Traducido del árabe para Rebelión por Alma Allende
Tras la disolución del discurso sobre los «emiratos salafitas» y las «bandas armadas», manifiestamente inconsistentes, el régimen sirio ha recurrido al discurso de la «conspiración colonial», sobre todo tras la última decisión de la Liga Arabe. Este discurso suscita mucha pasión en algunas de las fuerzas políticas porque les permite encubrir su alineamiento sectario bajo una cuestión de principios asociada al enfrentamiento contra las potencias imperialistas que ambicionan las riquezas del mundo árabe; y encuentra algo de aceptación en medios intelectuales nacionalistas y de izquierdas porque les permite huir de la necesidad de dejar a un lado su pereza mental a la hora de analizar grandes cambios no recogidos en sus viejos diccionarios.
El discurso de la «conspiración» sólo es posible a condición de renunciar a la memoria. Presupone suprimir los hechos que desencadenaron la revolución popular siria:
El primer hecho es la tentativa inicial de un pequeño grupo de la izquierda laica de manifestarse en Damasco. Esta pequeño movimiento fue respondido con una severa violencia, lo que impidió que se transformara en un fenómeno más amplio en los medios intelectuales.
El segundo hecho es la tragedia de los niños de Deraa que escribieron sobre el muro la consigna «el pueblo quiere derrocar el régimen», influenciados por la atmósfera general resultado de las revoluciones tunecina y egipcia. Esta pequeña travesura infantil se convirtió en la expresión estridente de una realidad doblemente reveladora. Por un lado, expresa la osadía de los niños, que se atrevieron a decir lo que los mayores callaban por miedo o por cálculo; así como ilumina, por otro lado, el carácter feroz del régimen y su policía secreta, dueños de Siria desde hace cuatro décadas. En lugar de pedir disculpas por las torturas infligidas a los niños y castigar a los culpables de este repugnante delito, el régimen se permitió ir más allá: detuvo a los niños y humilló y deshonró a las familias que acudieron a mediar, lo que encendió la chispa de la revolución en Hauran para extenderse luego a toda Siria. Y el cuerpo despedazado del pequeño mártir Hamza Al-Khatib se convirtió en un símbolo.
El tercer hecho es el menosprecio de las reivindicaciones del pueblo. El régimen sirio sustituyó la expresión «ratas» utilizada por Gadafi para describir a los manifestantes por la de «microbios», muestra de altanería, desafío y arrogancia que sólo podía dejar paso a la represión sin piedad como único medio de frenar el movimiento popular, convirtiendo así cada manifestación en un campo abonado para el asesinato y la violencia.
Estos tres hechos deben ser la base de cualquier discurso en torno a la situación siria actual. Antes de hablar, como hace el régimen, de la «conspiración estadounidense-saudí-qatarí» que pretende hacerlo caer o, como hace la oposición, del empeño israelí en sostenerlo, debemos arrancar nuestros análisis de estos tres hechos. Sólo así podremos entender algo de la revolución siria, en su condición de revolución espontánea iniciada por una población desesperada en defensa de su dignidad humana, pisoteada por las botas militares, sin aguardar a una oposición a la que la represión había marginado y despedazado.
¡Difícil de creer la hipótesis de la «conspiración espontánea»! Esta clase de discurso mezquino pertenece al pasado y nunca más podrá convencer a nadie. ¿Cómo persuadir de ella a los sirios, testigos de esta combinación de instrumentos de tortura y medios de propaganda empleada para triturar la imagen heroica de su lucha y su nobleza?
La espontánea intifada popular no sorprendió sólo al régimen despótico; sorprendió también a la oposición democrática, como sorprendió al mundo en su conjunto. El desconcierto internacional al que asistimos en los primeros días de las revoluciones tunecina y egipcia se ha repetido en Siria a lo largo de los últimos ocho meses. Esto no significa, por supuesto, que no existan las conspiraciones contra la región. Empezó la conspiración en Egipto cuando el régimen comenzó a precipitarse en el abismo y las fuerzas conspiradoras corrieron a urdir una dictadura disfrazada para abortar la revolución. Como hubo una conspiración en el caso de Libia, propiciada por la obstinación del estúpido dictador, que dejó entrar la intervención extranjera, eligiendo la destrucción del país como precio a pagar por el derribo de su trono imaginario.
