En un país donde el gobierno niega el racismo y desmantela las políticas destinadas a combatirlo, la democracia se vuelve cada vez más frágil. El negacionismo de la ultraderecha avanza mientras crece el desencanto social y cae la participación ciudadana. Frente a un Estado que retrocede y un campo popular desorientado, nombrar el racismo es un acto político urgente.
En la Argentina de Javier Milei, donde un gobierno de ultraderecha hace del shock su programa y del odio su gramática, vuelve a repetirse una escena conocida: ante cada retroceso democrático, el poder responde con negación. Y esa negación tiene, otra vez, un vocero. Hace poco más de una semana, la Fundación Faro —que dirige Agustín Laje, hoy uno de los asesores más influyentes del oficialismo— volvió a difundir en redes un fragmento de una entrevista televisiva que él dio hace unos años y que ya supera el millón de reproducciones. Allí sostiene que “en la Argentina no hay racismo” porque no existiría ningún movimiento que lo denuncie y porque no habría datos que lo prueben. No es desconocimiento: es una estrategia. Una versión actualizada del “miente, miente, que algo quedará”: negar una realidad que duele, negar un movimiento antirracista —como el que el 1F llevó a cientos de miles a las calles en una marcha antifascista y antirracista histórica— y negar datos que dejaron de existir porque el propio gobierno desmanteló los organismos encargados de producirlos. Reinstalar, ahora desde el poder, la idea de que el racismo no existe es, precisamente, la condición para avanzar sin costo político sobre todos los dispositivos que la democracia, con avances parciales y resistencias, había construido para enfrentarlo.
Ese negacionismo no es un desliz teórico ni un capricho ideológico. Es una política de Estado. Desde la disolución de organismos dedicados a la igualdad, hasta la parálisis de programas de prevención y reparación, pasando por la indiferencia oficial frente a las violencias raciales, el mensaje es claro: lo que no se nombra, no existe; y lo que no existe, no se repara. La ultraderecha aprendió rápido que desmontar derechos es más fácil cuando se logra convencer a una parte de la sociedad de que esos derechos nunca hicieron falta.
Pero el racismo no desaparece porque el gobierno lo niegue. Es una estructura que viene desde la fundación misma del Estado, desde la Constitución que promovió inmigración europea mientras negaba lo indígena y lo negro; desde las campañas militares que borraron pueblos enteros en nombre del progreso; desde el relato escolar que convirtió la blanquitud en destino. Lo que está en juego hoy no es (solo) un debate conceptual: es la disputa por el sentido de la democracia.
Y ahí aparece la segunda dimensión del problema: nuestra democracia está exhausta. El estancamiento económico de décadas, el deterioro de las condiciones de vida, la desigualdad persistente y una acumulación de desencantos que erosiona cualquier horizonte colectivo, han dejado un vacío que la ultraderecha llenó con una eficacia inquietante. Mientras tanto, el movimiento nacional y popular atraviesa una crisis de representación profunda: no logra encarnar la esperanza de un futuro mejor porque, en parte, la propia democracia ha quedado en deuda con su promesa elemental de dar de comer, educar y curar.
Ese vacío se expresa también en otro dato preocupante: los niveles más bajos de participación cívica desde 1983. Una ciudadanía desmovilizada es el escenario ideal para quienes quieren administrar la desigualdad sin cuestionarla. Y en ese contexto, negar el racismo no es solo un error: es una vía para profundizarlo. Porque sin nombre no hay política, sin política no hay dispositivos de cuidado, y sin esos dispositivos lo que avanza —silenciosa o violentamente— es la lógica del descarte.
Por eso hoy, más que nunca, necesitamos decir lo obvio: la democracia argentina no será mejor si es menos antirracista; será peor. Lo racial no es un capítulo identitario: es un eje estructurante de cómo se distribuye el poder, la riqueza, el reconocimiento y hasta la posibilidad misma de vivir una vida digna. Negarlo es colaborar con su reproducción.
Frente a un gobierno que desmantela, una ultraderecha que niega y un campo popular que todavía no encuentra su brújula, la tarea es urgente: recuperar la palabra justa, reconstruir políticas de igualdad y defender el principio elemental de que no hay justicia social sin justicia racial. No es un slogan. Es una advertencia histórica.
Porque cada vez que la democracia retrocede, el racismo avanza. Y cada vez que el racismo avanza, la democracia se debilita. El futuro que nos debemos — ese que todavía cuesta imaginar— solo puede construirse si asumimos la necesidad de refundar la democracia.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/2025/11/14/racismo-negacionismo-y-la-democracia-que-se-deshace/


