No existe término para calificar el horror, la infamia, la monstruosidad de los crímenes del «déspota de Damasco y de todos los canallas a su sueldo». La lectura del testimonio de Hasna Al-Hariri resulta casi insoportable, casi imposible. Precisamente cuando la llamada comunidad internacional está avalando la permanencia en el poder del clan Assad, responsable […]
No existe término para calificar el horror, la infamia, la monstruosidad de los crímenes del «déspota de Damasco y de todos los canallas a su sueldo». La lectura del testimonio de Hasna Al-Hariri resulta casi insoportable, casi imposible. Precisamente cuando la llamada comunidad internacional está avalando la permanencia en el poder del clan Assad, responsable comprobado de los peores crímenes contra la humanidad. La afirmación de Hasna Al-Hariri basta para que caiga el oprobio sobre quienes se hacen cómplices, de facto, de las infamias del poder de Assad: «Nuestras hijas entran en prisión puras como la plata. Salen destruidas y como muertas vivientes. Pero ¿hay una sola voz con fuerza, en Occidente, que se haya levantado para defenderlas y exigir su liberación? Citadme una sola. Pues bien, no la hay» (Redacción de A l´encontre).
Antes de la difusión en France 2 de un documental sobre la violencia sexual perpetrada durante la guerra civil siria, Le Monde publica el testimonio de Hasna Al-Ariri, 54 años, víctima de la locura del régimen de Bachar Al-Assad.
Es un crimen silencioso. Un crimen masivo, fundado en uno de los tabúes mejor anclados en la sociedad tradicional siria. Un crimen perpetrado desde los primeros meses de la revolución, en la primavera de 2011 y que se perpetúa en los numerosos centros de detención gestionados por el régimen de Bachar Al-Assad: la violación, un arma de guerra. Le Monde publicó, el 6 de marzo de 2014, una investigación de Annick Cojean titulada «La violación, arma de destrucción masiva» (http://abonnes.lemonde.fr/pro
Esta vez, es un film, Syrie le cri etouffé, («Siria el grito ahogado»), realizado por Manon Loizeau y coescrito con Annick Cojean, con la ayuda de Souad Wheidi, difundido en diciembre por France 2 en el marco de una jornada consagrada a Siria, el que da la palabra a esas mujeres doblemente víctimas: del régimen, claro, pero también de sus propias familias, dispuestas a repudiarlas, incluso a matarlas, cuando salen de la detención. La cultura y la tradición patriarcales son implacables: la violación deshonra al conjunto de la familia, incluso al clan, el barrio, a toda una comunidad. La injusticia llega así al colmo: la mujer es culpable de ser víctima, o supuesta víctima, puesto que la simple detención en un centro de «información» equivale hoy a una presunción de violación.
Crímenes «de honor» y suicidios de ex detenidas son frecuentes. Varias de nuestras interlocutoras han atentado contra sus vidas. Las principales ONG, que tienen grandes dificultades para recoger informaciones sobre el tema, estiman que es una de las principales razones que empujan a las familias sirias por las rutas del exilio. Hasna Al-Hariri, 54 años, es una de las muy pocas mujeres dispuestas a testimoniar abiertamente. «¿De qué podría ya tener miedo, puesto que he perdido todo?» exclama.
