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Nuevo libro de Higinio Polo

Prólogo de La ventana de Matisse

Fuentes: Rebelión

La tempestad , del Giorgione, nos atrapa, nos envuelve, nos alumbra. Es un pequeño cuadro, que crea una atmósfera ansiosa e inquietante, fría, irreal y misteriosa, con esa sugestiva ciudad que se ve al fondo de la escena (tal vez, el paraíso de los cristinos; con más probabilidad, un simple motivo ornamental), y una mujer […]

La tempestad , del Giorgione, nos atrapa, nos envuelve, nos alumbra. Es un pequeño cuadro, que crea una atmósfera ansiosa e inquietante, fría, irreal y misteriosa, con esa sugestiva ciudad que se ve al fondo de la escena (tal vez, el paraíso de los cristinos; con más probabilidad, un simple motivo ornamental), y una mujer enigmática y desnuda que da su pecho a un niño. Para algunos, esa joven es María alimentando a su hijo el nazareno, y, para otros, es Eva, con Caín en sus brazos, y Adán observando la escena. No importa mucho, aunque sabemos, por las radiografías practicadas al lienzo, que el hombre (José o Adán, tanto da) era en realidad una mujer desnuda que refrescaba sus pies en un río, y que, después, fue sustituida por el soldado. Giorgione, además, eliminó las personas que había pintado en el puente, ignoramos por qué razón.

En ese lienzo, vemos el relámpago del veneciano que anuncia la tempestad que arrastra a la humanidad desde hace siglos, que ilumina el descenso a los infiernos del arte o que proclama la llegada de la belleza exquisita, de lo inútil, que acompaña a un mensajero del cielo e incita la mirada hacia el pasado turbio; ese relámpago es la larga marcha hacia la destrucción o la nada, la alegría del tiempo interminable de verano, la risa fugaz de atardeceres marinos y la persistente tentación de la melancolía, que deja en el camino (como una cicatriz, o una arruga, en la ensimismada geografía de lo que fuimos) una figura torturada de Bacon, unas delicadas hierbas de Durero, las pupilas ciegas de la reina Tiyi, una sumisa Anunciación de Fra Angelico, un cuadro dentro de otro cuadro de Zurbarán, las manos inmóviles de Van Gogh, la sonrisa escondida de Giovanna Tornabuoni y el autorretrato de Böcklin con la muerte tocando el violín; el relincho de terror del caballo del Guernica , y el recogimiento de la muchacha que lee una carta con Vermeer, al lado del fanatismo y el éxtasis de un mármol de Canova; que llena de claridad el rostro sorprendido de una romana de El Fayum, y los ojos enajenados del arcángel Miguel en el esmalte bizantino; que abandona a un campesino laborioso ante el Fujiyama de Hokusai, y refleja las tempestades del reiterado Constable y la concisión soviética de El Lissitzki y de Tatlin, y que, en fin, nos pone ante el portulano de Pigafetta y el naufragio de Géricault.

Con todo eso, con otros autores y otras obras, avanzan estas páginas. Reparando los inevitables errores, he vuelto a detenerme en algunas imágenes que siempre me han conmovido: el viejo Matisse durante la Segunda Guerra Mundial, la inquietud de Malévich en tiempos duros, las desoladas tardes de domingo que destilaba Hopper para nosotros, la convicción militante de Renau y el rictus derrotado de Lempicka. De manera que en los capítulos siguientes están presentes el metrónomo de Leningrado durante los años de la guerra de Hitler, y el reloj que mide el compás de una composición silenciosa, de Man Ray ( Indestructible object , lo tituló; así son las cosas) que tiene la imagen de un ojo, así como las fotografías de Lee Miller, que fue amante de Ray, sobre la guerra; la mirada de un ciudadano de Bagdad, ante el museo destruido, en el Iraq aplastado por la ferocidad norteamericana, cuando ese hombre aún no sabía que los días por venir iban a ser más terribles; y los milicianos comunistas de Josep Renau, y, quién sabe, el limonero de Machado y el ciruelo de Brecht, entre otras muchas cosas, aunque no todas se citen, como es de rigor. Así que no les extrañará a ustedes si les digo que las ventanas que tanto atrajeron a Matisse («pasajes entre el interior y el exterior»), nos enseñan el mundo, y que la tempestad nos ilumina. Por eso, La ventana de Matisse es un pequeño mirador.

En 1940, cuando las divisiones nazis ya habían ocupado París, Picasso (a quien podemos imaginar pocos años antes en jornadas enfebrecidas pintando el horror de Guernica, o en jornadas tranquilas, como si estuviera pensando en la manipulación del arte, en la gran mentira del artista convertido en ornato del poder) se vio obligado a conversar con un militar de la Wehrmacht , quien, observando una fotografía del Guernica , le preguntó al pintor español si era él quién había hecho aquello. Picasso contestó: «No, han sido ustedes». (Ya saben, se non è vero, è ben trovato ). Aquella indefensa soledad de los parisinos, contemplada por Picasso, cuando la muerte parecía triunfar en el mundo, está presente en todas las épocas y es iluminada también por la tempestad del Giorgione. Como están iluminadas por ella las obras que aquí se citan: los cuadros no pintados de Nolde, por ejemplo, del viejo entusiasta del nazismo que había caído en desgracia y a quien los hitlerianos no dejaban pintar durante los años de guerra, aunque lo hiciese, a escondidas; o los «cuadros inexistentes» de Baldessari, donde apenas vemos la línea que enmarca el vacío, aunque se nos cuelen el Parmigianino o Brueghel, y tantas otras que el lector admirará, aunque no las vea, como hacían (ya se disculpará la licencia) los heroicos ciudadanos asediados de Leningrado durante los años siniestros de la guerra de Hitler, cuando resistían al fascismo, observando las paredes desnudas del museo del Hermitage, donde muchos de aquellos soviéticos de acero iban a mirar las pinturas que habían trasladado muy lejos, para salvarlas.

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