Cuatro letras. Fáciles de escribir o pronunciar. Un vocablo simple, dulce, transformado para siempre, en el nombre del horror. Visité Qana en el año 2001. Es un poblado pequeño igual a otros que apenas se asoman a los valles y las colinas del Líbano meridional. Caminé hasta un edificio circundado por una muchedumbre silenciosa. Podía […]
Cuatro letras. Fáciles de escribir o pronunciar. Un vocablo simple, dulce, transformado para siempre, en el nombre del horror.
Visité Qana en el año 2001. Es un poblado pequeño igual a otros que apenas se asoman a los valles y las colinas del Líbano meridional.
Caminé hasta un edificio circundado por una muchedumbre silenciosa. Podía sentir, tocar casi sus miradas ansiosas.
Recorrí lo que había sido un refugio para niños. Lo era en 1996 cuando fue destruido completamente. Sobre él cayeron las bombas yankis que la aviación israelita, desde sus aviones yankis lanzó con absoluta precisión. Nada quedó en pie, ni un solo ladrillo, ni la bandera de las Naciones Unidas que se supone protegía a los infelices moradores.
Todos murieron. Los niños y sus madres y los ancianos. Despedazados. Rotos como sus ropitas, sus juguetes y sus modestos enseres de gente humilde.
También muertos los empleados y funcionarios de la ONU que no pudo condenar la barbarie porque lo impidió el veto yanki.
Habían pasado cinco años pero nadie quería olvidar. Podía palparlo en aquellos rostros que me seguían sin decir palabra, en esos ojos que parecían preguntar y en el silencio profundo, lacerante, de un pueblo que ya había sufrido demasiado. Nadie esperaba el regreso de los niños, ni las mujeres o los ancianos. Pero todos exigían justicia.
Lo que llegó a Qana no fue la justicia sino lo impensable.
El sábado 29 de julio de 2006, cuando habían pasado diez años del acto atroz, volvieron a caer sobre ella las bombas yankis lanzadas desde aviones yankis por pilotos israelitas que saben disparar con absoluta precisión. De su pericia en el manejo de esos instrumentos de muerte nadie albergue duda aluna. ¿No regresaron acaso, diez años después al mismo lugar, exactamente al mismo lugar, a repetir la matanza?
Otra vez la muerte para los niños, las mujeres y los ancianos de Qana. Nuevamente sepultados bajo los escombros de lo que había sido su refugio.
La CNN presentó el rostro desesperado de un hombre que buscaba entre esos escombros a un bebé de cuatro meses. Fue quizás lo más dramático que enseñaron. Las televisoras norteamericanas tienen ciertas reglas, entre ellas la de no mostrar imágenes que puedan lastimar la sensibilidad de cierto público.
Después de todo han acostumbrado a su audiencia a aceptar, como algo perfectamente natural, que sus bombas y sus aviones puedan aniquilar poblaciones enteras en países del Tercer Mundo. Es normal destrozar a decenas de niños de un solo golpe. Pero eso si, nada de sus cuerpecitos mutilados y calcinados. Nada, por favor, capaz de perturbar el sosiego del «weekend».
Lo que sí reportaron sin cesar esas televisoras fueron los intentos de excusar la monstruosidad. Ante sus cámaras desfilaron funcionarios y comentaristas, norteamericanos e israelitas, que repetían una y otra vez el mismo libreto: en resumen, la masacre de Qana era una acción defensiva de Israel. En el sur del Líbano, repitieron uno tras otro, hay combatientes libaneses que resisten la ocupación y agresión sionista, a quienes Washington y sus muy obedientes «medios» tratan de denigrar como «terroristas» y por tanto se puede bombardear sin mayores miramientos esas poblaciones.
Es curioso que ninguno de esos informadores haya pensado en las consecuencias que, en teoría, tendría esa deleznable «justificación» del infanticidio. Todo el mundo sabe dónde están los peores terroristas, los más conocidos se llaman George W. Bush, Richard Cheney y Ronald Rumsfeld, pero nada justificaría bombardear las escuelas y parques infantiles de Washington D.C. sólo porque tales asesinos merodean por allí.
Por su parte, el Consejo de Seguridad de la ONU, quedaba paralizado por la terca oposición de Washington a detener la matanza.
Pero la indignación en todo el mundo crece y no cesará hasta que se ponga fin al holocausto que sufre el pueblo libanés y el palestino. Para tratar de acallarla los genocidas anunciaron una decisión profundamente cínica: la aviación israelita -o sea los pilotos de Israel que vuelan aviones yankis y matan con armas y explosivos yankis- hará una pausa de 48 horas en sus ataques contra el sur del Líbano. Dos días sin bombardeos, dicen, para que puedan recoger a los muertos y darles sepultura. No un día, sino dos, porque son muchos los niños, las mujeres y los ancianos asesinados, y hay que recoger sus restos en el humeante amasijo de escombros y cenizas. Ni un día más. Al tercero continuará el genocidio.
Pero lo más revelador es que ese anuncio vino de Washington y no de Tel Aviv. La «pausa» en los bombardeos la dio a conocer el Departamento de Estado del gobierno de Estados Unidos. Es lógico, después de todo son suyos los aviones y las bombas.
Avanzaba la tarde del domingo y alguien interrumpió la siesta de George W. Bush. Lo esperaban. Salió de la Casa Blanca, balbuceó algunas tonterías y se apresuró. Debía tomar su avión y se fue. A Miami donde le aguardaban quienes ya se sabe.
Mientras en Qana lloraban a sus muertos, en Miami los terroristas celebraban.