¿Qué es un pueblo? Se pueden entresacar dos grandes nociones: la francesa, laica y eminentemente política (en potencia, revolucionaria): un pueblo en armas se convierte en ciudadanía pues toma el poder y se «gana» así la autoridad. La otra idea-tipo es de factura alemana. Filosóficamente hablando es romántica: es la noción de comunidad ancestral, pre-política. […]
¿Qué es un pueblo?
Se pueden entresacar dos grandes nociones: la francesa, laica y eminentemente política (en potencia, revolucionaria): un pueblo en armas se convierte en ciudadanía pues toma el poder y se «gana» así la autoridad. La otra idea-tipo es de factura alemana. Filosóficamente hablando es romántica: es la noción de comunidad ancestral, pre-política. El pueblo es naturaleza. Lengua, paisaje o territorio, etnia y tradición es lo natural y superviviente.
¿Hay pueblo en España? Esto es casi como decir que si hay España. La respuesta es concretamente morfológica, idiográfica (no sólo geográfica): en unos sitios sí y en otros no. Los nacionalismos llamados «periféricos», y las disputas regionales «virulentas» son el resultado de un verdadero reflujo. Suelen ser el efecto de rebote originado desde iniciativas de una burguesía ya urbana (civitas, polis) deseosa de hacer ciudadanos de entre los que ya, ruralmente, eran comunidad. Dialécticamente hablamos: afrancesar (politizar) una comunidad rural (natural) en el sentido germánico.
Creo que esa es en parte de la dialéctica en Euskadi, Cataluña y Galicia (con matices y principios tan divergentes a su vez en esos tres lugares) y que no se da en la España Interior. Asturias, que posee pueblo en el doble sentido que indicamos arriba, en el sentido de pueblo ciudadano (sentido francés), por su gran historia proletaria y revolucionaria, y en el rural (sentido germánico) por poseer una etnología, lengua, paisaje e historia propias, sin embargo no ha entrado en un proceso nacionalista definido, en gran parte debido a la traición de sus elites culturales, académicas y empresariales.
Las estructuras políticas de la parte no centrífuga de este estado llamado España, con pretensiones de formarse como nación desde hace siglos, sin lograrlo nunca, siempre han venido importadas, de fuera, a lo largo de la historia, y de lejos, allende los Pirineos. En general se elaboraron leyes y constituciones afrancesadas desde una capital urbana como Madrid que los castellanos pudieron decir «nuestra». Más atrás del siglo XIX España es un verdadero invento. Así se explica la irritación, por ejemplo, de un Américo Castro cuando se buscaba -incluso en la universidad- una españolidad en Viriato, Séneca o el Cid. La comunidad orgánica integradora de lo «hispanico» (por comunidad entendemos aquí el sentido germanico, romántico) anterior al siglo XVIII sólo parcialmente había existido. Siempre ha sido un mero asentamiento «político» resultado de colonizaciones y expansiones militares, tras una casi milenaria reconquista y después, resultado endeble de las luchas civiles crónicas, la refeudalización de la tierra y de las desamortizaciones de bienes eclesiásticos, orquestadas desde y para Madrid y su burguesía, en detrimento del campo. Y dentro de la olla, en la pepita más interna (más antigua, más minoritaria) hay, sencillamente porque se ha dejado estar- una esencia de barbarie cada vez más profunda, pero más densa cuantas más capas -a su vez más vistosas- y nuevas cáscaras de modernidad se segreguen a lo largo del tiempo. Esa pepita profunda es una historia de siervos y esclavos que habitaron siempre en el profundo campo, en el olvidado interior, y sus hijos lo hacen hoy en pueblos todavía (un siglo más, en un milenio ya nuevo) olvidados, siervos que han ido cambiando de amos y que sólo por una lenta y natural capilaridad acceden a cortezas más vistosas y presentables. Sin embargo, no se puede espontáneamente pasar del Pueblo (que a veces, en efecto es bárbaro, por cuanto que se le ha desatendido) a la Ciudadanía, en el sentido político y jurídico. Por eso, entre la tesis oficial bien pensante (i) según la cual España es una unidad de pluralidades, una unidad de tipo histórico-político por encima de las divergencias «étnicas» e intrahistóricas, posición afrancesada que reivindica la igualdad formal de derechos garantizada por un centro administrador, y por otro lado, (ii) la postura comunal centrífuga y asimétrica en cuanto a fueros y «especiales derechos» históricos y étnicos, esta vez de inspiración germanista (nacionalista, romántica), se puede decir que la situación es la siguiente: hay una dialéctica entre la convergencia política de las comunidades locales visibles ya desde la protohistoria en esa unidad llamadas Estado-nación, y la aportación muy desigual a esa unidad de otras comunidades (más bien regiones) subsidiadas por el Estado, e indirectamente por otras comunidades más ricas.
