¿Y si hubiese ideología en la economía? ¿Y si, al contrario de lo que ocurre en ciencias como la física o la química, no existiese un único paradigma científico, sino varios, cada uno de los cuales tendría su correspondiente repertorio de razones para ser reivindicado como válido o no?
«Los economistas no son científicos en el mismo sentido que lo son los físicos, y a menudo tienen pocas certezas absolutas que puedan compartir.» (Abhijit V. Baherjee y Esther Duflo, premios Nobel de Economía: Buena economía para tiempos difíciles)
«La ideología, a la vez que ocultación y enmascaramiento de una realidad, puede ser revelación de esta realidad.» (José Ferrater Mora: «Ideología» en Diccionario de filosofía abreviado)
En una reciente sesión parlamentaria de control al Gobierno oí a la señora Concepción (Cuca) Gamarra –actual portavoz del Partido Popular– acusar al Presidente Pedro Sánchez de responder «con la ideología por encima de la economía» al fracaso y agotamiento de su «gobierno Frankenstein». No me detendré en comentar esta última expresión, tan sobada desde que se constituyera el primer gobierno de coalición de nuestra actual etapa democrática; pero ganas no me faltan por lo que tiene de ejemplo de cómo un arquetipo literario es usado torticeramente para lograr un efecto de rechazo, incluso de repugnancia, por lo que se presenta como una abominación, como una monstruosidad concebida contranatura. Quiero –esto sí– reparar en la primera expresión, astutamente pergeñada, que contrapone la economía a la ideología con una innegable connotación moral que tiñe de bondad al primero de los términos contrapuestos y de maldad al segundo. Hay que felicitar al partido de la oposición porque ha dado con un mensaje maniqueo, simple, que neutraliza la ya de por sí débil capacidad de pensamiento crítico de la ciudadanía. Porque, como todo el mundo sabe y es así, la economía es una ciencia mientras que la ideología es cosa de radicales fanatizados que quieren imponer sus creencias a los demás a toda costa, como son los casos paradigmáticos del comunismo, el feminismo y el nacionalismo (con la salvedad del español, claro, el único legítimo). Ellos conforman ese monstruo terrorífico a cuyas malsanas pulsiones responden las decisiones del ejecutivo, porque su ansia de poder está por encima del bienestar de los españoles. De manera que el mensaje que les llevará de triunfo en triunfo, como han demostrado las recientes elecciones andaluzas, será el de que los del Partido Popular son los adalides de la moderación, asépticos desde el punto de vista ideológico y únicamente interesados en la buena gestión de los asuntos públicos, lo que garantiza que el fundamento de sus políticas será la economía y solo la economía, esto es, la ciencia y no la ideología. Su principal vocero es el nuevo líder mesiánico, señor Alberto Núñez Feijóo, investido desde su incorporación a la presidencia de su partido del aura de la moderación, lo que se establece como verdad que se da por certificada sin cuestión.
La economía es la clave. Quien se la apropia como elemento definitorio de su identidad política tiene a la ciencia de su parte, acentúa su rol de gestor y se aleja de la caótica esfera de los intereses, los valores y los principios que no hacen sino enturbiar el juicio y sesgar malévolamente la administración de los asuntos públicos. Por el contrario, todo lo que decide el actual Gobierno, intoxicado hasta el tuétano de ideología, responde únicamente a los intereses de unos que todo lo que hacen es por detentar el poder y de otros que, según corresponda, quieren ejecutar su agenda feminista o comunista o independentista. Dicho de otra forma: la presente oposición pugna por hacer valer la verdad científica de la economía, mientras que la administración de Pedro Sánchez responde por encima de todo a los intereses de minorías radicales a las que no importa arruinar al país con tal de cumplir sus malévolos objetivos.
Pero, ¿y si hubiese ideología en la economía? ¿Y si, al contrario de lo que ocurre en ciencias como la física o la química, no existiese un único paradigma científico, sino varios, cada uno de los cuales tendría su correspondiente repertorio de razones para ser reivindicado como válido o no? ¿Qué hay detrás de la reciente petición al Gobierno por parte del señor Antonio Garamendi Lecanda, presidente de la CEOE, de «rigor presupuestario y ortodoxia económica» para frenar la inflación? ¿O es que los del gremio del señor Garamendi hacen empresa desde la asepsia ideológica, sin consideración hacia sus propios intereses de clase? Donde hay ortodoxia hay heterodoxia, es decir, disputa ideológica, y queda implícito que nos hallamos en un territorio en el que la verdad no está libre de controversia. Eso sí, el dominio de la ortodoxia –término de raíces teológicas– corresponde al reino de los dogmas, no al de las verdades científicas, necesariamente sujetas a revisión, debate y crítica.
