El pasado mes de enero se hizo público un comunicado titulado ‘Por un nuevo camino sin retorno’ en el que se pedía el fin de la excepcionalidad en materia penitenciaria para las personas presas vascas condenadas por delitos de terrorismo. Esta iniciativa fue respaldada no solo por personas que hemos nacido o vivido en el País Vasco, como quienes firmamos este artículo, sino también por representantes de la cultura, la política y la comunicación de diversos lugares del Estado. También es destacable que, después de hacerse pública, se sumaran personalidades de gran relevancia pública, incluidas algunas víctimas o familiares de víctimas de ETA.
El aspecto más conocido de la excepcionalidad penitenciaria que denuncia este comunicado es el alejamiento, llamado comúnmente dispersión. Esta estrategia se diseñó a finales de los años 80 del pasado siglo con el propósito de romper la cohesión de los miembros de ETA encarcelados y alentarles a abandonar el colectivo de presos vinculado a la organización. No entraremos a valorar si dicha política estaba justificada o si fue eficaz. En cualquier caso, el alejamiento se convirtió a partir de entonces en una medida aplicada por sistema.
En febrero de 2021, había 223 personas presas. De ellas, 28 se encuentran en cárceles francesas, pero la mayoría han sido trasladadas a las situadas más cerca del País Vasco, excepto las mujeres. Al no haber cárceles para ellas a distancias más cortas, las mujeres presas en Francia se encuentran diseminadas a distancias no inferiores a 700 kilómetros. Del resto de las 195 personas reclusas, solo 22 están en prisiones del País Vasco. Varias han sido trasladadas a cárceles relativamente cercanas, pero por el momento son una minoría. Este alejamiento supone que las familias de las personas presas tengan que organizar su vida privada y laboral para viajar cada fin de semana desde, pongamos por caso, Donostia, hasta, por ejemplo, Cádiz o Alicante, para una visita de 40 minutos, teniendo que hacer noche en el lugar hasta emprender el camino de vuelta.
Para facilitar esos traslados, hace años que se organizan furgonetas y diferentes medios de transporte por parte de personas voluntarias. Se conocen como Mirentxin Gidariak (Conductores de Mirentxin, que es como se denomina popularmente a las furgonetas), y según ha denunciado la red ciudadana SARE en numerosas ocasiones, no es raro que durante el traslado se produzcan controles de la Guardia Civil en los que los familiares son sometidos a rigurosos cacheos, o que, al llegar al destino tras el largo viaje, los funcionarios los traten de forma humillante o aleguen problemas burocráticos para impedirles la visita. A todo esto hay que añadir el peligro propio de la carretera: 16 personas han perdido la vida en estos años, y decenas más han sufrido accidentes de distinta consideración. Las dificultades logísticas añadidas en tiempos de pandemia merecerían un capítulo aparte.
El gasto económico que supone el alejamiento para las familias es
fácil de calcular. Tal vez sea más difícil de imaginar el
desgaste emocional y físico que conlleva el alejamiento, sobre todo
cuando hay largas condenas. A quienes más afecta es a los
hijos pequeños –conocidos como “niños de la mochila”–,
cuyas vidas giran en torno a estos viajes de fin de semana. A los
daños psicológicos de crecer con un padre, una madre o ambos en
prisión, se le añade que el tiempo de ocio y socialización con
otros menores, propios del fin de semana, desaparece para ser
suplantado por el viaje a la cárcel.
El alejamiento también
afecta particularmente a las personas ancianas que o bien sacrifican
su salud en estos desplazamientos o bien tienen que renunciar a las
visitas. A veces, esa renuncia significa no volver a ver a la persona
presa, ni siquiera a través de un cristal. O que, cuando fallece un
familiar de la persona presa, esta no sea trasladada para despedir al
ser querido.
