Recomiendo:
0

¿Qué es lo que quieren los sirios?

Fuentes: Dissent Magazine

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

Miembros de la defensa civil siria o Cascos Blancos (The Syrian Campaign)

Cuando el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de los Comunes británica convocó una serie de audiencias en septiembre de 2015 para reexaminar la política del gobierno del Reino Unido respecto a Siria, invitó a siete testigos para que presentaran sus testimonios. El presidente del Comité, el diputado conservador Crispin Blunt, reconoció que «se nos ha hecho ver que ninguna de las personas que están ofreciendo hoy testimonio son en verdad sirias». Pero esto, explicó, se debía a que «el Comité quiere entender todos los puntos de vista en este conflicto».

Que los sirios fueran los únicos excluidos de la audiencia no dejaba de resultar irónico.

A la mitad de la reunión, un integrante del comité preguntó: «¿Qué es lo que quieren los sirios?» El presidente, que había ignorado las peticiones para que hubiera testigos sirios en el panel, pareció intrigado. «¿Qué quieren los sirios?», repitió como un eco.

El comité parecía estar interesado en la opinión siria pero sólo a través del profiláctico medio de un panel donde los sirios estuvieran ausentes. Y la composición de tal panel aseguraba que sólo se escucharía un único tipo de opiniones.

La estrella de los actos fue Patrick Cockburn, el corresponsal irlandés de The Independent y autor del éxito de ventas The Rise of Islamic State. En sus artículos y apariciones públicas, el controvertido periodista ha defendido que había que proporcionar apoyo militar, pero no a la asediada oposición siria sino a su criminal régimen. Cockburn reiteró el argumento antes de despachar a la sociedad civil siria diciendo que «no eran actores reales» y que los rebeldes sirios eran meros «grupos de yihadíes» a los que no cabía distinguir del Estado Islámico (según figura en su libro: «No hay ningún muro divisorio entre ellos y los aliados de la supuesta oposición moderada aliada de EEUU»).

La voz siria que Cockburn estaba ventrilocuando podía muy bien haber sido la de un portavoz del régimen, ya que muy pocos presentarían como mal menor a un Estado que, según la Red Siria por los Derechos Humanos, es responsable del 95% de las muertes de civiles, y al que la Comisión de Investigación sobre Siria de la ONU ha acusado de «los crímenes contra la humanidad de exterminio, asesinato, violación y otras formas de violencia sexual, tortura, encarcelamiento, desparición forzosa y otros actos inhumanos».

Pero el comité parlamentario dirigido por los conservadores no fue el único en excluir las voces sirias. La principal organización antibelicista británica, Stop the War Coalition (StWC, hasta hace poco dirigida por el líder laborista Jeremy Corbyn), se ha negado también a facilitar plataforma alguna a los sirios (excepto en una ocasión cuando, tres meses después de la masacre con armas químicas de agosto de 2013 en Ghuta, invitó a una estrecha aliada de Asad a su conferencia «contra la guerra»). De hecho, en una reciente conferencia sobre Siria, presidida por la diputada radical de izquierdas Diane Abbot, los organizadores llamaron a la policía para que desalojara a un sirio que trataba de hablar en medio de la sala (StWC niega que llamaran a la policía). StWC postuló después que los sirios, al apoyar una zona de exclusión aérea, habían adoptado una posición «a favor de la guerra» que les descalificaba para poder estar presentes en una plataforma «contra la guerra». Sin embargo, en el mismo evento, el presidente de StWC, Andrew Murray, defendió que había que facilitar apoyo militar a Asad en la lucha contra el Daesh.

Si no se ha querido escuchar a los sirios, no es porque ellos no lo hayan intentando. Hay voces convincentes cubriendo el conflicto: informando, analizando, proponiendo. Pero todas han sido ignoradas.

