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Aterrizaje en la Mukata

«¿Quién envenenó al presidente?», el multitudinario grito en Ramallah

Fuentes: The Independent

Ramallah, 12 de noviembre. Cuando aparecieron en el cielo dos helicópteros militares egipcios de verde pálido, ante de concluir su melancólico trayecto desde El Cairo, ya estaba perdida la lucha por evitar que el pueblo tomara las calles en el entierro de Yasser Arafat. Con el complejo de la Mukata repleto con decenas de miles […]

Ramallah, 12 de noviembre. Cuando aparecieron en el cielo dos helicópteros militares egipcios de verde pálido, ante de concluir su melancólico trayecto desde El Cairo, ya estaba perdida la lucha por evitar que el pueblo tomara las calles en el entierro de Yasser Arafat.

Con el complejo de la Mukata repleto con decenas de miles de personas que coreaban, señalaban las naves y ondeaban banderas, era absurdo suponer que la multitud se mostraría paciente. Los asustados pilotos, quienes consideraron abortar el aterrizaje, lograron descender y tocar tierra sin lastimar a nadie, esquivando los disparos lanzados al cielo por algunos dolientes.

Tras las plegarias del mediodía quedó claro qué tan equivocados estaban quienes predijeron un entierro lleno de apatía. Antes, inclusive, de que se arrojaran insensatamente hacia los helicópteros, cuyas enormes y amenazadoras hélices arrojaban polvo a los rostros, las masas se habían apostado dentro y alrededor del complejo, a la espera de un Arafat muerto, al igual que lo hicieron cuando regreso, muy vivo y triunfal, a Gaza después de su exilio en Túnez, en 1994.

Las mezquitas de Ramallah se vaciaron y las multitudes comenzaron su mesurada pero determinada marcha hacia la Mukata. Cuando alcanzaron a verla, los más jóvenes apretaron el paso y treparon en cualquier punto elevado que pudieron encontrar. Escalaron el muro de concreto de dos metros y medio de alto, en el costado sur del complejo, y arrancaron el alambre de púas que lo cubría.

Llenaron la colina cubierta de grava que está en el lado norte y algunos treparon a redes de tubería de tres pisos para evadir a guardias de seguridad que trataban de impedir que la gente llegara a las azoteas de los edificios, que fueron rentados a precios muy elevados a las cadenas televisivas.

Se constató como invencible la voluntad de la mayoría de las al menos 40 mil personas que fueron a hacer los últimos honores, los que estaban en las primeras filas, en su mayoría hombres furiosos que llevaban la kefia a cuadros blanco y negro, golpeaban las puertas de acero a un lado del complejo exigiendo que los dejaran entrar.

Los que estaban atrás coreaban: «Queremos ver a Abu Ammar (nombre de guerra de Arafat)». También, en ominosa referencia a los insistentes rumores sobre las causas de la muerte: «De Ramallah a París, ¿quién envenenó al presidente?»

Los temores de que el entierro fuera una versión más pálida de las exequias ultraoficiales que se celebraron horas antes en El Cairo se incrementaron cuando se vio el cómico ingreso al complejo del mufti de Jerusalén, Ekrima Sabri.

La policía tenía tanto miedo de abrir las puertas que el clérigo, y colaborador de Arafat, tuvo que subirse a los hombros de un guardia uniformado, para luego ser levantado en vilo con todo y su larga túnica, por encima de la barda.

Los dolientes ahogaron con sus gritos las órdenes de un alto funcionario policial que apeló a la calma, pero callaron brevemente sólo cuando apareció del otro lado del muro la cabeza de Tayeb Abdul Rahim, jefe de protocolo de la Autoridad Nacional Palestina.

«El mundo los está viendo por las cámaras de televisión», les dijo Rahim. «Sé que todos quieren ver al presidente, pero les digo francamente que no van a entrar antes de que el helicóptero aterrice en la Mukata». Sin embargo, la policía se plegó ante lo inevitable y abrió las puertas cerca de las 13:30. Los helicópteros llegaron a las 14:25.

Hubo caos durante el aterrizaje, recibido con continuos disparos de rifles semiautomáticos hechos por militantes enmascarados, pero mayormente de guardias uniformados que homenajearon así al único hombre que logró ejercer control unívoco sobre ellos. Surgieron cantos ya conocidos de la frenética multitud: «Sacrificaremos nuestra sangre y almas por ti, Abu Ammar».

