Traducido para Rebelión por LB
Hace unos años dije que solo hay dos milagros en Israel: la lengua hebrea y la democracia.
El hebreo había sido una lengua muerta durante muchas generaciones, más o menos como el latín cuando todavía era usado por la Iglesia Católica. Entonces, de repente, coincidiendo con la aparición del sionismo (pero de manera independiente) volvió a cobrar vida. Esto nunca había sucedido con ningún otro idioma.
Theodor Herzl se reía de la idea de que los judíos en Palestina hablaran hebreo. Él quería que habláramos en alemán. «¿Van a pedir un billete de tren en hebreo?», se mofaba.
Bueno, ahora compramos billetes de avión en hebreo. Leemos la Biblia en su original hebreo y disfrutamos enormemente con ello. Como Abba Eban dijo una vez, si el rey David resucitara hoy en Jerusalén podría entender el lenguaje hablado en la calle. Pero lo haría con alguna dificultad, porque nuestro idioma se corrompe, como le pasa a la mayoría de las lenguas.
En cualquier caso, la situación del hebreo es segura. Lo hablan por igual bebés y ganadores del Premio Nobel.
Mucho más incierto es el futuro del otro milagro.
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El futuro -de hecho, el presente- de la democracia israelí está cuajado de incertidumbres.
La democracia israelí es un milagro porque no creció lentamente durante generaciones, como la democracia anglosajona. No había democracia en el shtetl judío. Y tampoco hay nada semejante en la tradición religiosa judía. Sin embargo, los Padres Fundadores del sionismo, la mayoría de los cuales eran judíos de Europa Central y Occidental, perseguían los más altos ideales sociales de su tiempo.
Siempre he advertido que nuestra democracia tiene raíces débiles y poco profundas y que necesita que la cuidemos constantemente. ¿Dónde crecieron los judíos que fundaron Israel y los que vinieron aquí después? Bajo la dictadura del Alto Comisionado Británico, del zar de Rusia, bajo la dictadura del proletariado, bajo el rey de Marruecos, en la Polonia de Pilsudsky y en regímenes similares. Los que vinimos de países democráticos como la Alemania de Weimar o EEUU éramos una pequeña minoría.
A pesar de ello, los fundadores de Israel consiguieron establecer una vigorosa democracia que -al menos hasta 1967- no era en absoluto inferior, y en algunos aspectos era incluso superior a los modelos británico o estadounidense. Estábamos orgullosos de ella y el mundo la admiraba. La frase «la única democracia de Oriente Medio» no era un slogan propagandístico hueco.
Algunos sostienen que la ocupación de los territorios palestinos -que viven desde 1967 bajo un despiadado régimen militar sin el menor rastro de democracia y de derechos humanos- supuso el fin de aquella situación. Con independencia de lo que cada cual piense al respecto, lo cierto es que en sus fronteras anteriores a 1967 Israel ha mantenido hasta hace poco tiempo una ejecutoria razonable. Para el ciudadano común la democracia era todavía una realidad constatable en su vida cotidiana. Incluso los ciudadanos árabes disfrutaban de derechos democráticos muy superiores a lo que existían en cualquier otro lugar del mundo árabe.
Esta semana todo esto ha sido puesto en cuestión. Algunos dicen que la incertidumbre se ha despejado y que se ha impuesto una cruda realidad.
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CHARLES BOYCOTT, aquel administrador de un terrateniente británico en Irlanda, nunca se imaginó que fuera a jugar un papel en un país llamado Israel 130 años después de que su nombre se hubiera convertido en un símbolo mundial.
El capitán Boycott expulsaba a los inquilinos irlandeses cuya penuria económica les impedía pagar puntualmente el alquiler. Los irlandeses respondieron con una nueva arma: nadie le hablaba, ni trabajaba para él, ni le compraba sus productos. Su nombre se convirtió en sinónimo de ese particular tipo de acción no-violenta.
El método en sí nació incluso antes. La lista es larga. Recordemos algunos casos: en 1830 los «negros» de EEUU proclamaron un «boicot» contra las mercancías producidas por mano de obra esclava. Más tarde, el movimiento de derechos civiles inició un boicot contra la compañía de autobuses de Montgomery que obligaba a negros y blancos a sentarse en espacios separados. Durante la Revolución Estadounidense los insurgentes declararon un boicot contra los productos británicos. Lo mismo hizo Mahatma Gandhi en la India.
