Traducido para Rebelión por LB.
Durante la primera mitad del siglo XX mi padre abandonó la escuela talmúdica, dejó de ir a la sinagoga para siempre y manifestaba regularmente su aversión a los rabinos. Llegado a este punto de mi vida, en este comienzo del siglo XXI siento a mi vez la obligación moral de romper definitivamente con el judeocentrismo tribal. Hoy tengo plena conciencia de no haber sido nunca un verdadero judío secular, a sabiendas de que una característica imaginaria semejante carece de todo fundamento específico o perspectiva cultural y de que su existencia está basada en una visión hueca y etnocéntrica del mundo. Antes yo creía erróneamente que la cultura yiddish de la familia en cuyo seno crecí era la encarnación de la cultura judía. Un poco más tarde, inspirado por Bernard Lazare, Mordechai Anielewicz, Marcel Rayman y Marek Edelman – todos los cuales combatieron el antisemitismo, el nazismo y el estalinismo sin adoptar una visión etnocéntrica -, me identifiqué como parte de una minoría oprimida y rechazada. En la compañía, por así decirlo, del dirigente socialista Léon Blum, del poeta Julián Tuwim y de otros muchos, continué obstinadamente siendo un judío que aceptó esa identidad a causa de las persecuciones y los asesinos, los crímenes y sus víctimas.
Ahora, después de tomar dolorosa conciencia de haber experimentado un proceso de adhesión a Israel, de haber sido asimilado por ley a un ficticio ethnos de perseguidores y de quienes les apoyan, y de haber aparecido ante el mundo como miembro del exclusivo club de los elegidos y sus acólitos, deseo a renunciar y dejar de considerarme como judío.
Aunque el Estado de Israel no está dispuesto a modificar mi nacionalidad oficial de «judío» a «israelí», me atrevo a confiar en que los amables filosemitas, comprometidos sionistas y exaltados antisionistas, todos ellos tan a menudo alimentados por visiones esencialistas, respetarán mi deseo y dejarán de catalogarme como judío. Lo cierto es que lo que piensen ellos me importa bien poco, y mucho menos aún lo que piensen los demás idiotas antisemitas. A la luz de las tragedias históricas del siglo XX estoy decidido a dejar de ser miembro de una pequeña minoría en un club exclusivo al que los demás no tienen ni la posibilidad ni las cualificaciones necesarias para adherirse.
Mi negativa a ser judío me convierte en una especie en vías de extinción. Sé que al insistir en que sólo mi pasado histórico fue judío, mientras que mi presente de todos los días (para bien o para mal) es israelí, y, finalmente, en que mi futuro y el de mis hijos (al menos el futuro que yo deseo) debe estar guiado por principios universales, abiertos y generosos, estoy remando a contracorriente de la moda dominante, orientada hacia el etnocentrismo.
Como historiador de la época moderna he formulado la hipótesis de que la distancia cultural entre mi bisnieto y yo será tan grande o mayor que la que me separaba a mí de mi bisabuelo. ¡Tanto mejor! Actualmente tengo la desgracia de vivir entre muchas personas que creen que sus descendientes se parecerán a ellos en todos los aspectos, ya que para ellos los pueblos son eternos -a fortiori un pueblo-raza como los judíos.
Soy consciente de vivir en una de las sociedades más racistas del mundo occidental. El racismo está presente de un modo u otro en todas partes, pero en Israel se encuentra profundamente incrustado en el espíritu de las leyes. Se enseña en las escuelas y colegios, lo propagan los medios de comunicación y, sobre todo y lo más terrible, en Israel los racistas no saben lo que están haciendo y, por lo mismo, no se sienten obligados a pedir disculpas en absoluto. Esta ausencia de una necesidad de auto-justificación ha convertido a Israel en un punto de referencia especialmente apreciado por muchos movimientos ultraderechistas de todo el mundo, movimientos cuyo pasado histórico antisemita es de sobra conocido.
Vivir en una sociedad así se ha convertido para mí en algo cada vez más intolerable, pero debo admitir también que no me resulta menos difícil construir mi hogar en otro lugar. Yo mismo soy parte de la producción cultural, lingüística e incluso conceptual de la empresa sionista, y eso no puedo deshacerlo. Por mi vida cotidiana y por mi cultura básica soy israelí. No estoy especialmente orgulloso de ello, igual que no tengo ninguna razón para enorgullecerme de ser un varón de ojos marrones y estatura media. A menudo me siento incluso avergonzado de Israel, sobre todo cuando contemplo las pruebas de su cruel colonización militar, con sus débiles e indefensas víctimas que no forman parte del «pueblo elegido».