Le Monde había estado con ella en 2016 en Jordania, muy cerca de la frontera siria y de la región de Deraa, donde habitaba antes de la revolución con sus diez hijos, sus suegros y tres nietos. Se encuentra aún allí, herida para siempre por el asesinato de tres de sus hijos, de su marido, de cuatro cuñados y de cuatro yernos, y por las violencias que sufrió cuando estuvo detenida. Pero combativa, respetada y rodeada, como «madre de mártires», por jóvenes rebeldes exiliados, obsesionada por la necesidad de llevar a Bachar Al-Assad ante un tribunal internacional. Nos hemos entrevistado con ella por Skype, el sábado 2 de diciembre, poco después de su vuelta de la conferencia de Riad (Arabia Saudita) que reunía a las diferentes plataformas de la oposición siria, a la que asistía como independiente. Esto es lo que nos ha dicho (Prólogo de Le Monde al testimonio de Hasna Al-Hariri, 5-12-2017)
Testimonio
Fue tras la deserción de uno de mis hijos, soldado en el ejército sirio, cuando mi vida cambió bruscamente y toda mi familia se convirtió bruscamente en «enemiga del régimen». Mi hijo había servido durante once años, pero la orden de disparar sobre cualquiera a quien se sospechara de revolucionario, aunque fuera pacífico, le resultó insoportable y desertó el 20 de abril de 2011. Tres días más tarde, nuestra casa, situada en un pueblo de la región de Deraa, era invadida por los militares, registrada, robada, luego asaltada de nuevo cada dos días, hasta que un disparo de lanzacohetes, el 10 de mayo, la destruyó casi por entero. El 15 de mayo, otro de mis hijos, rebelde, que estaba siendo atendido en un hospital de Deraa, era asesinado por soldados del régimen que asaltaron el edificio y mataron a 65 hombres que estaban entre los heridos. Cinco de ellos, desertores, fueron enterrados vivos.
Llevé el cuerpo de mi hijo al pueblo y me dediqué, a partir de entonces, a buscar alimentación y medicamentos para mi familia, pero también para los rebeldes. Si, por supuesto que quería ayudarles. Reclamaban el derecho a expresarse, ¡pero no querían la guerra!. Como estaba vigilada y seguida, fui detenida por primera vez el 14 de junio de 2011, detenida primero en una base de los servicios secretos de Deraa, luego transferida a Damasco, al centro 215 de la seguridad militar. El que se llama «el centro de la muerte», porque allí muere diariamente, bajo la tortura, un gran número de prisioneros.
Lo que vi en los pasillos del subsuelo, antes incluso de entrar en mi celda, parecía una visión del infierno. El suelo chorreaba de sangre, había cadáveres en las esquinas, y asistí a escenas de tortura inconcebibles, bajo los gritos, las amenazas, las injurias: jóvenes desnudos golpeados con bastones o cables que les arrancaban la carne, suspendidos por los brazos a cadenas que colgaban del techo, crucificados, atados a neumáticos, empalados en los pies. He visto cortar miembros con la aserradora en seres vivos, para asustar a los demás y hacerles confesar cosas que no habían hecho. Los gritos resonaban en toda la prisión.
Había entonces pocas mujeres. A mi llegada, y a pesar de mi edad, fui desnudada, y tuve que sufrir así, sin ropa, días y días de interrogatorio. Fui profundamente humillada. Golpeada con todo tipo de instrumentos. Sometida a los choches que una porra eléctrica que me pasaban por todo el cuerpo. Hundida durante días en un barreño de agua sucia en la que me metían la cabeza para forzarme a responder a sus preguntas: ¿Quiénes son los terroristas a los que apoyas? ¿Cuánto dinero recibes de Israel? ¿Qué redes conoces con los cataríes y los sauditas?». !Estas preguntas eran tan absurdas, para mí que no conocía más que a jóvenes deseosos de libertad! Un joven soldado me metió los dedos en la vagina. Grité: «¡Yo podría ser tu madre!». Pero la violación estaba en todas partes. En los actos, en las amenazas, en los discursos. Era la palabra clave. Violación. Para romperme, los guardas me hacían entrar en las salas de tortura en la que hombres desnudos eran violados y me gritaban: «¡Mira bien!. Es lo que les pasará a tus hijos e hijas si continúas complotando contra el régimen. ¡Os violaremos a todos!». Saben que en nuestras sociedades la violación es peor que la muerte.
