Al pensar cómo Raúl Roa vivió el movimiento de las ideas durante casi 60 años, sus avances y sus vicisitudes, lo primero que se me ocurre es negar la creencia de que existe una evolución progresiva de las ideas. El avance de las ideas se puede detener incluso muy poco después de haber sido muy […]
Al pensar cómo Raúl Roa vivió el movimiento de las ideas durante casi 60 años, sus avances y sus vicisitudes, lo primero que se me ocurre es negar la creencia de que existe una evolución progresiva de las ideas. El avance de las ideas se puede detener incluso muy poco después de haber sido muy fuerte, y ellas pueden retroceder, quedar en suspenso, regresar más adelante en puntillas, o irrumpir de nuevo de manera inesperada. Un ejemplo de esa realidad en Cuba fue que después de casi medio siglo de un movimiento de las ideas muy dinámico, alrededor de 1840 la clase dominante en la economía y el poder político debieron llegar a un tipo de entendimiento que exigió una forma de dominio sin brillos ni debates intelectuales, situación que duró casi 40 años. A pesar de que en ese período sucedieron cambios importantes en otras áreas de la formación social de la isla, solo una revolución y una guerra trascendentes, en 1868-1878, pudieron abrirle paso otra vez al pensamiento social. Las ideas de la década de los años 80 tenían otras vías y mayor difusión y consumo, diferentes asuntos, maneras y base general. La historia es maestra, decían los antiguos, y Roa bebió mucho de ese magisterio.
Uno de los temas más atinentes para celebrarle a Raúl Roa su cumpleaños cien es el que se ha llamado del compromiso del intelectual; tema candente hace cuatro décadas, eclipsado en los años 90 y que hoy vuelve a ganar fuerza entre nosotros. Roa lo vivió en dos etapas culminantes cubanas y universales del siglo XX: los años 20-30 y los años 60. Asumió ese compromiso durante la primera etapa, y ya nunca lo abandonó. Se mantuvo fiel a él, pero las condiciones sumamente diferentes que confrontó en la etapa intermedia le exigieron cambios fuertes y diversos dentro de la continuidad de su compromiso con el socialismo. A partir de 1959 volvieron a coincidir su compromiso y sus cualidades con la necesidad social, y entró ahora Roa ―seguramente con el júbilo de asistir a la gran victoria popular― en la segunda etapa de revoluciones del siglo. Pronto actuaría de manera muy destacada en ella, aunque ateniéndose también a sus particularidades.
Roa hizo autobiografía de su relación entre lo intelectual y lo político en numerosas ocasiones, a lo largo de su obra[1]. Como en todo joven revolucionario, su sensibilidad más que sus lecturas es lo decisivo para la adquisición del compromiso: se puede ir a escuchar el discurso arrebatado de Julio Antonio Mella, o irse al cine. Enseguida lo fortalecen en sus convicciones ser profesor en la Universidad Popular José Martí y alumno en la elitista, estudiar sin descanso el pensamiento social, leer literatura y poesía sin tasa, y pensar acerca de ellas, apasionarse por la justicia social. El joven Roa es antimperialista, y aún más, es antiburgués. El año 1927 dará nuevo impulso a su actitud. Ante la crisis política provocada por el continuismo del gobierno de Machado, que acabó con la legitimidad de la primera república burguesa neocolonial, le toca a Roa recibir la influencia de lo más puro y avanzado del país en aquel momento: el Directorio Estudiantil contra la Prórroga de Poderes. Ese mismo año, Jorge Mañach y Rubén Martínez Villena, dos jóvenes intelectuales conocidos, dirimirán la cuestión del compromiso en una sonada polémica.
El joven, estudioso infatigable, fue a la vez un miembro activo de un cenáculo de estudiantes de izquierda hasta 1930, cuando tuvo la oportunidad de precipitarse o no a un evento social que es el más impactante de todos sobre un individuo, de alcanzar esa adultez de la cultura que es la rebeldía, de enrolarse en una revolución. Vivir la revolución no solo es muy sano para el desarrollo intelectual; cuando ella existe, resulta indispensable. Roa se entregó a la Revolución del 30, y puso en ella su cuerpo y su intelecto. Esos años de lucha y de prosa directas moldearon su personalidad, sus ideales y sus valores personales, y le dieron a su trabajo intelectual su contenido, su campo de reflexiones y su idea de la forma.