La sorpresa de la revolución no exime de responsabilidad a los revolucionarios y a las fuerzas de oposición. Sólo la revolución puede proteger Siria de la fragmentación que amenaza al país como consecuencia de la necia política del régimen, que se sustenta en el apoyo exterior y que no vacila en destruirlo todo.
En su noveno mes la revolución siria afronta cuatro graves peligros:
El primero es el deslizamiento hacia comportamientos sectarios. Esta es la trampa mayor que amenaza con demoler todos los valores en defensa de los cuales han muerto miles de personas. Cualesquiera que sean las causas, hay que decir «no» a la venganza sectaria, y es responsabilidad del Consejo Nacional Sirio y de todas las fuerzas de oposición el rechazo de este comportamiento. Una revolución que incurre en el racismo está cavando su tumba con sus propias manos.
El segundo peligro es el uso de las armas. Se han producido deserciones en el ejército y numerosos grupos militares afirman pertenecer al Ejército Libre. Es necesario que este ejército someta su estrategia a la dirección política, para que no se convierta en una herramienta de los intereses exteriores. Y es necesario que estos militares comprendan que la revolución siria es una revolución popular pacífica y no un golpe de Estado.
El tercer peligro es la tentación de la intervención militar exterior. Esta intervención sería mortal para la revolución porque alimentaría la ilusión de que las potencias colonialistas occidentales estarían acudiendo a salvar al pueblo del yugo de un régimen que, en realidad, siempre se especializó en inclinarse y ofrecer servicios al exterior a cambio de perpetuar su poder. La intervención militar exterior llegará, si es que ha de llegar, en el momento de máximo desfallecimiento del régimen, justo antes de su caída, por lo que no tendrá ningún sentido, y expondrá a Siria precisamente a la trampa de la «conspiración».
El cuarto peligro puede venir de no tomarse suficientemente en serio la acción política. El régimen maniobra y miente, pero eso no quiere decir que no reciba presiones políticas. Pero las presiones árabes y, sobre todo, internacionales no solucionan el problema. El problema lo soluciona el pueblo sirio al emprender la batalla en favor de la democracia, una batalla que no está librando en el marco de ningún eje estratégico ni en favor de los déspotas del petróleo sino para defender la libertad de Siria y de los árabes. La responsabilidad de salvar a Siria de la conspiración a la que nos conduce la locura del régimen y su proyecto suicida, compete a la oposición y a los activistas de las Coordinadoras. Puede que el camino sea largo y difícil, pero es el camino de la libertad diseñado por la dignidad de la gente mientras afrontaba la vileza y la represión.
La Plaza de Tahrir
Ha vuelto la plaza de Tahrir a sus dueños; han vuelto los revolucionarios de Egipto a su plaza. Ni la dictadura enmascarada ni la declarada volverán a ser posibles allí. La Junta Militar dio un golpe de Estado contra la revolución antes de que ésta alcanzase ninguno de sus objetivos y recuperó sus viejas prácticas represivas.
Han vuelto los jóvenes a la plaza para escribir una nueva página de su revolución. No puede detenerse la revolución a mitad de camino. Porque ese medio camino abre una amplia puerta a la contrarrevolución y permite a la conspiración vaciar de contenido el combate.
Los jóvenes egipcios son conscientes de esto y por eso afrontan las mismas balas en la misma plaza.
Son ellos los que llevan a su patria en las gargantas heridas de tanto gritar libertad; y en sus puños alzados el amor, la nueva vida y la solidaridad.
http://www.alquds.co.uk/index.asp?fname=data20111111-2121qpt998.htm&arc=data20111111-2121qpt998.htm