Los sirios quieren autodeterminación, pero están frustrados ante un régimen despiadado que cuenta con el apoyo de las armas rusas y de los vetos de la ONU. Los gobiernos occidentales no están dispuestos a actuar porque en Siria no ven intereses vitales en juego para ellos; el público occidental se muestra receloso porque considera que todo es una repetición de Iraq; ambos están unidos en la condescendiente suposición orientalista de que la estabilidad de un Estado es más valiosa que los derechos de su pueblo. Así pues, la historia sin filtros de Siria no es una historia conveniente. Es mucho más cómodo abordar la cuestión siria como un debate interno en el que el bien y el mal pueden deducirse desde principios ideológicos y no a partir del exámen de los hechos.

A pesar de tal supresión, los sirios no han dejado de luchar para asegurar que el defectuoso primer borrador de la historia no se convierta en la palabra final. Con imágenes y palabras, han intentado preservar una crónica honesta de los años de la revolución y la guerra. Para esto han contado con los heroicos esfuerzos de los Comités de Coordinación Local (una red de grupos locales que organizan e informan sobre el activismo de la sociedad civil), de los Cascos Blancos (una organización de voluntarios que llevan a cabo servicios de búsqueda, rescate y evacuación médica) y de los minuciosos registros del Centro de Documentación de las Violaciones y la Red Siria por los Derechos Humanos. Ciudadanos sin miedo ejerciendo de periodistas han llenado el vacío dejado por los reporteros occidentales, quienes, con pocas excepciones, sólo vuelven a Siria empotrados con el régimen (uno puede ver los funestos resultados del deleznable periodismo de Robert Fisk, Patrick Cockburn, Charles Glass y Peter Oborne, todos ellos reproduciendo sin el menor sentido crítico la afirmación de que el régimen es la principal fuerza que se opone al Estado Islámico). Colectivos como el de Raqqa está Siendo Masacrada en Silencio (RBSS, por sus siglas en inglés) y personas como Ruqia Hassan, Rami Jarrah, Marwan Hisham y Naji Jerf han informado, corriendo enormes riesgos personales, desde regiones bajo las bombas del régimen o bajo control del Daesh (Ruqia Hassan, dos activistas de los medios de RBSS y Naji Jerf fueron asesinados por el Daesh en 2015).

Si bien no escasean los reportajes sobre Siria, el derecho a sintetizar los datos, a moldearlos en una narrativa y a ofrecer prescipciones es algo que los analistas occidentales se han arrogado en gran parte a sí mismos (el periodista sirio Hassan Hassan, coautor del indispensable ISIS: Inside the Army of Terror, es una excepción, pero sólo porque se centra fundamentalmente en el aspecto de seguridad del conflicto). También se presta atención a los sirios como víctimas. Pero rara vez se les presenta como un pueblo con voluntad y capacidad para actuar, preparado para reflexionar sobre su situación o determinar su propio destino.

La novelista Samar Yazbek ha desafiado esta narrativa dominante en la información recogida de primera mano y reflejada en libros premiados como A Woman in the Crossfire (2012) y The Crossing (2015). Su perfil -mujer, liberal, alauí (forma parte de la secta minoritaria a la que Asad pertenece)- es en sí mismo un potente reproche a la narrativa reduccionista de los «antiguos odios» entre grupos étnicos que todos, desde los periodistas efímeros al presidente de EEUU, han tratado de imponer sobre el conflicto. Pero es en los escritores sirio-británicos Robin Yassin-Kassab y Leila Al Shami con su Burning Country: Syrians in Revolution and War (2016), donde encontramos una historia definitiva del pueblo que se levantó. El libro (cuyos primeros borradores tuve el privilegio de leer y comentar) explica con escrupuloso detalle el contexto del levantamiento, los objetivos de la revolución, la brutal respuesta del régimen, las causas de la militarización, el ascenso de los islamistas y la resiliencia de la sociedad siria frente a la represión, la guerra y el exilio.

Estos escritores demuestran que el levantamiento sirio se produjo en virtud de una confluencia de factores. El contexto inmediato fue la oleada de revoluciones árabes por toda la región; pero las aguas bajaban ya agitadas por años de escasez económica, catástrofe medioambiental y represión política. Como exponen en Burning Country:

«En el año 2000, las granjas estatales se privatizaron y se incrementó la agricultura comercial intensiva, lo que produjo una oleada de desahucios de los campesinos. Se introdujo el sistema bancario privado, se liberalizó el régimen cambiario, se fomentó la inversión privada, pasando a control privado sectores clave de la industria, y se redujeron los subsidios, incluidos los de alimentos y combustibles que eran el salvavidas de los pobres.