Recuerdo el afecto que sentía por aquella larga lista llamada «Libros pertenecientes al estudiante Raúl Roa García», que elaboró un policía el día de la detención que lo llevó al Presidio, con sus sabrosos errores al escribir los apellidos de varios autores famosos. También recordaba el estudio colectivo que hacían en Isla de Pinos de Azúcar y población en las Antillas, la obra clásica de un gran historiador que en ese momento era un alto funcionario del tirano. Pero lo decisivo para él fueron las vivencias, las tareas, peligros y azares de la vida revolucionaria y sus exigencias de abnegación, valor y constancia, la indefensión y la soledad del preso político a pesar de los ideales compartidos, la vida terrible y la muerte horrorosa del sector más desvalido de la sociedad cubana, los presos comunes, el cultivo incluso del nuevo género literario de contarle las películas a los compañeros. Fue -digo en el Prólogo a la nueva edición de Bufa subversiva― la aventura intelectual y física de un individuo en medio de una gigantesca conmoción social.
No repetiré en esta breve comunicación los datos y las valoraciones que he manejado en mis escritos sobre el pensamiento de Raúl Roa. Para el tema de hoy solo agregaré que los eventos de la revolución y los cambios espirituales que provocó convirtieron a Roa en un intelectual reconocido aunque fuera un rebelde, en una pluma apreciada a pesar de ser un comunista.
El saldo de la revolución para su militancia intelectual quizás pueda sintetizarse en una frase suya de fines de 1931, que expresa la conciencia que se acendraba en él, pero que podríamos llevar como divisa hoy y siempre: «El intelectual, por su condición de hombre dotado para ver más hondo y lejanamente que los demás, está obligado a hacer política».
Las derrotas enseñan mucho, si uno no se convierte en un derrotado. La vida y la obra de Raúl Roa en los 20 años que siguieron a 1935 constituye un ejemplo extraordinario. No aprecio a la historia que reduce su ámbito al de las revoluciones, porque ni siquiera logra entender profundamente las revoluciones. Hay que estudiar y conocer los tiempos en que sucedieron los acuerdos o las transacciones entre los que fueron enemigos, las resistencias, los desvíos y deserciones, los cansancios, las protestas y rebeldías magníficas pero que no alcanzaron suficiente respaldo social, los retrocesos y lentas evoluciones, las acumulaciones. En esos años Roa combinó el prestigio personal de que gozaba con las búsquedas afanosas de caminos, la defensa de la memoria y del significado histórico de la Revolución del 30, y la defensa de los ideales más radicales que contuvo, de justicia social, soberanía nacional y protagonismo del pueblo humilde.
Junto a una riquísima vida universitaria que fue el centro de su actividad, hizo periodismo en un número enorme de contribuciones publicadas en diarios o revistas, trabajos en los que reflexiona acerca de acontecimientos, pinta situaciones o hace crítica de corrientes de pensamiento y de sus cultivadores. En esta etapa madura el conjunto de su concepción y su posición. Roa fue uno de los intelectuales más sobresalientes entre aquellos marxistas y socialistas cubanos que eran independientes respecto al movimiento comunista durante la Segunda República, un grupo que espera todavía un reconocimiento como tal en la historia de nuestras ideas.
Un corolario importante de su posición era su negativa a participar en la política de partidos. Roa debe haberse preguntando, no sin algunos momentos de angustia, ¿cómo hacer política cuando no se cree en la política vigente? Su actuación como Director de Cultura del Ministerio de Educación en 1949-1951 es un hecho singular, de gran interés. Roa aceptó correr el riesgo de ser funcionario del gobierno de Carlos Prío Socarrás, a petición de un viejo compañero y amigo. Se puso todos los seguros y reservas que pudo, pero lo esencial fue la labor de promoción cultural que impulsó utilizando ese cargo. La idea que gobernó su política fue llegar al fondo del país, a la gente común de las comunidades, amparar las manifestaciones intelectuales y artísticas de calidad que le fuera posible, y difundir mediante las publicaciones de la Dirección valores representativos y notables de la cultura cubana. Quiero recordar el libro Pluma en ristre (1950), de escritos de Pablo de la Torriente Brau, de repercusión paradigmática, porque inspiró a los jóvenes que podían leer libros ante la nueva etapa insurreccional de los años cincuenta[2].
