Hoy se celebran en Gaza, Cisjordania y también -finalmente- en Jerusalén Este las elecciones legislativas que decidirán el futuro gobierno de la Autoridad Nacional Palestina. A lo largo de los últimos meses, los medios de comunicación occidentales se han ocupado sobre todo de las divisiones dentro de Al-Fatah, minado por una guerra de facciones y […]
Hoy se celebran en Gaza, Cisjordania y también -finalmente- en Jerusalén Este las elecciones legislativas que decidirán el futuro gobierno de la Autoridad Nacional Palestina. A lo largo de los últimos meses, los medios de comunicación occidentales se han ocupado sobre todo de las divisiones dentro de Al-Fatah, minado por una guerra de facciones y de generaciones, y por la sombra rampante de Hamás, la fuerza islamista nacida en 1987 cuyo creciente apoyo popular amenaza al mismo tiempo la estrategia solipsista de Israel y la incontestable hegemonía histórica del partido que, tras la muerte de Arafat, lidera ahora Mahmud Abbas. Gobiernos occidentales y periodistas convencionales han llamado la atención simultáneamente sobre la importancia de estas elecciones y sobre el peligro islámico, naturalizando así el callejón sin salida de unas negociaciones muertas (mientras el indisoluble Sharon, belicoso pacifista, asesino humanitario, ilumina desde el limbo un Israel enternecedoramente blanco) y atrayendo la mirada fuera y lejos de la realidad sobre la que se han instalado las urnas.
¿Por qué son tan importantes estas elecciones? ¿Qué se decide en ellas? ¿Qué decide con su voto el pueblo palestino? De entrada, convendría señalar todo lo que no se decide, todo lo que los palestinos no van a decidir acudiendo a los colegios electorales. Los palestinos, en efecto, no pueden decidir con su voto que sus niños vayan y vuelvan de la escuela sin ser hostigados o tiroteados; no pueden decidir que sus casas sigan en pie al volver las espaldas; no pueden decidir que se les permita cultivar sus tierras y varear sus olivos; no pueden decidir de dónde son ni donde viven; no pueden decidir que un muro repentino no les impida llegar a su propio jardín o volver a ver a sus maridos o a sus hermanos; con su voto no decidirán que cientos de miles de ladrones intrusos, secuestradores de sus aguas y sus montes, les devuelvan lo robado y dejen de insultarles, golpearlos o matarlos; no decidirán que unos extranjeros feroces dejen de sacar a sus hijos de la cama para encerrarlos en prisiones medievales, no apaleen a sus maridos en las carreteras y los caminos y no obliguen a sus mujeres a parir entre las piedras; no decidirán que un kilómetro tenga mil metros ni que una mano tenga cinco dedos ni que un corazón tenga esperanzas; el voto de hoy, en definitiva, no decidirá que los palestinos estén votando en su propia tierra, condición de todas las decisiones, ni que Palestina exista, condición de todo gobierno. Unas elecciones sin país y sin Estado, a las que se ha arrancado el principio mismo de la libertad, son como un pan sin dientes o como una frase sin alfabeto o como una ternura sin cuerpo, lo que se ajusta sin duda al concepto dominante y aceptado de «democracia»: los desahuciados pueden jugar a las cartas y los prisioneros pueden votar libremente. Como recordaba hace poco Uri Avneri, el moribundo Sharon vota en las elecciones palestinas; de hecho, es el primer caso conocido en el que un semimuerto extranjero vota en comicios ajenos y lo hace contra la existencia misma de los votantes; el moribundo asesino Sharon ha decidido ya que el resultado de las elecciones de hoy, cualquiera que sea, no alterará la obstinada monstruosidad del proyecto sionista. Las papeletas depositadas en las urnas llevan el nombre de los futuros muertos.