Cualquier esperanza de reforma quedó ahogada por los «altos niveles de corrupción, nepotismo e inercia burocrática». Mientras tanto, la sequía de 2006 intensificó las tensiones al forzar a masas de campesinos a emigrar a las ciudades. En 2011, el desempleo juvenil alcanzaba el 48%, mientras el 60% de la economía estaba bajo el control del primo del presidente, Rami Makhlouf, el avatar del obsceno nepotismo cleptocrático del régimen.

En Siria, el espacio para la disidencia política fue siempre limitado, pero donde una generación anterior había vivido intimidada bajo el «reino del silencio» de Hafez Al Asad (el régimen masacró entre 10.000 y 40.000 personas durante un levantamiento que se produjo en Hama en 1982), en 2011, el 60% de la población siria tenía menos de 24 años y no guardaba memoria de ese terror. La revolución siria fue principalmente un levantamiento de los jóvenes del país. Comenzó cuando un grupo de adolescentes fue detenido por unos grafitis en contra del gobierno en un muro de Deraa. Pero la brutal respuesta de un régimen crispado que no estaba acostumbrado a la disidencia, creó una espiral que pronto convirtió los pacíficos llamamientos a favor de las reformas en firmes demandas de cambio de régimen.

Reconociendo su debilidad política, el régimen atrajo a la oposición hacia un sector donde gozaba de clara ventaja. Al militarizar el conflicto, el régimen decidió utilizar su superioridad en las armas para aplastar el levantamiento mientras tildaba sus acciones de «guerra contra el terrorismo». El régimen se puso a diseñar con todo empeño este resultado. Menos de tres meses después de iniciarse el levantamiento, Human Rights Watch informaba de que, según los activistas locales, el régimen había asesinado ya a 877 manifestantes por toda Siria, 418 sólo en Deraa, donde había arrancado el levantamiento en marzo de 2011. En un informe de ese mismo año, Human Rights Watch concluía que «los asesinatos y torturas sistemáticos de las fuerzas de seguridad sirias» podían calificarse de «crímenes contra la humanidad». El Ejército Libre Sirio (ELS) no se formó hasta julio de 2011.

El régimen trató también de moldear su narrativa jugando con los temores y prejuicios occidentales. En un discurso pronunciado ante el parlamento del 30 de marzo de 2011 -mucho antes de que llegaran los yihadíes y mucho antes de que hubiera hombres armados-, Asad insistió en que estaba en guerra contra «conspiradores» extranjeros. En un momento en que su régimen estaba deteniendo, torturando y asesinando a los activistas civiles, cumplió su profecía liberando de sus prisiones a radicales islamistas en una serie de amnistías. Confiaba en que se convirtieran en la oposición que quería en sustitución de la que tenía, consiguiendo así fácilmente las simpatías occidentales para su propia «guerra contra el terror». Con sus implacables ataques, el elemento islamista fue pasando a dominar la oposición de forma gradual. El Frente Al Nusra, la franquicia siria de Al Qaida, se estableció en enero de 2012. Aunque en agosto de ese mismo año, la CIA sólo pudo contabilizar alrededor de 200 miembros de Al Qaida activos en Siria, para el otoño el Frente Al Nusra constituía ya una fuerza formidable. Esto fue seguido de una serie de matanzas sectarias perpetradas por el régimen -en Hula, al Qubir y Daraya-, donde el ELS, carente de recursos, no pudo defender a los civiles. Al controlar sus propias redes de financiación y adquisiciones, y al no estar incapacitados por estériles asociaciones con Occidente, los islamistas, en cambio, mostraron resistencia y eficacia.