«Lo peor es lo que ha hecho a nuestras hijas»
Me soltaron. Mataron a mi hijo desertor. Como al marido de mi hija, que simplemente se había parado al borde de una carretera para prestar auxilio a heridos que se desangraban. Luego encontramos el cuerpo de mi sobrino, también desertor, con los ojos arrancados. De nuevo, fui detenida y puesta en una celda estrecha con una veintena de mujeres de todas las edades. Venían a buscarnos una por una. Volvían desnudas, tumefactas, rotas, llorando. Al comienzo evocaban bofetadas y palizas, ninguna se atrevía a confesar que había sido violada. Pero la angustia de caer embarazada era tan atroz y obsesionante que, rápidamente, solo se hablaba ya de ello. Las violaciones. Las violaciones diarias. Las violaciones por cinco o diez hombres, que desgarraban a las mujeres gritando: «¿Tu hermano o tu marido se ha rebelado contra el régimen? ¿Quieren la libertad? Pues bien, ¡mira como se les responde! ¡Toma! ¡Violada no vales ya nada! ¡Mira lo que encuentran esos cerdos!»
En mi sala de interrogatorio, vi violar a una chica de 13 años ante los ojos de su madre. Violar mujeres de 18, 30, 55 años. Y vi morir ante mí a una joven, con los brazos y piernas apartadas atadas a sillas, que una decena de hombres habían masacrado. Lo más loco, es que más allá del sufrimiento físico, estas mujeres destruidas se enfrentaban con un sufrimiento moral que les parecía peor, comprendiendo que su futuro acababa de ser aniquilado. Que no podrían ya presentarse ante sus hermanos, sus padres o sus maridos. Que habían sido mancilladas, deshonradas para siempre a ojos de sus allegados. Y que Bachar, esa basura, había logrado eso: dislocar su familia igual que dislocaba a toda la sociedad. Es lo más atroz que ha hecho en su guerra en nuestra contra. Nos ha disparado con fusiles y cohetes. Nos ha bombardeado con tanques y aviones. Nos ha lanzado gases químicos. Pero lo peor, es lo que ha hecho a nuestras jóvenes.
Mi tercera detención duró diez y ocho meses, en el curso de los cuales mi marido fue asesinado intentando liberarme mediante una gran suma de dinero que por supuesto le robaron. Salí en enero de 2014, gracias a un intercambio de prisioneros.
Durante todos estos meses, fui transferida a varios lugares, entre ellos el centro de información del ejército del aire del aeropuerto de Mazzeh y una unidad de la seguridad política de Damasco. Pero fue en la sección 215, ya llena de mujeres procedentes de todas las ciudades -Deraa, Alepo, Homs, Idlib, Deir Ezzor- donde asistí a las peores atrocidades.
«Tuve que improvisarme como comadrona»
He visto morir a mujeres, durante la enésima violación. He visto a mujeres intentar abortar y morir de hemorragia. He visto a una joven de 13 años, suspendida por las muñecas con el pecho lacerado. He visto a guardianes entrar en nuestra celda y torcer la boca de las jóvenes exigiendo felaciones. He visto a una mujer completamente llena de sangre por su regla a la que, burlándose, le echaban ratas que le comían el sexo. Si, he visto eso. Murió. Quise ayudarla, grité, reclamé una manta para su cuerpo. Me la negaron: «¡Sería demasiado hermoso para ella!». Las kurdas, las cristianas, y las alauitas -pues las había- eran víctimas de un encarnizamiento particular, tratadas de putas y de guarras. Y he visto nacer bebés producto de las violaciones. ¿Quién ha hablado alguna vez de esta infamia? Si, lo que las mujeres más temían en el mundo llegaba inevitablemente: caían embarazadas y daban a luz en medio de todas nosotras, entre la mugre, los piojos, las infecciones, a ras de suelo.
