Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El mayor contaminador de EE.UU. no es una corporación. Es el Pentágono. Cada año el Departamento de Defensa produce más de 750.000 toneladas de desechos peligrosos – más que las tres mayores compañías químicos en conjunto.
A pesar de todo, gran parte de las fuerzas armadas sigue exenta del cumplimiento con la mayoría de las leyes medioambientales federales y estatales y la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), el socio en el crimen del Pentágono, trabaja duro para que no cambie la situación. Durante las últimas cinco décadas el gobierno federal, los contratistas de la defensa y la industria química han unido sus fuerzas para bloquear protecciones de la salud pública contre el perclorato, un componente del combustible para cohetes del que se ha mostrado que afecta el crecimiento y el progreso mental de niños al hacer estragos en la función de la glándula tiroides, que regula el desarrollo del cerebro.
El perclorato, sales derivadas del ácido perclórico, se ha estado filtrando de literalmente cientos de plantas de la defensa y de instalaciones militares en todo EE.UU. La EPA ha informado que el perclorato está presente en suministros de agua potable y de agua subterránea en 35 Estados. El Centro de Control de Enfermedades y estudios independientes también han mostrado de modo abrumador que el perclorato existe en los suministros de alimentos, la leche de vaca, la leche humana. Como resultado, todo estadounidense tiene un cierto nivel de perclorato en su cuerpo.
Actualmente sólo dos Estados, California y Massachusetts, han fijado un máximo permisible de nivel de contaminante para el perclorato en el agua potable. Pero la EPA no sigue la iniciativa de estos Estados. En el río Colorado, que suministra agua para más de 20 millones de personas, los niveles de perclorato son elevados. El perclorato prevalece sobre todo en el Sudoeste y en California como resultado de la gran cantidad de operaciones militares y de contratistas de la defensa en la región.
En 2001, la EPA estimó que la responsabilidad económica total para la limpieza de instalaciones militares tóxicas excedería 350.000 millones de dólares, o sea cinco veces la responsabilidad económica de la Ley Superfund para la industria privada. Pero el gobierno federal ha sido complaciente y ha permitido que el perclorato corra sin control por los suministros de agua de EE.UU. Esta negligencia y la falta de supervisión reguladora ha dejado libres al Pentágono, a la NASA y a los contratistas de la defensa para que fijen sus propios niveles, reduciendo los elevados, pero necesarios, costos para restaurar las aguas subterráneas.
Aunque la situación se ha hecho calamitosa en los últimos años, fue el gobierno de Clinton el que no hizo lo suficiente, ni de lejos, para comenzar a limpiar esas instalaciones y ciertamente no mantuvo un control estrecho sobre cómo el Pentágono gastaba el dinero que recibió. Durante los años noventa, el Departamento de Defensa gastó sólo 3.500 millones de dólares al año en la limpieza de instalaciones militares tóxicas – gran parte de ello en estudios, no trabajo real. En 1998, la Junta Revisora de la Ciencia en la Defensa [Defense Science Review Board], un comité federal asesor establecido para suministrar asesoría independiente al secretario de defensa, consideró el problema y concluyó que el Pentágono no tenía una política de limpieza medioambiental clara, objetivos o programa, lo que condujo al abogado Jonathan Turley, que tiene la Cátedra Shapiro de Derecho de Interés Público en la Universidad George Washington, a calificar al Pentágono del «primer rufián medioambiental» de la nación.»
«Si pueden gastar un millón de dólares en un misil crucero, parece bastante ridículo que no estén dispuestos a gastar 200.000 dólares para ver si nuestros alimentos están contaminados con combustible para cohetes,» dice Renee Sharp, analista en el Grupo de Trabajo Medioambiental [Environmental Working Group]. Pero si el programa de Clinton fue lamentable, el plan de Bush ha sido categóricamente mezquino.