Apelar a la empatía hacia las familias es fácil. Siempre podemos decir que ellos no son responsables, que incluso muchas veces los padres de la persona presa están totalmente en contra de las acciones de sus hijos, podemos apelar a la inocencia de los niños, que cargan con las acciones de los padres. Más difícil es considerar cómo afecta psicológicamente a las personas presas las medidas de excepción. Podríamos pensar que no hay mucha diferencia entre contemplar, desde un patio de prisión, el cielo de Nanclares que el de Cádiz, pero el alejamiento también supone una carga psicológica grave en la persona presa: la preocupación de que sus familias hagan estos recorridos para verlos, con la dificultad, el riesgo y el gasto que suponen; la culpabilidad de saber que los están castigando por sus acciones, no solo con el viaje, también con el mal trato frecuente durante las visitas; la doble sensación de aislamiento que provoca saberse tan lejos de sus seres queridos.
Al castigo psicológico del alejamiento se le suma un uso irregular del sistema de grados. Gran parte de las personas presas se ve obligada a cumplir su pena en 1º grado, en un régimen casi de aislamiento. Las interacciones humanas tanto hacia el exterior como al interior de la prisión se ven notablemente reducidas, sufriendo privación sensorial, monotonía estimular y pérdida de contraste con la realidad, lo que causa un enorme daño emocional y el deterioro de la persona. Es como cumplir condena en otra cárcel dentro de la cárcel. La inmensa mayoría de las veces se aplica por defecto, sin ninguna razón que lo justifique. Tampoco se aplica con normalidad la progresión de grado como al resto de personas presas, es decir, que para pasar del 1º al 2º grado, o de este al 3º, las trabas son innumerables, hasta el punto de que hay presos que han cumplido las penas íntegras de 20, 25 o hasta 30 años en 1º grado, en una clara vulneración de derechos.
Además, la excepcionalidad también afecta negativamente a la hora de poner en libertad a las personas con enfermedades graves e incurables.
Viviendo en Madrid es fácil comprobar que incluso entre personas que se informan regularmente sobre los temas de actualidad, y hasta entre los propios periodistas, hay bastante confusión, si no ignorancia, sobre estas cuestiones que hemos abordado de manera esquemática. El silencio, los vacíos informativos, el relato maniqueo conformado en torno al imaginario de la monstruosidad de los condenados por terrorismo, impide una mirada limpia de prejuicios.
La respuesta a estos argumentos en contra de las medidas excepcionales vigentes (alejamiento, uso irregular del sistema de grados, no excarcelación por enfermedad grave e incurable) es, muchas veces, visceral, y participa de lo que podríamos denominar la ‘política del reproche’. Cuando decimos que las familias son castigadas, la respuesta es “ellos pueden visitar a sus seres queridos a la cárcel, las víctimas de ETA solo tienen el cementerio”; cuando decimos que mantener a una persona presa en aislamiento durante toda su condena o no excarcelarla en caso de enfermedad grave es inhumano, la respuesta es alguna variante de «son asesinos, monstruos, que se jodan, no merecen compasión». Ante este tipo de respuesta hay poco que argumentar porque se basa en afectos negativos y cerrados en los que la empatía es muy difícil, por no decir imposible. Solo cabe el argumento legal: estas políticas van en contra de la Constitución española (artículo 25.2) y contra la propia ley penitenciaria, teóricamente encaminada a la reinserción de la persona presa, quien debe cumplir condena en el centro más cercano a su lugar de origen.
También se alega, en no pocas ocasiones y desde sectores más cercanos a la realidad vasca, que hay una parte importante de estos presos que no ha deslegitimado la violencia, que no ha pedido perdón ni se ha arrepentido, que cuando salen de la cárcel les hacen los famosos ongi etorri como si fueran héroes, que en sus pueblos les dedican murales conmemorativos. Por todo ello, alegan, el fin de la excepcionalidad debe acompañarse de medidas deslegitimadoras de la violencia.
Es cierto que para sanar las heridas todavía abiertas causadas por la violencia es necesario que se den esas medidas y esos pasos, pero no deberían blandirse como condición para acabar con la excepcionalidad. Se puede pedir el fin de las medidas de excepción y sentir, al mismo tiempo, un profundo rechazo a la retórica heroica con la que algunos envuelven la violencia de ETA.