Pasaron más de 10 minutos antes de que las puertas del helicóptero se abrieran, mientras la multitud empezaba a rodear el aparato. Muchos trataban de tocar el fuselaje; el aterrado conductor del vehículo negro de las fuerzas de seguridad que debía recoger el cadáver para llevarlo a la mezquita de la Mukata, a unos 200 metros de distancia, se echó en reversa y avanzó a espeluznante velocidad, lo que hizo que dolientes y guardias se desperdigaran en todas direcciones.

La cabeza calva de Saeb Erekat, ministro del gabinete palestino, podía verse saliendo de la puerta, pidiendo a gritos a la multitud que hiciera espacio para sacar el féretro.

Finalmente, el auto retrocedió para que el ataúd, con seis agarraderas de bronce y aún cubierto con la bandera palestina que le colocaron en el aeropuerto de Villacoublay 24 horas antes, fue sacado por soldados palestinos ataviados con boinas verdes que de alguna forma lograron abrirse paso.

Desde las azoteas podía verse la bandera negra, verde, blanca y roja subiendo y bajando, navegando en la multitud contenida por soldados que usaban bastones de madera.

El ataúd se detenía y en algún momento empezó a retroceder; fue entonces cuando pudo ocurrir lo que los israelíes temían: que jóvenes militantes se apropiaran del cadáver y marcharan con él a la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, donde Arafat quería ser sepultado. Pero no sucedió.

De alguna forma, los soldados que llevaban el féretro, sudorosos y atemorizados, continuaron el paso seguidos por una maltrecha banda naval que tocaba un himno fúnebre casi inaudible. Finalmente, el cortejo alcanzó el automóvil negro estacionado ante el semidestruido complejo rodeado de sacos de arena en que Arafat vivió, planeó y rezó durante dos años y medio.

Escenas de pánico

Momentos más tarde, el vehículo fue el centro de nuevas escenas de caos y pánico. Guardias de seguridad se pararon sobre el techo del automóvil al lado de militantes que vestían túnicas negras y que portaban rifles AK47.

Siguieron apostados ahí mientras el carro fúnebre avanzaba a vuelta de rueda entre la multitud hacia la profunda y blanca tumba de mármol que se construyó para el rais durante los últimos dos días.

Tan ansiosa estaba la muchedumbre de ver el ataúd dentro de la tumba que uniformados tuvieron que meterse a la fosa para evitar que saltaran dentro de ella dolientes conmovidos. Se retrasó mucho el entierro, que se realizó con tierra traída de los alrededores de Al Aqsa, lugar que también es sagrado para los judíos por estar cerca del Templo del Monte.

El primer ministro israelí, Ariel Sharon, se rehusó férreamente a permitir que el cuerpo de Arafat fuera enterrado en Jerusalén, y exigió que el funeral se realizara en Gaza.

Entre las personas que estuvieron a un lado de la tumba estaba la suegra de Arafat, Raimonda Tawhil, pero no se vio a la esposa del presidente, Suha. Como señal de respeto al origen cristiano de la viuda, sin embargo, el clérigo griego ortodoxo Attalah Hanna, también estaba junto a la tumba.

Durante los últimos ritos ante la sepultura, ya llena de guirnaldas, Yyaqub Kiraish, imán muy cercano a Arafat -encarcelado y exiliado en el pasado por los israelíes-, lanzó un mensaje directo y desafiante. «Juramos respetar tu voluntad y colocar una bandera palestina sobre cada casa de seguridad, en sus iglesias y el sus mezquitas. Continuaremos la lucha. Nuestra sangre correrá como agua por Jerusalén».

No fue difícil captar el mensaje de que cualquier futuro sucesor de Arafat no podrá conceder nada más allá de lo que él ofreció para lograr los acuerdos de Oslo. En otras palabras, ningún otro dirigente palestino podrá hacer más concesiones, ni en lo referente a Jerusalén ni en lo de las fronteras entre Israel y un nuevo Estado palestino en las negociaciones que George W. Bush y Tony Blair prometieron relanzar cuando se reunieron este viernes en Washington.

© The Independent
Traducción para La Jornada: Gabriela Fonseca