Rengo, agresivo, sarcástico, miope, humorista, desmesuradamente tierno, Francisco de Quevedo ha dejado un rastro indeleble como poeta y novelista, pero hay que valorar también al hombre de acción: ministro, consejero político, agente secreto, intrigante cortesano y no menos importante es su pensamiento, heredero del estoicismo del cordobés Séneca, y no podemos desdeñar sus meditaciones sobre […]
Rengo,  agresivo, sarcástico, miope, humorista, desmesuradamente tierno, Francisco de  Quevedo ha dejado un rastro  indeleble como poeta y novelista, pero hay que valorar también al hombre de  acción: ministro, consejero político, agente secreto, intrigante cortesano y no  menos importante es su pensamiento, heredero del estoicismo del cordobés  Séneca, y no podemos desdeñar sus  meditaciones sobre la muerte ni su preocupación ética. Tampoco hay que olvidar  al patriota que se lamenta de la decadencia española, iniciada en aquellas  décadas, ni al moralista y crítico de costumbres y, paradójicamente, al frívolo  mundano de considerable éxito en las tertulias de moda por sus bromas, sus  agudezas y su ingenio. 
Nació en  Madrid, el 17 de septiembre de 1580, quien luego fue señor de las letras castellanas, maestro  del barroco, figura de brío y eminencia del Siglo de Oro de la literatura  española. Estudió Humanidades y Teología en Alcalá, con los jesuitas. Su padre  fue secretario de la reina Ana, esposa de Felipe II. Creció entre memoriales de  virreyes, oficios de ministros y bandos reales. Desde su juventud se habituó a  los avatares de la política y le tentó la modificación, con su cometido  personal, de la historia en curso. 
El  período histórico durante el cual vivió Francisco de Quevedo, el Siglo de Oro, fue el tiempo de  Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Calderón y Gracián. Fue también el lapso de  Velázquez, Ribera, Zurbarán y Murillo. Es el siglo del Barroco. Comienza una  etapa de voluptuosidades, regodeos y exageraciones. Después de las largas  guerras de religión, de la fatiga de una prolongada tensión histórica, hay que  regresar al mundo y sus regalos. En la literatura española, el barroco impulsará  tres grandes corrientes: el juego ingenioso del conceptismo, la desmesura y  exuberancia del culteranismo y el extremismo realista de la picaresca. En las  tres, Quevedo dejará su marca. Asimila rasgos de todas las tendencias: uso y abuso de antítesis,  pleonasmos, perífrasis, hipérbaton, hipérboles y anfibologías.  
Esos  años de retroceso económico trajeron para España una inflación motivada por el  flujo de metales preciosos de América y las carencias de la industria española:  aumento de precios, desplazamiento de la producción nacional por la extranjera,  así como contrabando de las colonias. La expulsión, en 1609, de los musulmanes  convertidos al cristianismo, los moriscos, fue un golpe serio para el comercio.  El aparato de la administración estatal se hizo más ineficiente y lento que  antes. 
No hay  dudas de que el genio español logró en Quevedo una de sus más altas cumbres. Su  audacia lingüística acusa un diversificado registro que cubre desde lo sublime  hasta lo escatológico. Su maestría en el uso de las palabras, la riqueza de su  vocabulario, su ingenio, frescura, imaginación, la plasticidad de su lenguaje,  hace de él un virtuoso del idioma. Su riguroso estoicismo, tan español, y su  mordacidad cáustica, le llevan de  la piedad a la blasfemia, en eso también muy español. Por su agudeza, gracejo y  vivaz talento Quevedo ha sido calificado como el más grande satírico español.  
Se  considera que la mayor parte de la producción de Quevedo se ha perdido y otros,  como Gómez de la Serna, estiman que nunca llegó a escribir su verdadera obra, su  aliento principal se disolvió en tareas de creación menor. Su narrativa está  hecha de jirones delirantes, como fugaces visiones apocalípticas, de crudo  realismo y sardónica causticidad y en ello muestra la sociedad de su tiempo  en toda su terrible desnudez, en sus abismos y extravíos, con el rigor de una  disección satírica. Tampoco debemos olvidar en Quevedo a uno de los más grandes  poetas líricos del idioma. 
Dejó más  de novecientos poemas que sumados a su obra narrativa constituyen una producción  de insólita envergadura. La mayor parte de su obra la escribió en la Torre de  Juan Abad, su propiedad campestre en las cercanías de Madrid, donde se retiraba  entre los flujos y reflujos de su vida política. En 1639 colocó debajo de una  servilleta del Rey un memorial en verso contra el desgobierno del conde Duque,  exponiendo las tribulaciones del pueblo y el malestar de la nación. Unos días  después cenaba en casa del duque de Medinaceli cuando llamaron a la puerta y el  alcaide demandó a Quevedo que se diese preso a la justicia.  
Cuatro  años estuvo encarcelado y salió al caer en desgracia el conde Duque; para  entonces su salud se había quebrantado seriamente y murió poco después de ser  libertado. Hoy, Quevedo se lee con regocijo y lo sentimos contemporáneo. De  haber escrito solamente el soneto Amor constante más allá de la muerte  sería recordado por ello: serán cenizas, mas tendrá sentido / polvo serán,  mas polvo enamorado. El polvo que de él quede será, sin dudas, polvo  enamorado. 
	    
            	
	