Mientras Bush incrementó los gastos generales del Pentágono en miles de millones de dólares, el gobierno ha recortado simultáneamente su programa de remedio del medio ambiente. Además, el plan de defensa de Bush ha demandado «nuevas series de cierres de bases» para «conformar más eficientemente a las fuerzas armadas.» La eficiencia es usualmente una palabra que oculta como se esquivan las reglas ecológicas.
Estas instalaciones militares, que en total tienen más de 20 millones de hectáreas, forman parte de los legados más insidiosos y peligrosos dejados por el Pentágono. Están llenas de fragmentos tóxicos de bombas, munición sin estallar, desechos peligrosos bajo tierra, vertederos de combustible, fosos abiertos repletos de escombros, residuos de quemas y sí: combustible de cohetes. Un memorando interno de la EPA de 1998 advirtió del amenazador problema: «Si se mide por hectáreas, y probablemente si se mide por la cantidad de instalaciones, los campos de tiro y las municiones enterradas representan el mayor programa de limpieza en EE.UU.»
Cuando una instalación llega a contaminarse demasiado, el Pentágono prefiere simplemente clausurarla y entregarla a otra agencia federal. Durante las tres últimas décadas, el Pentágono ha transferido más de 6.500.000 hectáreas, a menudo con poco o ningún remedio. Las antiguas áreas de bombardeo han sido convertidas en refugios silvestres, parques urbanos y estatales, campos de golf, basureros, aeropuertos y centros comerciales.
La grave contaminación de ríos, suelos y del agua subterránea es un problema en casi cada campo de entrenamiento militar. Los sitios están frecuentemente saturados de metales pesados y de otros contaminantes así como de armas sin estallar. La lista de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental de municiones no estalladas abandonadas en muchos sitios de entrenamiento se lee como un catálogo para un rico depósito de armas en Oriente Próximo: «granadas de mano, cohetes, misiles teleguiados, proyectiles, morteros, granadas para rifles, y bombas.»
Pero el gobierno ha hecho todo lo posible por encubrir su legado letal. En 2002 el Pentágono, los contratistas de la defensa y los fabricantes de perclorato persuadieron a los editores de una prestigiosa revista para que reescribieran un artículo sobre los efectos para la salud del producto químico sin la autorización o el consentimiento del autor. Luego, en 2005, la Casa Blanca llenó un panel de la Academia Nacional de Ciencias, que fue establecido para evaluar los riesgos para la salud del perclorato, con consultores pagados por la industria del combustible para cohetes, quienes, lo que no sorprende, recomendaron que los niveles de exposición fueran fijados a muchas veces por sobre las dosis más bajas recomendadas por numerosos estudios independientes de investigación.
«El perclorato suministra un ejemplo clásico de un sistema corrupto de protección de la salud, en el que contaminadores, el Pentágono, la Casa Blanca y la EPA han conspirado para bloquear protecciones sanitarias a fin de proteger los presupuestos, tratar de ganar favores políticos, y resguardar los beneficios corporativos,» dijo Richard Wiles, Director Ejecutivo del Grupo de Trabajo Medioambiental, al Comité del Medio Ambiente y de Obras Públicas del Senado el 7 de mayo, durante una audiencia realizada por la presidenta del comité, Barbara Boxer (demócrata de California), quien propugna estándares nacionales de seguridad para el perclorato en el agua potable.
«Todas las piezas requeridas para apoyar protecciones fuertes de la salud están en su sitio,» dijo Wiles. «Es una pesadilla de proporciones épicas que el Departamento de Defensa y sus contratistas, hayan gastado 50 años y millones de dólares tratando de evitarlas, en lugar de encararlas de frente.»
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Jeffrey St. Clair es autor de «Been Brown So Long It Looked Like Green to Me: the Politics of Nature and Grand Theft Pentagon.» Su libro más reciente: «Born Under a Bad Sky,» será publicado esta primavera. Para contactos escriba a: [email protected].
Joshua Frank es autor de «Left Out!» (Common Courage Press) y co-editor, con Jeffrey St. Clair, de: «Red State Rebels: Tales of Grassroots Resistance in the Heartland» (AK Press).