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Qué bello es matar, qué justo es morir

Fuentes: Rebelión

«Entonces Yahvé hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego de parte de Yahvé. Y arrasó aquellas ciudades y toda la redonda con todos los habitantes de las ciudades y la vegetación del suelo. La mujer de Lot miró hacia atrás y se volvió poste de sal». Génesis 19, 23-26. La ira de Dios […]

«Entonces Yahvé hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego de parte de Yahvé. Y arrasó aquellas ciudades y toda la redonda con todos los habitantes de las ciudades y la vegetación del suelo. La mujer de Lot miró hacia atrás y se volvió poste de sal».

Génesis 19, 23-26.

La ira de Dios no es sólo justa sino bella, y su belleza misma revela y proclama su justicia superior. ¿Cómo no sucumbir ante este extraordinario cuadro de El Bosco pintado por la aviación israelí? Los cuerpos y las casas que hay debajo, ¿no son derribados precisamente por la hermosura de este fogonazo divino, de este deslumbrante surtidor de luz? Los que no mueren, los que resisten, los que maldicen entre las ruinas, ¿no son por eso mismo culpables y reclaman con su supervivencia misma una nueva eyaculación de azufre y fuego?

Los más viejos atavismos religiosos se apoyan en los más modernos medios de destrucción. Más allá o más acá de las manipulaciones y las mentiras, nos inclinamos fascinados ante la brutalidad israelí porque es brutal y procede del cielo; admiramos su fuerza y no su causa, y es precisamente la verticalidad incontestable de esta fuerza la que la inviste de una legitimidad inalcanzable para la razón: pues es al mismo tiempo, y en el mismo molde, estética y teológica. Antes sólo se podía destruir una ciudad si se era Dios; ahora lo pueden hacer también los israelíes. Del cielo caen únicamente bendiciones milagrosas y castigos merecidos. La superioridad tecnológica de los sionistas -su superior desprecio por la vida humana- activa esta legitimación teológica que sus gobernantes explotan conscientemente, hasta el punto de que es la propia tecnoteología bíblica de los ataques aéreos, como única fuente ya de legitimidad, la que les obliga a repetirlos a una escala siempre mayor. Es tan bonito, tan placentero, tan fácil, tan justiciero, reducir a escombros una ciudad y sería tan difícil, tan feo, tan moralmente degradante tratar de defender racionalmente el sionismo… El Dios de la Biblia que destruye desde el aire es tanto más justo y tanto más bello cuanto mayor es su poder de aniquilación. Sus víctimas embellecen Su potencia, justifican Su existencia, homenajean Su misericordia; cuanto más aumenta el número de muertos, más culpables son los cadáveres y más sublime el agresor; cuantos más niños y mujeres y ancianos sucumben a esta luz maravillosa más maravillosa es la luz y más merecido el castigo. «Desproporcionado» -fuera de toda proporción- sólo lo es Yahvé y esto es lo que quieren decir los medios de comunicación y los gobiernos cuando califican así -respetuosa y admirativamente- el uso de la fuerza por parte de Israel: quieren decir que es «divino», sobrenatural, sobrehumano, quieren decir que está justificado, que no podemos juzgarlo y mucho menos condenarlo sin cometer un sacrilegio. Los medios (de destrucción) justifican todos los fines. La «desproporción» tecnológica declara su derecho al margen de las leyes humanas y necesita muy poca propaganda para imponerse: basta con que sea capaz de imitar a Dios y «arrasar las ciudades con todos sus habitantes» en medio de un torrente de luz. Hasta los ateos más encallecidos pasaremos por alto los muertos a condición de que sean muchos y de que se usen para matarlos bombas de racimo y fósforo blanco; es decir, a condición de que el asesino sea omnipotente y su potencia de orden religioso y sobrenatural. Israel es un Estado teocrático por su forma de vivir y por su forma de matar. El resto del mundo le admira precisamente por eso. Y cuando volvemos la mirada hacia el espectáculo, como la mujer de Lot, nos convertimos en mudas columnas de sal.

El aire es puro; el cielo es inimputable. El piloto israelí del F-16 no llega a despeinarse; elegante, sofisticado, puntilloso en el cumplimiento de su misión, desinfectado de todos los bajos instintos que podrían empañar su mirada, brillante, irónico, serio, justo, imita a Dios y a El Bosco y vuelve luego a tiempo a Tel Aviv para probar la comida de un nuevo restaurante indonesio y discutir con su novia los detalles del nuevo mobiliario adquirido en Ikea.

¿Y abajo? ¿Qué ocurre entre tanto abajo? ¿Cómo es la gente de abajo?