El movimiento popular no violento a favor de la autodeterminación fue lentamente enterrado por el desgaste de las tácticas de bombardeo, asesinato, muerte por inanición, detención y tortura del régimen. Pero después de la masacre con armas químicas de agosto de 2013, acabó eclipsándose incluso el elemento nacionalista de la insurgencia. El régimen retó a Barack Obama y cruzó deliberadamente su » línea roja» y, según había previsto, Obama se quedó a la espera. Los civiles sirios se sintieron abandonados y vulnerables y desacraditados los grupos contaminados por su asociación con Occidente. El régimen tradujo la indiferencia de Occidente como un permiso para intensificar su violencia, incluyendo nuevos usos de armas químicas. Utilizó sistemáticamente la violación como política; y un informe de un equipo de investigadores de crímenes de guerra documentó «matanzas a escala industrial«, con cifras de hasta 11.000 asesinados «de forma sistemática» en los centros de detención. Empezando con el asedio del campo de refugiados de Yarmuk, está también haciendo uso de la muerte por inanición como arma de guerra.

Un mes antes del ataque con armas químicas de agosto de 2013, la ONU había estimado en unos 100.000 los muertos en la guerra siria. Cuatro meses después dejó de contar, pero en agosto de 2015 hubo una revisión y se declaró la cifra de 250.000 muertos. Sin embargo, el Syrian Center for Policy Research estima que el número de víctimas mortales había llegado en 2015 a 470.000. El ataque químico fue un punto de inflexión. Un mes después, la oleada de refugiados se convirtió también en un tsunami que no ha amainado desde entonces.

Fue en este vacío donde el Estado Islámico (Daesh) avanzó. Con las fuerzas rebeldes comprometidas en la lucha en las líneas del frente, el Daesh entró en las zonas liberadas con la apariencia de llevar a cabo misiones de proselitismo, ganando poco a poco el control. Después de agosto de 2013, empezó a mostrar su poder atacando directamente a los rebeldes que luchaban contra Asad. En 2014, evitó enfrentarse al régimen en todas sus confrontaciones, excepto en alrededor del 13% de ellas. A su vez, el régimen evitó atacarle en el 94% de los casos. Para los simpatizantes del régimen, esas distinciones eran académicas. Mientras EEUU suministraba a sus aliados putativos sobres de comida preparada lista para usar, gafas de visión nocturna y, ocasionalmente, TOWs (siglas en inglés de misiles antitanque), Rusia enviaba aeronaves de combate MI-24, tanques T-90, aviones Sukhoi, misiles SA-22 y aviones no tripulados armados. El régimen también estaba recibiendo apoyo en mano de obra: militantes de Hizbollah, tropas del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria de Irán, voluntarios internacionales sectarios y, a partir de septiembre de 2015, el ejército ruso y su fuerza aérea.

La alentadora historia de una Primavera Árabe había dado paso a un relato helador de insensata violencia. La revolución siria hacía mucho tiempo que se había declarado muerta. Los medios de comunicación occidentales sólo se ocupaban de los aspectos más espectaculares de la brutalidad del Daesh. Y como la lógica de la seguridad se había hecho dominante, algunos empezaron a hablar abiertamente de preservar a Asad como el menor de dos males. Poca mención se hizo del hecho de que en enero de 2014, los rebeldes sirios se habían unido para expulsar al Daesh de Idlib, Deir ez-Zor, Alepo y alrededores de Damasco. Y si no habían logrado derrotar totalmente al Daesh, se debió a que fueron constantemente bombardeados, primero por los aviones del régimen y después por la fuerza aérea rusa; una vez que el Daesh se incautó de grandes alijos de armas que EEUU había suministrado al ejército iraquí en 2014, se encontraron totalmente superados.