Lo cierto es que en unos sitios, con independencia de su riqueza, la comunidad se mueve políticamente en un grado mayor mientras que en otros, la sumisión y la parálisis tradicional es similar que la que se encuentra en un despotismo de Oriente. En este sentido, hay una gran diferencia entre las Comunidades del Norte y las del Sur, y a su vez, entre unas y otras, incluso cuando son vecinas y geográficamente comparten rasgos físico-naturales, como nos pasa entre las distintas comunidades cantábricas.
¿Por qué renunciar a un análisis dialéctico de estas diferencias? Diferencias que si algunos las creen exacerbadas no es sino por que una vez, en su diverso grado, fueron las que no obstante se reconocieron, por apelación a una «historicidad» de derechos que nada tiene que ver con la isonomía en el tratamiento formal, ilustrado y afrancesado de los distintos pueblos de España. Si en lugar de analizar relaciones entre pueblos mirásemos la cosa como si de vínculos entre individuos se tratara, ¿cómo soportaría el vulgo a un noble liberado de sus impuestos (entre otros privilegios) si a ese pueblo llano se le ha dicho un día que puede ser -formalmente- asimilable al noble en condición, en derecho y en deberes? La única forma que tiene un pueblo de dignificarse consiste en luchar contra las asimetrías o faltas de reciprocidad en los reconocimientos. Y esto se logra no por medio de un arrebatar (acto semejante al saqueo y al bandolerismo) sino por obra y gracia de un conquistar. El aumento de la conciencia comunitaria es el mejor antídoto contra las facetas no solidarias del nacionalismo conservador, ya sea del españolismo o de otros. Es el antídoto contra la mera desigualdad de desarrollo e inarticulación de las provincias, el que han perpetuado los distintos regímenes españoles desde los Reyes Católicos. Ese aumento de conciencia popular de la propia comunidad es el que puede liberar a Asturias de su condición de «provincia» administrada, de «región» de tercera división, de ser reducida a un mero parque temático de Madrid.
El marco estatal, llamado España es un resultado de la Lucha de Clases, de acuerdo con un marxismo ortodoxo. Pero la tesis que vincula una dialéctica de clases con una dialéctica de estados debe ser una tesis «positiva», es decir, una tesis que hay que construir con los métodos propios de la Historiografía científica. El debate sobre una construcción nacional de lo hispánico tiene ya una larga tradición académica, «científica». Pero hay un aspecto clave, y que no por ello resta legitimidad epistemológica a la historia, antes bien, le insufla vida: toda construcción nacional siempre es un proyecto voluntarista, y el nacionalismo, incluyendo el nacionalismo español de las Reales Academias (de la Historia, de la Lengua), los Institutos Cervantes y demás figuras viejas de cartón, lo sabe bien. Historia e historicismo son cosas muy distintas, y todo proyecto que enfáticamente hable de restaurar una «comunidad», o de crearla ex novo, cae dentro de la segunda, y se aparta peligrosamente de la primera. El historicismo siempre mira al futuro seleccionando del material suministrado por el pasado: tiene mucho de escatológico y utópico. El proyecto «hispanista» es historicismo puro, nacionalismo español, de igual manara que el vasquismo, el catalanismo o el galleguismo cuando nacieron como mero regionalismo o como simple nostalgia por unas esencias que se volvían evanescentes. Los lazos «de sangre», «lengua» o «raza» no sirven para nada ante la falta de vida autoconsciente de comunidad, ante la ausencia de efectiva integración social o laboral entre elementos civiles locales y comarcales vivida como resistencia ante el invasor o administrador. En la España llamada «Madre Patria» se maltrata al emigrante sudamericano («sudaca»), y el racismo hacia los «hermanos» va en aumento. La actitud estatal, en cuanto a visados, deuda externa, solidaridad, etc. Hacia los países hispánicos sigue siendo deplorable, y no se observa un avance o reconquista de la supuesta fraternidad. La idea de un historicismo español, ante los fastos del V Centenario y la inútil meta de una recuperación de la idea de Hispanidad, idea siempre lánguida, no parecen conocer la más mínima efectividad. A nivel