En una anterior etapa de mi vida albergué el fugaz y utópico sueño de que un israelí-palestino podría sentirse tan en su hogar en Tel Aviv como se siente en Nueva York un judío estadounidense. Luché y trabajé para que la vida civil de un israelí musulmán de Jerusalén pudiera ser similar a la de un judío francés cuyo hogar está en París. Quería que los niños israelíes hijos de inmigrantes africanos cristianos fueran tratados como lo son en Londres los niños británicos hijos de inmigrantes del subcontinente indio. Esperaba de todo corazón que todos los niños israelíes fueran educados juntos en las mismas escuelas. Hoy sé que mi sueño es exageradamente exigente, que mis demandas son desmesuradas e impertinentes, que el hecho mismo de formularlas es visto por los sionistas y sus partidarios como un ataque contra el carácter judío del Estado de Israel, y por ende como antisemitismo.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, y en contraste con el carácter hermético de la identidad judía laica, tratar la identidad israelí en términos político-culturales en lugar de «étnicos» no parece ofrecer el potencial para lograr una identidad abierta e inclusiva. De hecho, desde el punto de vista legal es posible ser ciudadano israelí sin ser un judío «étnico» secular, participar en su «supra-cultura» preservando simultáneamente la propia «infra-cultura», hablar la lengua hegemónica y cultivar en paralelo otro idioma, mantener formas de vida variadas y fusionar las que son distintas. Para consolidar este potencial político republicano sería necesario, por supuesto, haber abandonado hace mucho tiempo el hermetismo tribal, aprender a respetar al Otro y aceptarlo a él o ella como a un igual y cambiar las leyes constitucionales de Israel para que hacerlas compatibles con los principios democráticos.
Y lo más importante, por si se hubiera olvidado momentáneamente: antes de proponer ideas sobre cómo cambiar la política de identidad de Israel debemos liberarnos de la maldita e interminable ocupación que nos está conduciendo al infierno. De hecho, nuestra relación con las personas que son ciudadanos de segunda clase en Israel está inextricablemente ligada a nuestra relación con quienes viven padeciendo inmensos sufrimientos en la parte inferior de la cadena de la operación de salvamento sionista. Esa población oprimida que durante cerca de 50 años ha vivido bajo la ocupación, privada de derechos políticos y civiles en una tierra que el «Estado de los judíos» considera suya, continúa estando abandonada e ignorada por la política internacional. Reconozco hoy que mi sueño de poner fin a la ocupación y de crear una confederación entre dos repúblicas, una israelí y otra palestina, era una quimera que subestimó la relación de fuerzas entre las dos partes.
Cada vez es mayor la sensación de que ya es demasiado tarde; todo parece ya perdido y cualquier enfoque serio dirigido hacia una solución política está en vía muerta. Israel se ha acostumbrado a ello y es incapaz de librarse de su dominación colonial sobre otro pueblo. Por desgracia, tampoco el mundo exterior está haciendo lo que se requiere. Su remordimiento y su mala conciencia le impiden convencer a Israel de que se retire a las fronteras de 1948. E Israel tampoco está dispuesta a anexarse oficialmente los territorios ocupados, ya que entonces tendría que conceder a la población ocupada la nacionalidad en condiciones de igualdad, con lo que se transformaría automáticamente en un Estado binacional. Es algo así como la serpiente mitológica que se tragó a una víctima demasiado grande pero que prefirió ahogarse antes que soltarla.
¿Significa esto que también yo debo perder la esperanza? Siento una contradicción profunda. Confrontado a la creciente etnicización judía que me rodea me siento como un exiliado, mientras que al mismo tiempo el idioma en que hablo, escribo y sueño es abrumadoramente hebreo. Cuando estoy en el extranjero siento nostalgia de este lenguaje que es el vehículo de mis emociones y pensamientos. Cuando estoy lejos de Israel veo mi esquina de la calle en Tel Aviv y anhelo el momento de poder regresar a ella. No voy a las sinagogas para disipar esta nostalgia, pues en ellas rezan en un idioma que no es el mío y la gente con la que me encuentro allí no tiene absolutamente ningún interés por comprender lo que significa para mí ser israelí.
En Londres son las universidades y sus estudiantes de ambos sexos, no las escuelas talmúdicas (donde no hay mujeres estudiantes), los que me recuerdan el campus en el que trabajo. En Nueva York son los cafés de Manhattan, no los enclaves de Brooklyn, los que me invitan y atraen, como los de Tel Aviv. Y cuando visito las desbordantes librerías de París lo que viene a mi mente es la semana del libro hebreo que se organiza cada año en Israel, no la literatura sagrada de mis antepasados.
Mi profundo apego al lugar sólo sirve para alimentar el pesimismo que siento con respecto a él. De modo que a menudo me abandono al desaliento por el presente y al temor por el futuro. Estoy cansado y siento que las últimas hojas de racionalidad van cayéndose del árbol de nuestra acción política, lo que nos deja inertes ante los caprichos de los sonámbulos hechiceros de la tribu. Sin embargo, no puedo permitirme ser completamente fatalista. Me atrevo a creer que si la Humanidad ha logrado salir del siglo XX sin una guerra nuclear, todo es posible, incluso en Oriente Medio. Debemos recordar las palabras de Theodor Herzl, el soñador responsable del hecho de que yo sea israelí: «Si lo deseas, no es leyenda».
Como descendiente que soy de aquellos perseguidos que emergieron del infierno europeo en la década de 1940 sin haber abandonado la esperanza de una vida mejor, no he recibido autorización por parte del temeroso arcángel de la Historia para abdicar y caer en la desesperación. Razón por la cual, con el fin de acelerar la llegada de un mañana diferente, y pese a lo que digan mis detractores, continuaré escribiendo.
[Extracto editado del libro de Shlomo Sand Cómo dejé de ser judío [How I Stopped Being a Jew], publicado por Verso y disponible en la página web bookshop.theguardian.com.]
Fuente original: http://www.theguardian.com/world/2014/oct/10/shlomo-sand-i-wish-to-cease-considering-myself-a-jew