Sin embargo, la supervivencia es algo más que no morir. Y en Siria, la sociedad ha demostrado una capacidad excepcional de recuperación a pesar del constante desgaste de las bombas de barril, los asedios para matar de hambre a las poblaciones, las detenciones masivas, la tortura y la violación. En zonas liberadas por todo el país (y, secretamente, en áreas controladas por el régimen y el Daesh), se han formado cerca de 400 consejos locales que funcionan como una forma de democracia directa en términos prácticos, no ideológicos, para atender las necesidades básicas del agua, electricidad, eliminación de basuras y atención sanitaria. Proveer de esta última es toda una hazaña al haberse dedicado el régimen a atacar sistemáticamente a los doctores en el intento de romper la recalcitrante voluntad de la población. En marzo de este año, cuando un francotirador mató a Mohammad Khous, de 70 años, el último doctor que quedaba en la asediada ciudad de Zabadani, y el 27 de abril, cuando un ataque aéreo asesinó al Dr. Muhammad Wassem Maaz, el último pediatra que quedaba en Alepo, el régimen estaba sencillamente completando un proceso que había iniciado cinco años atrás. La Comisión de Investigación de la ONU ha acusado al régimen de la «destrucción deliberada de la infraestructura de atención sanitaria». Médicos sin Fronteras ha informado de 94 ataques contra 63 de sus instalaciones médicas en 2014 y, según la organización Physicians for Human Rights, el régimen y sus aliados fueron responsables de 326 de los 358 ataques sobre instalaciones médicas y del asesinato de 688 de los 726 trabajadores de la sanidad entre 2011 y febrero de 2016.»

Nada de todo esto apareció en la audiencia del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara británica. Reconocer esta realidad supondría admitir el monstruoso oportunismo de un acuerdo propuesto que mantiene al autor de todas estas injusticias en su puesto. Los hechos habrían también demostrado la fatalidad de la petulante conclusión de que apoyar a Asad iba a resolver la crisis de los refugiados. Una investigación sobre los refugiados realizada por el Centro de Ciencias Sociales de Berlín ha mostrado que es la violencia del régimen la causa fundamental de su huída.

Sin embargo, sin la amplificación de ese tipo de foros, las voces sirias se han vuelto evanescentes. Sus súplicas, su sufrimento y sus victorias tienen que competir contra una narrativa mucho más poderosa: la narrativa de la «guerra contra el terror». Esta narrativa, conservadora y contrarrevolucionaria, se ha convertido ya en la base de una abierta alianza «antiterrorista» con Rusia y encubierta con Irán, a la que se le ha dado impulso recientemente cuando el régimen informó que había recuperado Palmira al Estado Islámico. Sin embargo, más allá de las historias de portada, la fuerza que capturó Palmira estaba integrada por aviones rusos, mercenarios afganos y milicias iraquíes. Da igual: Asad fue aclamado como liberador no sólo por Vladimir Putin y Robert Fisk, sino por el político conservador británico (y alcalde saliente de Londres) Boris Johnson. Poca mención se hizo al hecho de que el régimen había cedido en un principio Palmira al Estado Islámico siguiendo el consejo del comandante de la Guardia Revolucionaria de Irán, el general Qasim Suleimani, de que centrara en cambio sus fuerzas en la lucha contra la insurgencia frente a Asad. Por el contrario, los recientes avances de los rebeldes contra el Estado Islámico, incluida la captura de la estratégica ciudad de Al Rai, han quedado totalmente silenciados. Las protestas diarias en Maarat al Numan contra el Frente Al Nusra también han recibido muy escasa atención, a pesar de durar ya más de un mes.

No ocurre así en Siria. El régimen se resiente de esas victorias y los manifestantes subvierten su narrativa favorita de ser un bastión del laicismo que mantiene a raya a las hordas islamistas. El régimen y Rusia han reanudado los bombardeos sobre los civiles en Alepo e Idlib. Putin, que había retirado anteriormente con mucha fanfarria sus aviones de combate, ha ido silenciosamente reforzando sus tropas con más helicópteros de combate, e Irán está enviando fuerzas especiales para reforzar las menguantes cifras del ejército del régimen.

Pero hay un desarrollo que probablemente va a ser más relevante que todo todo esto. Alrededor de un siglo después de que Kipling exhortara al Hombre Blanco a recoger su Carga, cien años después del desastroso intento de Sykes-Picot en la cartografía imperial, una década después de la desgraciada incursión de ingeniería política en Iraq, los pálidos patriarcas de EEUU y Rusia están una vez más conspirando para forzar una solución no deseada sobre un pueblo obstinado. EEUU y Rusia están redactando una nueva constitución para Siria, en consultas con el régimen, sin el consentimiento del pueblo sirio. Con esto, por si no hubiera habido ya suficiente, el gobierno estadounidense se ha colocado firmemente del lado de la contrarrevolución.