Por segunda vez en la vida, la revolución tocó a la puerta de Roa. Esta vez estaba incomparablemente más preparado, por sus vivencias, análisis, experiencias y comprensiones. Pero también era hijo de una época y llevaba sus cargas, y ya tenía otra edad. En esta tercera etapa de su vida adulta recibió las encomiendas de trabajo que merecía, por sus enormes méritos, capacidades y virtudes, y supo corresponder a ello con una entrega total al proceso y la lucha cubana hasta el final de su vida, y con una de las actuaciones más destacadas entre los dirigentes de la Revolución. El intelectual Roa estuvo al mismo tiempo muy activo y presente en innumerables iniciativas y tareas de promoción y avance de la cultura, desde el organismo que dirigía y en otros terrenos. Roa hizo discursos famosos ―sobre todo en foros internacionales―, dio una entrevista memorable, organizó muchos textos suyos y los publicó en volúmenes que fueron material obligado en la formación de muchos miles de jóvenes. Escribió siempre que pudo y publicó algunos libros; poco después de su muerte salió su biografía de Rubén Martínez Villena.
Sin embargo, el canciller Roa, dirigente político famoso en la revolución socialista de liberación nacional ―y también el Roa postrero, vicepresidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular― se abstuvo de brindar públicamente una parte de sus conocimientos y sus criterios, de aportarlos al debate de las ideas con la fuerza de su talento, su prestigio y sus experiencias. Esa abstención suya constituyó una actitud meditada, ejemplarmente militante, y fue una contribución suya a la unidad política y a los intereses estratégicos del proceso de liberación del que tanta conciencia tenía.
Cuando Roa falleció estábamos en medio de una etapa paradójica, en la que los avances extraordinarios que se alcanzaban en bienestar y en servicios sociales universales y gratuitos, el salto colosal en la escolarización de niños y jóvenes, logrado en el curso de una sola generación, poderes populares democráticos y un ordenamiento legal notable, no se correspondían con la situación del pensamiento social, que se había empobrecido y dogmatizado a un grado terrible y se había sujetado ideológicamente a una influencia extraña, ligado todo eso a deficiencias profundas de la vida nacional que no son del caso tratar aquí.
Veinticinco años después estamos en un momento positivo para el desarrollo del pensamiento y el conocimiento sociales, para que los problemas principales del país se vayan convirtiendo en objeto de debate y de atención prioritaria de las mayorías del país. Soy optimista, repito, pero no me estoy refiriendo a logros que ya tenemos, sino a una lucha apenas comenzada. Pero si logramos ese objetivo será mucho más abarcadora y profunda la unidad de los cubanos en su diversidad, dispondremos de más fuerzas que las que pueden palparse y medirse, y ejerceremos la única defensa eficaz del socialismo, que es profundizarlo y convertirlo en una creación de las mayorías.
Opino que la vida y la obra de Raúl Roa son una fuerza más, pero muy importante, entre las reservas y las lecciones que tenemos a nuestro alcance para guiar la militancia intelectual
Termino entonces con una oración extraída de un trabajo primerizo suyo, de brillantez y hondura inusitadas en un joven de 20 años, y también demasiado audaz, como se debe ser a esa edad. Dice Roa de José Martí algo que cabe enteramente decir de él, 80 años después: «Todo el que cumple ampliamente con su tiempo, lleva en sí una partícula de eternidad».
Notas
[1] Por ejemplo, al inicio de sus libros. Ver la dedicatoria del primero (Bufa subversiva, 1935, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2006, p. 7), o el «Liminar» del último (El fuego de la semilla en el surco, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982). [2] Compartió ese carácter inspirador con Crónicas de la Guerra. Las campañas de Maceo, de José Miró Argenter.
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