUCviu, el PCPE, el PSOE, Batasuna, ERC, CR, CHA, el PCE, IzCa, IU, Yesca, IR, EV, CC, IC, NB o incluso CiU, EJA y el BNG; una Declaración de Mínimos Democráticos, que debería incluir entre otros aspectos la defensa de la clase obrera, el respeto al dictado de las urnas, la renuncia a la violencia como instrumento de política nacional, la unidad de acción, el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, el deseo de un marco que garantice la separación, transparencia y autocontrol entre los diferentes poderes públicos, el laicismo y la austeridad como norma de gestión; deberíamos plantear un gran acuerdo programático cuyo eje central fuera la persona trabajadora, sus derechos y su dignidad; deberíamos ser capaces de recuperar la ilusión de la mayoría, trabajar para conseguir el pleno empleo, y que las condiciones de vida de la persona que ocupara la presidencia de la República fueran idénticas a las del más humilde de los miembros de la clase obrera.

Es imprescindible recuperar la ilusión, olvidar el odio y rehabilitar la memoria de quienes lo dieron todo por la defensa de la democracia y un orden auténticamente constitucional.

¿Qué hacer? Leer, ver, oír y reflexionar con independencia. Dudar y cuestionar todo. Cultivar la diversidad sin caer en la diferencia. Apostar por una unión sin fusión. Superar la cultura del pin en la solapa y la declaración bonita, para atrevernos a llegar más lejos y reclamar auténtica democracia aquí y ahora, no para gobernar por el fin mismo del ejercicio del gobierno, sino con verdadera voluntad de hacer posible lo que además de necesario es cada vez más urgente. Para ello hace falta votar a personas honradas, cuyos pasos estén guiados por una genuina vocación de servicio a los demás.

Conclusiones

Felipe VI reinará -o al menos iniciará su reinado-, para satisfacer al interés del capital, para garantizar que nada ponga en riesgo la continuidad de un sistema basado en lo arbitrario, en una injusticia generalizada que se vale de los medios de comunicación para extender la ilusión de que la monarquía es buena, y si me apuran, bella.

Habrá un Felipe VI porque de momento somos incapaces de unir nuestros esfuerzos para avanzar en beneficio de las clases más desfavorecidas. Nos alarma saber que en la India todavía existe un sistema de clases, y parecemos ignorar que desde hace setenta años, permanecemos bajo el mando de un militar, no-electo, vitalicio y hereditario. Nuestras leyes siguen amparando la existencia de un registro civil especial para los títulos de la nobleza y lo que se ha dado en llamar «grandes de España». La constitución vigente contiene frases que suponen una amenaza para la sociedad civil, lo que es lo mismo que afirmar que en España vivimos bajo un permanente golpe de Estado.

Tenemos rey para rato, porque somos incapaces de unirnos siquiera durante un par de meses, para restablecer un Estado democrático de derecho. Se puede aceptar la inacción por miedo, pero no por negligencia organizadora ni por falta de capacidad para el diálogo.

Tranquilo Felipe, o tus vecinos y amigos de la carretera de la Coruña hacen muy bien su trabajo, o es que somos medio tontos, e incapaces de juntarnos incluso para protestar por algo que a todos nos oprime por igual, como la injusta existencia de tu puesto de empleo (y todo lo que ello supone).

¡Salud y República!

Notas:

(1) Miguel de Unamuno, «En un cementerio de lugar castellano».
(2) François Marie Arouet, (Voltaire).
(3) Arthur Schopenhauer. «Sobre la sociedad y el estado».