Pero si los Estados occidentales han fracasado, ¿qué ha pasado con la sociedad de Occidente?

Desde el cese parcial de hostilidades en febrero, miles de sirios en las zonas liberadas han vuelto una vez más a inundar las calles para exigir el fin del gobierno opresor del régimen. Habiendo desafiado al régimen, no parecen estar más dispuestos a someterse a la tiranía islamista, enfrentándose sin temor a los radicales del Frente Al Nusra. A pesar de la brutal violencia del régimen, no parece que la revolución haya sido vencida. Aunque pudo emerger con la marea de la Primavera Árabe en 2011, hoy en día la revolución se siente abandonada. Cuando nació el levantamiento, durante años de masacres y en el momento de su resurrección, ha habido muy escasa movilización cívica en Occidente en solidaridad o en simpatía con el pueblo sirio (a diferencia de los levantamientos en Egipto, Túnez, Yemen y Bahréin, que recibieron un considerable apoyo). En EEUU y Gran Bretaña, las únicas marchas y concentraciones públicas en relación con Siria se organizaron en septiembre de 2013 y en noviembre de 2015, para protestar por las posibles represalias contra el régimen por el ataque con armas químicas de agosto de 2013, y contra el Estado Islámico por el ataque terrorista en París de noviembre de 2015. En ninguna de esas ocasiones se contó con la opinión siria; en el primero de los casos, muchas personas situadas en la izquierda convencional intentaron echarle la culpa de la atrocidad a los opositores del régimen y muy pocos protestaron por el delito en sí.

La sociedad civil occidental no se sintió motivada para actuar hasta que el cuerpo de Aylan Kurdi, de tres años, apareció varado en una playa turca. El apoyo negado a los sirios como ciudadanos que luchan contra la tiranía parecía más accesible apareciendo como víctimas despolitizadas que buscan refugio. Durante cuatro años, la mayor parte de los progresistas han aceptado activamente, o internalizado tácitamente, la narración del régimen de que todos sus oponentes son terroristas islamistas, indignándose de repente cuando los xenófobos de extrema derecha echaban mano de los mismos tropos para vilipendiar a los refugiados. Pero en medio de todo esto, como Putin no dejaba de intervenir en Siria, generando nuevas oleadas de refugiados, muchos progresistas no vieron contradicción alguna entre su simpatía hacia los refugiados y su apoyo (abierto o tácito) a la intervención de Rusia

Los sirios han muerto abrumadoramente a manos del régimen; han sido detenidos y torturados masivamente por el régimen; han huido fundamentalmente a causa del régimen (los crímenes están siendo mejor documentados que «en cualquier otro lugar desde Nuremberg«, según el abogado estadounidense Stephen Rapp). Para ellos, el régimen es la raíz del mal sirio. Pero si a pesar de los hechos, la dudosa lógica del mal menor prevalece, se debe a que la mayor parte del pueblo sirio ha sido excluido de su propia historia. Periodistas, activistas, intelectuales, políticos y diplomáticos han participado en tal anulación. Incluso los mejor dispuestos han informado ante todo de Siria como un mosaico de horrores. Nadie puede negar los horrores, pero de lo que esa historia carece es de una crónica de la resistencia, resistencia contra viento y marea, con elegancia, sin esperanza y a través de constantes traiciones. Samar Yazbek, Yassin-Kassab, Leila al-Shami y otros han garantizado que la respuesta a «¿Qué es lo que quieren los sirios?» no sea ya un misterio.

El Dr. Muhammad Idrees Ahmad es escritor y fotógrafo. Es doctor en Sociología y está especializado en conflictos internacionales. Vive en Glasgow y es profesor de Periodismo Digital en la Universidad de Stirling (Escocia). Es autor del libro «Road to Iraq: The Making of a Conservative War». En la actualidad está escribiendo un libro acerca de la guerra de narrativas sobre Siria. Es coeditor de Pulsemedia.org.

Fuente: https://www.dissentmagazine.org/article/what-do-syrians-want-islamic-state-war-resistance-assad-regime

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.