Los judíos estadounidenses boicotearon los coches del infame antisemita Henry Ford. Judíos de muchos países participaron en un boicot a los productos alemanes tras la subida de los nazis al poder en 1933.
Los chinos boicotearon a Japón cuando este país los invadió. Los EEUU boicotearon los Juegos Olímpicos de Moscú. Personas de conciencia de todo el mundo boicotearon a los atletas y productos de la Sudáfrica del Apartheid y contribuyeron a su colapso.
Todas estas campañas aplicaron un derecho democrático básico, a saber: toda persona tiene derecho a negarse a comprar nada a la gente que detesta. Todo el mundo puede negarse a apoyar con su dinero causas que contradicen sus convicciones morales más íntimas.
Este es el derecho que ha sido puesto a prueba en Israel esta semana.
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EN 1997 Gush Shalom inició un boicot contra los productos de los asentamientos de los territorios palestinos ocupados. Creemos que esos asentamientos -que se están construyendo expresamente para impedir el establecimiento de un Estado palestino- están poniendo en peligro el futuro de Israel.
A la conferencia de prensa en la que anunciamos nuestra iniciativa no asistió ni un solo periodista israelí. Pero el boicot cobró fuerza. Cientos de miles de israelíes no compran productos procedentes de los asentamientos. La Unión Europea, que mantiene con Israel un acuerdo de comercio preferencial en virtud del cual trata a este país prácticamente como un miembro más de la Unión, se vio obligada a hacer cumplir la cláusula que excluye de este estatuto de relaciones comerciales privilegiadas a los productos procedentes de los asentamientos.
Actualmente existen cientos de fábricas en los asentamientos. Se vieron literalmente obligadas, o inducidas, a instalarse en ellos porque la tierra (robada) es mucho más barata que la tierra en Israel. Reciben generosos subsidios y exenciones fiscales del gobierno y pueden explotar a los trabajadores palestinos por salarios ridículos. Los palestinos no tienen otra forma de mantener a sus familias que trabajar para sus opresores.
Nuestro boicot tenía como objetivo, entre otros, contrarrestar esas ventajas. Y, de hecho, varias grandes empresas ya han reculado y se han ido [de los territorios palestinos ocupados] por la presión de inversores y compradores extranjeros. Alarmados, los colonos dieron instrucciones a sus lacayos en la Knesset para que redactaran una ley que neutralizara ese boicot.
El lunes pasado fue promulgada la «Ley anti-boicot», lo que desató en el país una tormenta sin precedentes. La misma mañana del martes Gush Shalom presentó ante la Corte Suprema de Justicia una demanda de 22 páginas para anular la ley.
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La «Ley anti-boicot» es un texto legal redactado con mucha astucia. Obviamente, no fue redactada por los diputados simplones que la presentaron, sino por algunas mentes legales muy sofisticadas, financiadas probablemente por los barones de casino y locos evangélicos que apoyan a la extrema derecha israelí.
En primer lugar, la ley se disfraza como un instrumento para luchar contra la deslegitimación del Estado de Israel en todo el mundo. La ley prohíbe todo llamamiento al boicot contra el Estado de Israel, «incluidas las áreas bajo control israelí». Dado que los israelíes que abogan por el boicot contra el Estado de Israel no llegan a la docena, está claro que el único y verdadero propósito de la ley es prohibir el boicot contra los asentamientos.
En su borrador inicial la ley tipificaba todo llamamiento al boicot contra los asentamientos como delito criminal. Eso nos habría venido de perillas, pues estábamos realmente dispuestos a ir a prisión por esta causa. Pero en su redacción final la ley impone otro tipo de sanciones.
Según la ley, cualquier colono que se sienta perjudicado por un boicot puede exigir una indemnización ilimitada a cualquier persona u organización que lo haya convocado, sin obligación ninguna de demostrar la veracidad de los perjuicios que alega. Eso significa que cada uno de los 300.000 colonos puede reclamar millones a cada activista por la paz que esté vinculado a un llamamiento al boicot, lo que supone la destrucción completa del movimiento por la paz.
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Como señalamos en nuestra demanda ante la Corte Suprema, la ley es claramente inconstitucional. Es cierto que Israel carece de una Constitución formal, pero existen varias «leyes fundamentales» que son utilizadas a efectos prácticos por la Corte Suprema como un equivalente de la inexistente Constitución.