Me tuve que improvisar como comadrona. Cuando se vive en un pueblo se sabe hacer ese tipo de cosas. Hice lo que pude. Alivié, asistí, animé, tranquilicé. Recogí bebés ensangrentados entre mis manos, sin siquiera saber dónde ponerlos, horrorizada. No teníamos ni sábanas ni mantas. Y no se nos dejaba siquiera hacerlo cerca de los baños, donde al menos habríamos dispuesto de un poco de agua. Nada, no teníamos nada, salvo un trozo de tela dado por una mujer que, solidaria, acababa de desgarrar su velo y las tijeras que un guardián nos prestaba para cortar el cordón umbilical y que recogía inmediatamente saliendo con el bebé que gritaba. El bebé de la vergüenza. El bebé de la desgracia. Un pequeño ser viviente que no había pedido venir y del que no se sabría nada…
Al comienzo, nos los arrancaban desde el parto. Luego, curiosamente, se los dejaban a las madres cerca de tres meses, a fin de que les alimentaran con sus pechos. Algunas sentían una repulsión inmediata por el hijo del enemigo. Por otra parte, ¿quién era el padre? ¿Un sirio? ¿Un iraní? ¿Un iraquí? ¿Un tipo de Hezbolá? De todos ellos había entre nuestros verdugos. Pero las madres acababan por cogerle cariño al bebé. Hasta el día en que, sin previo aviso, se le arrancaba de su lado. Gritaban de dolor e imploraban la muerte.
«Seré la primera en testimoniar»
Algunos partos eran trágicos, había bebés que nacían muertos, otros morían algunos días después de su nacimiento, a falta de cuidados y de medicamentos. Todos eran tirados inmediatamente. Recuerdo a una chica muy joven que, después de tres días de esfuerzos, no lograba dar a luz. Habría sido preciso practicar una cesárea. Tuve que rasgarle el perineo, se infectó la herida, se pudrió. Supliqué que se le atendiera y un guardián compasivo me trajo justo sal de mesa…
En mis diferentes estancias, me he cruzado en ese subsuelo sórdido con centenares de mujeres embarazadas. He ayudado personalmente a nacer a cincuenta bebés, he visto morir a diez bebés y cinco mamás… Había mujeres que caían rápidamente embarazadas tras su parto. Mi prima de 20 años alumbró a un chico. Sigue detenida. Hace cuatro años y tres meses… Quizás haya tenido otros hijos o hijas. Entonces, ¡que no me hablen más de la ONU ni de los derechos humanos! ¡Eso no existe! El mundo no ha hecho nada por nosotros. El mundo nos ha abandonado. Nuestras hijas entran en prisión puras como la plata. Salen destruidas y como muertas vivientes. Pero ¿hay una sola voz con fuerza, en Occidente, que se haya levantado para defenderlas y exigir su liberación? Citadme una sola. Pues bien, no la hay.
¡Nadie piensa en las mujeres! Quiero que el mundo entero sepa hasta donde ha llegado Bachar Al Assad en el horror y cómo ha martirizado a su pueblo. Un alto grado de su ejército me ha telefoneado, aquí, en Jordania, para decirme que sería asesinada si revelaba este secreto. ¡No me importa! Creía darme miedo pero es él quien debería temblar. Pues me acuerdo de todo: las fechas, los actos, los gestos, los insultos. ¡Y los nombres!. Sí, he memorizado los nombres de los oficiales, los guardianes, los violadores y de todos nuestros verdugos. Guardo pruebas. Documentos. Pues quiero poder contar a las jóvenes generaciones lo vivido por sus mayores, porqué se rebelaron, porqué han tenido que exiliarse. Y sobre todo, quiero confundir un día al déspota de Damasco y a todos los canallas a su sueldo. Pues serán juzgados un día, Inch´Allah! Y yo seré la primera en testimoniar contra ellos ante un tribunal internacional. ¡La primera! ¡Apuntadme! Eso es lo que me mantiene en pie.
Traducción de Faustino Eguberri – Viento Sur