gubernamental estamos proyectados hacia una unión mercantil europea, encuadrada a su vez como subproyecto dentro del proceso de una gran unificación planetaria de los capitales. Es un acto de mala fe propagar una propuesta de «humanismo» hispánico, que sólo tiene como elemento aglutinador la Lengua, o uno de sus diccionarios, por encima de razas, continentes o clases sociales. En el fondo ese uso de la lengua hispana como «aglutinante» de proyectos nacional-comunitarios es historicista y utópico. Las naciones-estado nacen y mueren, o se empequeñecen o agrandan, a tenor de conciencias historicistas que colaboran en esos proyectos de bautismo, cambio o fenecimiento. Siempre es preferible el ocaso de una nación-estado en la que pocos creen, que el derrame de sangre humana. No es posible creer en una nación condenada a una invertebración crónica, despóticamente centralizada en una capital -Madrid- en buena medida nacida ex profeso como corte, vale decir, como centro parasitario administrativo y burocrático. La subida al escenario de media docena de ciudades pujantes «periféricas» puede suponer sólo en parte el síntoma manifiesto de una centrifugación, y por ende, de un cambio. O tan solo significa un reparto. Si se ha hablado alguna vez de la «redención de las provincias», el proceso llevado límite de una desorganización de la nación-estado ha de encontrarse en una verdadera vida autónoma de las provincias, donde nadie ni nada sea tachado de «provinciano» y, sí, al contrario, estimado como representante de lo digno y lo natural. Pues nadie debería estar encaramado a la corte y a la administración para injuriar. Se puede decir que, históricamente, es en Madrid donde una camarilla de propietarios absentistas y funcionarios corruptos han contribuido a desvertebrar una comunidad hispánica durante siglos, como ningún exaltado separatista lo ha hecho desde las periferias.
El marco nacional y estatal de lo hispánico se consolida fuertemente con las reformas borbónicas, no antes, y la centralización de un poder gubernamental a la francesa (ejército, fisco, provincias). En la época de los Austrias había resquicios de feudalismo localista y separatista en todas las partes de la península. Habría que estudiar la interdependencia entre la progresiva centralización administrativa, abarcando las Indias, y la independencia de los países americanos. ¿Qué ocurriría si se defendiese que la «conciencia» de lo Español sólo brotara (como comunidad) en la sociedad civil peninsular del XIX como resultado de las invasiones napoleónicas (con gran xenofobia expresada por el pueblo hispánico y un tradicionalismo ideológico, incluidos), que exapandió una conciencia nacional de irredentismo por toda Europa, así como con la descolonización de América en la misma época? Todavía en el siglo XVIII habría restos de ese hispanismo universalista, que no tendría de positivo nada, salvo el constituirse en sociedad desmembrada a nivel burgués y no apta para el comercio ni para la reforma política liberal. Habiendo corona y autoridad administrativa (burocracia más o menos eficaz) no obstante la sociedad civil fue «pastoreada» por la iglesia y por los hidalguillos parásitos, parapetados en la administración local, judicial, militar… he aquí una sociedad civil a la italiana, en la cual la iglesia siempre tuvo intereses «feudalizantes», o por lo menos locales, que hoy han derivado aquí hacia el nacionalismo de derechas o regionalismo católico. El estado se «afrancesó» en lo que pudo: armada, fisco, ejército, división en provincias, capitalidad burocrática madrileña. Pero la capa más honda, la ciudad de provincias, el campo, la periferia, cayó en otras manos que no eran precisamente las de la burguesía capitalista. Esta, a diferencia de otros países, hubo de ser creada artificialmente por el gobierno, por vía de las desamortizaciones, y la creación de apoyos en las capitales, y no sucedió el fenómeno inverso, típico en una Europa transpirenaica: una burguesía incipiente que apoyase a reyes centralistas y buenos guardianes de sus rentas. Y claro está: una burguesía débil genera un proletariado débil. Como consecuencia, la larga sucesión de luchas carlistas, de la cual la guerra civil de 1936-39 es, en parte, un epílogo desmesurado.
