Traducido para Rebelión por J.M. y revisado por Caty R.
Hay una enorme diferencia entre un estado nación, formado por la mayoría de sus ciudadanos, y una teocracia, que nos obliga definirla con conceptos religiosos.
Uno de los talentos del primer ministro Benjamin Netanyahu es su habilidad para dejar grabado en la conciencia pública cortos y contagiosos lemas, de forma tal que no parezcan políticos. Resulta difícil removerlos y más aún desbaratar las manipulaciones que contienen. ¿Quién puede discutir con la demanda de los palestinos de «reciprocidad»? O con la ecuación «si ellos dan, querrán recibir, si no reciben, no entregarán»; o el lema «guerra al terror» y el de la «amenaza iraní».
Y qué deberíamos responder: ¿no a la reciprocidad?, ¿desigualdad?, ¿entregarán y no recibirán? O quizás, el terror no existe e Irán no es una amenaza? Así es, nadie es mejor que Netanyahu en este aspecto. El problema comienza cuando le toca a él confrontar esta lógica de hierro con la realidad, resulta el trabajo más duro del primer ministro, cuando tiene que poner en escena con sonido, con símbolos y en forma de anuncios publicitarios.
La última palabra aparecida en el léxico propio de Netanyahu es «judío», puesta para diferentes conceptos: «Estado judío», «reconocimiento de la nación-estado judío del pueblo judío» y «nuestra identidad judía». Cierto es que no es una palabra nueva, pero Netanyhau, con su talento, se la apropió para sus necesidades políticas del momento tal como se recluta una furgoneta en caso de llamada a la reserva. ¿Quién puede argumentar contra esto? ¿Qué podemos responder, que nos oponemos a la existencia de un Estado judío? ¿O que nos inclinamos por la solución de dos estados? No sorprende que la dirigencia en el poder político y los medios de comunicación adopten casi de inmediato la nueva retórica del primer ministro.
De esta manera, Netanyahu nos vendió algo nuevo. La «amenaza iraní» fue olvidada, el «terror» fue abandonado, y, repentinamente, nuestras vidas penden de dos circunstancias: la demanda de que los palestinos «reconozcan» el derecho de los judíos a un Estado y la demanda de que los árabes que viven en Israel y otros gentiles juren lealtad al «judaísmo del Estado». Y es asombroso cómo fue «judaizado» todo el discurso político. Tan sorpresivamente como que tanto el líder del partido laborista Ehud Barak como la dirigente de Kadima, Tzipi Livni, recitan «nuestra identidad judía» y «el Estado judío», como niños obedientes, así sea que hablen sobre concesiones políticas o un encuentro en memoria de Yitzhak Rabin.
Tal como parece, todos hablan sobre los mismo, conservar el carácter único de Israel, tal como se fue desarrollando durante los últimos 100 años, especialmente gracias a poder conservar la mayoría demográfica judía. Pero sería un error y un desmerecimiento del poder de Netanyahu pensar que su «judaización» del conflicto es meramente una cuestión semántica o de simbolismo.
Y esto se debe a que hay una enorme diferencia entre una nación-estado formada por la mayoría de sus ciudadanos y que existe para ellos y para sus necesidades, y una teocracia que nos compele a una definición religiosa. Hay una enorme diferencia entre un Estado normativo y una entidad trascendental, cuyo destino de sus ciudadanos es retirado porque «pertenece» a una «nación» que retrocede a varias generaciones anteriores y que estuvieron presentes en diferentes continentes; una comunidad donde tanto el dueño de un casino de Atlantic City como un rabino que reside en alguna colonia de la Cisjordania se arrogan el derecho de dictaminar sobre sus fronteras y su destino, sólo por el hecho de la religión.
Es cierto que también la «izquierda», incluso más que la «derecha», habla mucho de la «identidad judía» de Israel como el argumento más convincente para el retorno a las fronteras de 1967. Pero lo que parece obvio -definirnos como la nación israelí- no está puesto como alternativa a la visión que ve al Estado básicamente como el brazo armado del «pueblo judío», y una especie de «territorio armado de la comunidad israelí». Lo primero es lo que debe ser definido, pero fue rechazado y negado, e incluso desconocido por la Corte Suprema. Y cuando no hay reconocimiento de este destino de nación, como se está viendo claramente, no hay ni democracia ni paz.
Fuente: http://www.haaretz.com/print-