¿Cuál es entonces la importancia de las elecciones? Se puede resumir en dos vertientes, una material, más bien liviana, y otra simbólica, más decisiva. Sobre el terreno, en el contexto local e internacional de alianza contra los justos y los débiles, no cabe esperar ningún avance hacia el establecimiento de un Estado palestino, no ya conforme a los dictados del derecho o al menos de la ONU, sino ni siquiera diminutamente viable. Tras incumplir los arrogantes acuerdos de Oslo y la aún más humillante Hoja de Ruta, Israel y EEUU, apoyados dócilmente por la UE, llegaron a la conclusión de que la única manera de derrotar definitivamente al pueblo palestino -exhausto pero arrebatado de Intifada- era la de «democratizar» su derrota, gobernando la ANP a través del corrupto y dividido partido de Arafat sin hacer una sola concesión. Pero los límites impuestos por la resistencia palestina, causa del aislamiento y de la sospechosa desaparición del rais, revelan hoy la impotencia de Al-Fatah, incapaz al mismo tiempo de satisfacer las demandas de Israel y las de su pueblo. Hace unos días, en una entrevista concedida a El País, Nabil Shaat, viceprimer ministro de la ANP y símbolo de la corrupción de su partido, daba tres razones para votar a sus candidatos: seguridad, apoyo económico occidental y negociación. Estas tres razones, dirigidas más a convencer a EEUU, Israel y la UE que a los palestinos, constituyen en realidad la mejor propaganda a favor de Hamás. La gestión de los servicios de seguridad y de los magros recursos económicos acusan a Mahmud Abbas no menos que su incapacidad negociadora. La necesidad de una victoria moral no hace olvidar a los palestinos que la unilateral retirada israelí de Gaza no les hace ganar Gaza y les hace perder parte de Cisjordania y que esta unilateralidad demuestra además el desdén de Israel por toda solución negociada. Incluso si la retirada de Gaza, por lo demás, fuese una victoria, el mérito habría que atribuírselo a la resistencia armada de Hamás y no al apocamiento interesado de la ANP. En todo caso, el más que improbable triunfo del partido islamista sólo serviría para radicalizar el voto israelí en las elecciones del próximo mes de mayo y para justificar el endurecimiento de la ocupación y la reacción de los EEUU, quien ya ha declarado que no aceptará un gobierno islamista en Palestina.
Pero en otro sentido, las elecciones de hoy representan un triunfo musculosamente simbólico del pueblo palestino. En junio del 2002, ante el anuncio de elecciones presidenciales y legislativas por parte de Yaser Arafat, el insobornable Edward Said las desautorizaba por razones parecidas a las aquí citadas, pero las reivindicaba también como un «clamor» popular que se levantaba contra las mismas razones que las deslegitimaban. Paradójicamente, el voto de los palestinos, del signo que sea, está dirigido hoy contra las condiciones que lo hacen posible. Si para Israel y EEUU es un juego más, el pueblo palestino se las toma en serio; si son antidemocráticas en su raíz, si no pondrán fin a la ocupación, si no deciden sobre las condiciones mismas de toda decisión en libertad, el pueblo palestino ha decidido decidir, para demostrar que estos comicios, cualquiera que sea su origen y cualquiera que sea su resultado, son cosa suya. Este es el «mensaje» dirigido, al mismo tiempo, al matrimonio Israel/EEUU y a la ANP. Que Al-Fatah haya tenido que aceptar la candidatura pactada de Marwan Barghuti, prisionero de Israel y líder del sector más joven, resistente y renovador del partido, demuestra que el pueblo palestino no está dispuesto a hacer más concesiones ni al ocupante ni a sus dirigentes. Que Hamás haya visto aumentar su apoyo vertiginosamente en los últimos años y pueda alcanzar ahora hasta un 30% de los escaños en disputa (según las encuestas) prueba igualmente, nos guste o no, que el pueblo palestino no está dispuesto a asumir la «democracia» como el simple refrendo de una derrota decidida desde la Casa Blanca o desde un hospital de Tel-Aviv. En este sentido, la única lección esperanzadora que puede extraerse de estos comicios es la de que los palestinos están decididos a utilizar incluso la «democracia» colonial, al bies de los partidos y por encima de ellos, para expresar su voluntad soberana de resistencia. Por diferentes razones, tanto la política de Al-Fatah como la de Hamás son contraproducentes y negativas, pero el apoyo a Al-Fatah y a Hamás son justos, legítimos y democráticos. Personalmente preferiría que los palestinos votasen mayoritariamente a Palestina Independiente o al FPLP, pero todos los votos, en este caso, son votos del pueblo palestino al propio pueblo palestino y así debemos interpretarlos.
Eso en realidad es parte de la tragedia. Sin la «democratización» de Israel -es decir, sin su autodisolución y reconstitución democrática-, sin el apoyo de los israelíes no-sionistas, sin la lucha de todos los anti-imperialistas del mundo, los palestinos solos no podrán vencer; pero ni siquiera toda la barbarie reunida del planeta y toda su indiferencia juntas podrán derrotarlos. Este equilibrio fatal entre la imposibilidad de la victoria y la imposibilidad de la derrota garantiza la atrocidad de un drama interminable, cotidiano y cada vez más terriblemente «igualitario» del que todos -unos más y otros menos- somos responsables y que, nos demos cuenta o no, amenaza a todos por igual.