En primer lugar, la ley contraviene claramente el derecho fundamental a la libertad de expresión. Un llamamiento al boicot es una acción política legítima, igual que una manifestación callejera, un manifiesto o una petición colectiva.
En segundo lugar, la ley viola el principio de igualdad, pues no se aplica a ninguno de los otros boicots actualmente en marcha en Israel: el boicot de los religiosos contra las tiendas que venden carne no kosher (carteles incitando a este boicot tapizan las paredes de los barrios religiosos de Jerusalén y de otros lugares), o el reciente y exitoso llamamiento para boicotear a los productores de queso cottage, debido a su alto precio. [Con la nueva ley,] El llamamiento de grupos de derecha para boicotear a los artistas que no han servido en el ejército será legal, pero la renuncia pública de los artistas de izquierda a actuar en los asentamientos será ilegal.
Dado que estas y otras disposiciones de la ley anti-boicot violan claramente las leyes fundamentales del país, el Asesor Legal de la Knesset, en una iniciativa muy inusual, publicó su opinión de que la ley es inconstitucional y vulnera «el núcleo de la democracia». Incluso la suprema autoridad legal del gobierno, el «asesor legal del gobierno», ha publicado una declaración en la que afirma que la ley «linda con» la inconstitucionalidad. Ahora bien, el miedo mortal que le inspiran los colonos le indujo a añadir que defenderá la ley en los tribunales. No parece que tenga que esperar mucho para hacerlo, pues el Tribunal Supremo le ha dado un plazo de 60 días para responder a nuestra petición.
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Un pequeño grupo de parlamentarios de segunda está aterrorizando a la mayoría parlamentaria de la Knesset y puede hacer que se apruebe absolutamente cualquier ley. El poder de los colonos es inmenso y los diputados temen -con razón- que si no son lo suficientemente radicales no serán reelegidos por el Consejo Central del Likud, encargado de seleccionar a los candidatos que concurren en las listas por el partido. Eso origina una dinámica de competición que hace que todos rivalicen por aparecer más radicales que nadie.
No es de extrañar que a una ley antidemocrática le sigan otras del mismo jaez, tales como: una ley que prácticamente prohíbe a los ciudadanos árabes vivir en localidades de menos de 400 familias. Una ley que elimina los derechos de jubilación a los ex-miembros de la Knesset que no comparezcan ante las investigaciones policiales (como [el exdiputado árabe-israelí] Azmi Bishara). Una ley que suprime la ciudadanía de las personas declaradas culpables de «colaboración con el terrorismo». Una ley que obliga a las ONGs a revelar las donaciones hechas por instituciones gubernamentales extranjeras. Una ley que da preferencia a la hora de ocupar puestos de la administración pública a las personas que han servido en el ejército (lo cual excluye automáticamente a casi todos los ciudadanos árabes). Una ley que prohíbe cualquier conmemoración de la Nakba de 1948 (la expulsión de los habitantes árabes de las zonas conquistadas por Israel). Una extensión de la ley que prohíbe (casi exclusivamente) a los ciudadanos árabes que contraen matrimonio con mujeres de los territorios palestinos vivir con ellas en Israel.
Está previsto que en breve se apruebe un proyecto de ley que prohíbe a las ONG aceptar donaciones de más de 5.000 dólares procedentes del extranjero, un proyecto de ley que impondrá un impuesto sobre la renta del 45% a cualquier ONG que no esté específicamente exenta por el gobierno, un proyecto de ley para obligar a las universidades a cantar el himno nacional en todas las ocasiones posibles, el establecimiento de una comisión parlamentaria de investigación para inspeccionar los recursos financieros de las organizaciones izquierdistas [sic].
Y por encima de todo, se cierne la amenaza explícita por parte de facciones derechistas de atacar directamente a los odiados «liberales» de la Corte Suprema, cercenar su capacidad para anular leyes inconstitucionales y controlar la designación de los magistrados del Tribunal Supremo.
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Hace 51 años, en vísperas del juicio a Eichmann, escribí un libro sobre la Alemania nazi. En el último capítulo me preguntaba: «¿Puede pasar aquí?»
Mi respuesta sigue vigente: sí, puede.