A veces, la respuesta ante estos argumentos no es visceral, sino de absoluta indiferencia. Lo que pase a «esa gente» y su «entorno» no importa. Ni en los medios de comunicación ni en el debate público se habla de las personas presas. ETA ya no es materia informativa y solo aparece cuando la derecha y la ultraderecha utilizan a las víctimas como armas arrojadizas. Pero tampoco en el pasado, cuando ETA llenaba páginas de periódicos, minutos de radio y casi todos los telediarios, había información sobre la política penitenciaria y sus consecuencias. A lo largo de todas estas décadas no ha habido ni una sola entrevista en ninguna televisión generalista a nivel estatal, a por ejemplo, los padres, o los abuelos, o los hijos de las personas encarceladas en régimen de alejamiento. Es imposible esperar algún tipo de empatía o incluso interés de la ciudadanía más alejada de la realidad vasca si esta carece de los elementos con los que poder establecer una ligazón afectiva hacia un sufrimiento que desconoce por completo.
La actividad violenta de ETA dejó daños irreparables y resulta casi imposible desligar ese daño de cualquier respuesta a la petición del fin de las medidas penitenciarias excepcionales. Sin embargo, pocas veces se tiene en consideración que para un sector importante de la sociedad vasca –y un sector mínimo de la española– hay la percepción de que existen dos tipos de justicia: la que se aplica contra quienes han ejercido la violencia de ETA o son sospechosos de haberla ejercido, por un lado, y por otro, la del propio Estado. No estamos equiparando ambas; al Estado debe exigírsele el cumplimiento riguroso de la ley, pues es garante de los derechos de todos los ciudadanos, incluidos aquellos que la infringen. El terrorismo de Estado y las torturas también han formado parte de nuestra historia y ambas actividades criminales han sido llevadas ante la justicia española y en su mayoría han quedado impunes.
Por un lado, los presos de ETA cumplen y han cumplido las más altas condenas en las condiciones más duras; por otro, quienes crearon y financiaron con fondos públicos el terrorismo de Estado durante la democracia cumplieron las mínimas condenas o salieron impunes. Las miles de personas torturadas durante décadas –también en el periodo democrático– han comprobado cómo la inmensa mayoría de los miembros de los distintos cuerpos de seguridad del Estado que los torturaron no solo no cumplieron ningún castigo sino que fueron, en muchos casos, condecorados o ascendidos.
El TEDH ha sentenciado que en numerosos casos instruidos por un mismo juez, este no había investigado posibles casos de tortura. Ese juez es ahora ministro de Interior. La política penitenciaria de excepcionalidad se muestra, en este contexto, como síntoma de un sistema penal y judicial que ha tensado y sigue tensando el estado de derecho con la excusa de la lucha antiterrorista.
Aunque se han dado pasos significativos en los últimos tiempos, es incomprensible que tras una década del cese de la actividad armada de ETA y casi tres años desde su disolución, dicha política siga vigente. El Gobierno de coalición ha hecho avances importantes en los últimos meses, y es de suponer que en los próximos lo seguirá haciendo. El trasvase de las competencias penitenciarias al Gobierno vasco también cambiará el escenario de forma fundamental.
En el camino hacia la normalización en el País Vasco quedan aún muchos flecos sueltos: el reconocimiento, por parte de algunos sectores de la izquierda independentista, no solo del daño causado, sino de su carácter injusto, es uno de ellos. La deslegitimación de todas las violencias, también lo es. Quedan por esclarecer multitud de crímenes, tanto de ETA como del Estado. Con una puntualización: en los de ETA, el Estado ha puesto todos sus medios al servicio de la justicia; en los del Estado, la maquinaria política, policial y judicial ha puesto, en la inmensa mayoría de los casos, un velo que ha impedido no solo conocer la verdad sino establecer algún tipo de justicia.
El reconocimiento oficial de las víctimas mortales del GAL, el BVE y otros grupos parapoliciales es otro de los capítulos pendientes. Es nuestra labor exigir que se cumplan todas las medidas –políticas e institucionales– que permitan crear las condiciones de posibilidad para una convivencia que se base en los principios de no violencia, justicia y reparación. Es nuestra labor, también, potenciar los debates que ayuden a acabar con la política del reproche y del rencor, con la indiferencia inducida por miedos y prejuicios del pasado. Os invitamos a comenzar un nuevo camino sin retorno.
Fuente: https://www.lamarea.com/2021/04/01/presos-de-eta-la-excepcionalidad-como-norma/