La economía a la que aludía la señora Gamarra en su reciente intervención parlamentaria es, en efecto, aquella a la que el señor Garamendi apela, la que se tiene por ortodoxa, es decir, la neoclásica, la que ha venido estableciendo los puntos cardinales conforme a los cuales debía orientarse la brújula que ha señalado el camino de la economía global al menos desde los años ochenta del siglo pasado. A ella hay que atribuir la financiarización de la economía que condujo a la crisis de 2008, la hazaña del debilitamiento progresivo del Estado de bienestar, que no otra cosa representa esa reivindicación del «rigor presupuestario» (con su intrínseco componente de regresión fiscal), la desregulación de los mercados clave como el energético, cuyas consecuencias ahora padecemos en forma de penuria e inflación, la creciente concentración de la riqueza en el famoso uno por ciento más rico, el imparable aumento de la desigualdad, la deslocalización industrial, el crecimiento económico a toda costa como obligación suicida, etc.
Me pregunto si la señor Gamarra sabe que esa economía a la que ella apela como si fuese un catecismo escrito en letras de oro no es sino una de las muchas teorías que la historia del pensamiento económico, nacido para la modernidad con la obra del filósofo escocés Adam Smith en la segunda mitad del siglo XVIII, ha aportado al acervo cultural de nuestra civilización a lo largo de los últimos siglos. El propio Adam Smith fue el padre de la primera teoría económica, la teoría clásica. Su propuesta destaca la importancia del mercado y de la libre competencia para estimular el enriquecimiento y romper con los viejos privilegios de la poco dinámica clase terrateniente. El gobierno tiene que quedar al margen del funcionamiento del mercado so pena de alterar su orden natural. La recesión es un raro fenómeno que la teoría clásica sólo concibe como producto de causas exógenas a la actividad del mercado propiamente dicha.
La escuela neoclásica toma forma en la década de 1870 con las obras de William Jevons y Leon Walras. En 1890 la publicación de Principios de economía de Alfred Marshall supone su firme establecimiento. Serán los economista neoclásicos de esta época los que cambiarán el nombre de la disciplina. Ya no se llamará «economía política», como marcaba la tradición hasta el momento, sino «economía», a secas. Con el cambio de nombre se declaraba algo característico de la concepción neoclásica, implícito igualmente en nuestros días cuando desde los partidos que comulgan con la ideología neoliberal se justifican determinados programas aludiendo a las «verdades científicas» de la economía, a saber, que los análisis de la economía neoclásica son ciencia pura y dura por completo desvinculados de la dimensión política (contaminada de ideología) y, por ende, de consideraciones éticas; a salvo en consecuencia de juicios de valor subjetivos. Todo su análisis «científico» se sustenta, sin embargo, sobre una creencia que no casa con la realidad de los hechos: los individuos saben lo que hacen y hay que dejarles hacer. En sus decisiones, guiadas siempre por la racionalidad, persiguen la máxima utilidad. El foco de atención de la economía tiene que ponerse, no en la producción sino en el consumo y el intercambio.
De la escuela clásica conserva y desarrolla la escuela neoclásica (por eso se llama así) dos ideas centrales, que son: (1) si bien los actores económicos se comportan como individuos egoístas, la libre competencia en el mercado garantiza que el resultado final de sus acciones sea a la postre socialmente benigno (la famosa y misteriosa «mano invisible» de Adam Smith); (2) el mercado se autoequilibra, lo que quiere decir que hay que dejarlo en paz (sin intervención del gobierno), puesto que por sí solo tiende a volver al equilibrio.
Ambas ideas las ha desmentido la realidad de manera contundente y tremendamente costosa desde el punto de vista social en dos ocasiones en menos de un siglo: las crisis de 1929 y 2008. Desde la primera de ellas hubo un debate en la escuela neoclásica en torno a la aceptación del fallo del mercado a partir de la aportación del profesor de Cambridge Arthur Pigou, pero con el tour de forcé ideológico que tuvo lugar en la década de 1980, liderado por Milton Friedman y los Chicago boys, se ha vuelto al par de dogmas antes enunciados que conllevan la aceptación de la eficiencia del mercado y la consecuencia política que propugna que el gobierno mantenga sus manos fuera de aquél.
El poderío académico y político (éste último plasmado en el consenso de Washington) de la economía neoclásica ha eclipsado por completo las alternativas teóricas, algunas de ellas exitosas hace tiempo a la hora de inspirar las políticas económicas de los gobiernos. Es el caso de la escuela keynesiana (por el economista británico John Maynard Keynes), que influyó de manera significativa en el devenir económico del mundo desarrollado en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, época conocida como «los treinta gloriosos» por su crecimiento sostenido y sus magníficos niveles de empleo (a pesar de sus elevados tipos impositivos para los más ricos). La idea central de esta concepción económica consiste en considerar que lo que es bueno para un individuo puede no serlo para el conjunto de la economía. De esta premisa se deduce la necesidad de la intervención de los gobiernos en el sistema económico con los ojos puestos en la consecución del pleno empleo; para lo cual será necesario el desarrollo de políticas fiscales activas.