Si de la historia vamos al presente, lo hispánico no es hoy comunidad, ni tiene la más remota posibilidad de serlo. Es cierto que en los últimos tiempos ha resurgido un «nacionalismo español» que va a la contra del nacionalismo periférico, especialmente el vasco y catalán. Pero en buena porción está alimentado artificialmente por los mass media y por elementos de la ultraderecha. La opinión pública no existe, salvo en focos resistentes de tradición liberal, izquierdista y hasta «ilustrada» que persisten en algunas ciudades grandes, en pequeños sectores estudiantiles, en cierta periferia regional. Esa minoría ilustrada haría bien en unirse en favor de unos cuantos dogmas, pero sus contingentes hunden sus raíces en el humanismo democrático, y en el izquierdismo internacional de los años 60 y 70 y de la movilización sindical y universitaria de la transición. El pueblo recalcitrante, el pobre de derechas, tal como es retratado en los personajes de películas como «Torrente» puede ser peligroso no por su actividad intrínseca, de escasa efectividad, sino por la manipulación fascistizante de los media, y es aquí donde un olvido de la historia reciente puede ser fatal. Un Franquismo resucitado, un Constitucionalismo vigilado, un Hispanismo policial.
En cuanto al qué hacer, sólo hay espacio para una contramanipulación ideológica, una «reivindicación de la nación sin estado», bien combinada con un internacionalismo solidario. Buscar sitio para una creación de medios alternativos de opinión y debate, al margen de las grandes cadenas de la información. Una recuperación de la vida rural, un campo «movido», único garante contra la globalización que no hace más que dualizar en dos orillas: sociedad de ocio y servicios en la urbe y en determinadas zonas de playa-montaña, por una lado, más, en otra orilla oculta campos de cultivo explotados con espíritu comercial y especulativo, y repletos de esclavos ilegales.
Hay regiones enteras de la península que sólo pueden aspirar a ser subsidiarias del poder central, a la espera de que se le concedan diversas mercedes y regalías (trenes de AVE, transferencias diversas, una autovía, el agua…), sin articularse a nivel de sociedad civil, y cuya sociedad política reproduce -mecánicamente- los modos de capitalismo corrupto a la latina (caso Italiano). No todo el Estado corresponde a estos modos que se localizan muy bien en ámbitos mesetarios y mediterráneos, y algunas comunidades en este ámbito (Valencia, Mallorca) desbordan riqueza, pero en todas esas costas y más al sur se está regresando a la explotación cuasi-esclavista, características de una secular especulación mediterránea del campo.
No hay futuro «hispánico», no existen posibilidades de articulación de lazos con Sudamérica, no se observa siquiera una comunidad peninsular con identidad definida, más bien una mezcla inercial de elementos que ya existían tradicionalmente con el añadido de capas de nuevos «ricos». Ultimamente, no hay partos sin dolor. Desde luego, las «esencias» comunitarias se descubren observando la realidad más local e inmediata, esto es, aquella que existiría en caso de que la circulación masiva y globalizadora de los capitales dejara a sus integrantes en paz. El centralismo burocrático del estado a la francesa ha sido relativamente eficaz en España, creando una red administrativa (junto al ferrocarril y la guardia civil) sobrepuesta a la familia y a la parroquia. Allí donde queda algo de «comunitarismo» a lo germánico, la estructura afrancesada puramente formal parece un impedimento corrupto y atrasado de unas esencias «primordiales». El problema de España debe formularse considerando muchas luchas de opuestos, no sólo una. La lucha centro-periferia, campo-ciudad, norte-sur… Y atravesando a éstas, una que quizás no está muy reflexionada: se trata de una «modulación» de la oposición «sociedad civil»/»sociedad política», y que me parece que en el norte se puede entender un poco mejor: comunidad (a la germánica), frente a sociedad administrada (a la francesa).
Desde una óptica ilustrada y marxista, se podría defender que a España le falta Comunidad y que habría que pro-moverla, pero ya en un sentido laico, universalista, «creador» de nuevas fórmulas administrativas federales, reordenando activamente territorios y grupos sociales para crear conciencia de nación, cuando ésta se haya un tanto retrasada, cual es -a nivel político que no a nivel civil ni cultural- el caso asturiano. En una palabra, crear Comunidad, sí, para revolucionar la administración económico-política. Convertir el invento de España en una federación de Pueblos europeos orgullosos de sus redescubiertas «esencias», las cuales a su vez producen otras formas de autogestión local que predominen sobre el control central o capitalino y abran las ventanas a una autodeterminación.