 

Aquí los vemos. Son terrestres, primitivos, emocionales, gritones, amenazadores, oscuros, pastosos, supersticiosos, gregarios, andrajosos, feos, pedestres, horizontales, vulnerables, prescindibles: humanos. El artículo de El Mundo que ilustraba esta fotografía añadía que son también «exhibicionistas»: al contrario que los dueños del aire, que preferimos enterrar a nuestros muertos en la intimidad, a los palestinos de Gaza les divierte mostrar los cadáveres de sus niños y proclamar obscenamente su dolor. Al fino antropólogo del periódico español se le olvidaba citar otras diferencias igualmente definitivas: mientras que a los dueños del aire nos gusta morir de viejos en un hospital o en la intimidad de nuestras casas, a los palestinos de Gaza les encanta morir en la calle, en público, reventados sin ningún pudor por una bomba bíblica lanzada desde el cielo; y mientras que a los dueños del aire nos gusta matar sin despeinarnos ni alterarnos -para volver a tiempo de cenar en Tel-Aviv sin tener que pasar antes por la peluquería- a los palestinos de Gaza les gusta matar matándose -pues la rabia y el odio no les permitiría hacerlo de otra forma. Si la «desproporción» israelí se justifica a sí misma, las proporciones humanas de los palestinos se eliminan también a sí mismas. Basta la fotografía del bombardeo israelí para convencernos de la justicia sionista; y basta la fotografía del entierro palestino para convencernos de la culpabilidad palestina.

La diferencia entre israelíes y palestinos se resume en estas dos imágenes, en este contraste que los medios de comunicación, interesadamente o no, alimentan sin descanso: la superioridad estética y teológica de los unos, basada exclusivamente en su armamento, y la inferioridad «natural» de los otros, reducidos de antemano -desde siempre- a pura yesca del fuego de Yahvé, a mero combustible de la Luz Divina. Ningún razonamiento, ninguna súplica, podrán anular esta diferencia; tampoco ningún cohete Qassam. Sólo hay dos maneras de corregir este contraste asentado ya en nuestras retinas y sintetizado mansamente en nuestras miradas: o armamos a los palestinos con misiles, bombas de racimo y fósforo blanco o desarmamos a los israelíes y disolvemos el Estado de Israel. Mientras no ocurra una de estas cosas, de nada sirve que la justicia humana esté de parte de los palestinos en un mundo que babea fascinado -los EEUU, la UE, los gobiernos árabes, la ONU, los medios de comunicación- ante los cuadros de El Bosco que pinta la aviación israelí y la bíblica belleza justiciera que los acompaña. Mientras la justicia humana no nos parezca más justa y más bella que un bombardeo israelí, los palestinos -hagan lo que hagan- sólo conseguirán ensanchar la diferencia y dar pretextos a Yahvé para que los mate desde su remota elegancia imperturbable. No les deis pretextos, no, por favor: no lancéis cohetes, no disparéis fusiles, no saquéis los cuchillos, no defendáis vuestras casas, no protejáis vuestros niños, no gritéis, no lloréis, no comáis, no respiréis. Pero si no hay justicia humana y los palestinos son culpables ante Dios de respirar (¡cuánto más de sangrar!), si hagan lo que hagan han sido ya condenados para siempre, sería vergonzoso condenarlos también -hagan lo que hagan- desde nuestras confortables avionetas morales. Hay ocasiones en que más inmoral que asesinar es precisamente moralizar.

Pero ahora la diferencia se ha reducido un poco. A cubierto de los F-16 en mi casa bien caldeada, estremecido y avergonzado, siento la satisfacción de que los israelíes hayan renunciado a su impunidad divina y hayan entrado en Gaza también por tierra. Todavía inconmesurablemente superiores, se mueven en todo caso a ras de suelo y se vuelven por ello un poco palestinos, un poco humanos, un poco vulnerables; quizás esté incluso justificado matarlos. Quizás incluso mueran unos pocos. Quizás -ojalá-, en vez de miedo o admiración, algunos lleguen a inspirarnos también piedad.

Lo «desproporcionado» se llama Dios; lo «proporcionado» se llama justicia humana. Lo «proporcionado divino» es la belleza; lo «desproporcionado humano» es la compasión. Tal vez en los próximos días veamos por fin la imagen de un tanque israelí destruido por los heroicos defensores de Gaza y nos dejemos llevar luego, tras la alegría, por la desproporción de la compasión -inesperada, incomprensible, irracional- frente al cuerpo de un soldado israelí prisionero o muerto. En ausencia de proporciones, en ausencia de justicia, asesinos ahora expuestos al débil, feo y valiente fuego defensivo, quizás los sionistas, muertos, prisioneros o heridos, posados dolorosamente en tierra, nos parezcan por fin -por primera vez- humanos.