Hay más teorías económicas. Algunas nos advierten de los peligros de descarrilar que corre el capitalismo. Es el caso de la marxista, de la schumpeteriana (por el economista austriaco Joseph Schumpeter) o de la austriaca (cuyo máximo representante fue Friedrich August von Hayek). Por su parte la escuela institucionalista critica la visión individualista y subraya el hecho de que la sociedad moldea a los individuos. Esa racionalidad que se atribuye a los actores económicos de acuerdo con el planteamiento neoclásico es considerada un mito, puesto que la racionalidad humana no puede ser entendida como algo atemporal, ya que es moldeada por el ambiente social, a su vez compuesto por las instituciones, consistentes básicamente en reglas formales e informales. Esta propuesta es congruente con la idea de la escuela conductista, que asume que las personas no somos lo bastante inteligentes como para acertar siempre en la toma de decisiones, por lo que necesitamos reglas para restringir deliberadamente nuestra libertad de elección. En cualquier caso la organización (institucional) de la economía es un aspecto a valorar tanto o más que el mercado al cual se empeña en encomendarlo todo la concepción neoclásica.
Uno de los pocos economistas que vieron venir el desastre de 2008 fue el australiano Steve Keen, profesor de economía y finanzas en la Universidad de Western Sydney de Australia. Su predicción de la catástrofe que él veía inminente la puso negro sobre blanco en un libro que tituló La economía desenmascarada publicado en el original inglés (Debunking economics) a principios de siglo. El texto es esencialmente una profunda y exhaustiva crítica al paradigma predominante de la economía neoclásica. El autor critica la formación académica de la mayoría de los economistas, que no permite el conocimiento de las alternativas teóricas –que ya hemos visto que son unas cuantas–, para explicar que la mayoría de los economistas, y sobre todo los que tienen responsabilidades de decisión en organismos relevantes (FMI, OMC, Banco Mundial, ministros de economía…), conciban que la «ciencia» económica sólo es su versión neoclásica. Keen se hace una pregunta que es tan obvia como raramente planteada: ¿por qué a pesar de tantos bienintencionados economistas neoclásicos, casi todas sus recomendaciones favorecen a los ricos antes que a los pobres, a los capitalistas antes que a los trabajadores, a los privilegiados antes que a los desposeídos? Su respuesta: «Llegué a la conclusión de que la razón por la que manifestaban estas conductas tan poco intelectuales, tan ideológicas y en apariencia tan destructivas desde el punto de vista social no tenía que ver con patologías personales superficiales, sino que era de naturaleza más profunda: lo que ocurría es que la forma en que habían sido formados les había inculcado las pautas de comportamiento de los fanáticos, más que de intelectuales desapasionados».
Para Keen no hay duda de que la teoría neoclásica, la actualmente predominante, la «ortodoxa», es errónea. Buena parte de su libro lo dedica a demostrar que fue inútil a la hora de poner los medios necesarios para evitar la gran crisis de 2008 porque, para empezar, impidió que se la pudiera prever. En palabras del propio Keen la crisis fue «un hecho invisible para los economistas neoclásicos, porque su teoría les lleva a ignorar los factores clave que la provocaron: la deuda, el desequilibrio y el tiempo». Pero, por encima de todo, fue la causante de que ocurriera y de que sus efectos fueran peores de lo que podían haber sido.
Se requiere, pues, cultivar una forma distinta de pensar la economía. En primer lugar hay que hacer un hueco cada vez más grande a la heterodoxia en la actual «ciencia» económica. Para ello se precisa cambiar el enfoque actualmente vigente del análisis económico basado en el idealismo (del que se nutre toda ideología en mayor o menor medida) a otro basado en el realismo. Ahora bien, poco efecto práctico (vale decir ético y político) tendría esa heterodoxia teórica sin una ciudadanía informada y vigilante; para que exista es menester procurarle un conocimiento suficiente tanto de los problemas que presenta el pensamiento económico como de la necesidad de enfoques alternativos en economía. Quizá así no le resultase tan fácil de practicar con éxito a la señora Gamarra su sofisma sobre quién pone la ideología por encima de la economía. Porque ¿de qué economía estamos hablando? Y si da por hecho que es la única que actualmente se da por válida, la «ortodoxa», sin consideración alguna a las legítimas alternativas, negando así el ejercicio del pensamiento crítico, ¿no está ella misma incurriendo en un discurso ideológico? No es la verdad científica la que respalda la economía a la que apela la portavoz parlamentaria del PP, sino la ideología, la misma que inspira –y a los hechos me remito– las decisiones que toma cuando ostenta el gobierno de este país su partido.
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