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Razones para la desobediencia electoral

Fuentes: Rebelión

Asisto perplejo, y no sin ciertas dosis de indignación, al modo en el que la «izquierda» con comillas ha sido abducida por el paradigma democrático, por su lenguaje, por sus referentes y, en resumen, por esa aceptación acrítica de la cosmovisión política acuñada por las verdaderas fuentes transformadoras de la sociedad contemporánea, admitámoslo: la derecha […]

Asisto perplejo, y no sin ciertas dosis de indignación, al modo en el que la «izquierda» con comillas ha sido abducida por el paradigma democrático, por su lenguaje, por sus referentes y, en resumen, por esa aceptación acrítica de la cosmovisión política acuñada por las verdaderas fuentes transformadoras de la sociedad contemporánea, admitámoslo: la derecha política y económica. Frente a todas las resistencias que la «izquierda» entrecomillada interpone al análisis de la democracia por lo que realmente es o, más acertadamente, por lo que históricamente ha devenido, habría que descorrer ese velo de Maya y aceptar que «democracia» no es lo que se opone a «dictadura», sino más bien el modo históricamente circunstancial, y hasta cierto punto arbitrario, en el que nuestro capitalismo regional administra actualmente el pillaje, la acumulación y el reparto de sus diversos capitales.

Cuando la «izquierda» con comillas se autodenomina como «auténtica demócrata» me pregunto, ¿en oposición a quién? Aquí la dificultad reside en saber quién no se presenta como tal, porque todos dicen ser los «auténticos demócratas», los que «han traído la democracia a este país», eso sí, aun sabiendo todos que la democracia la trajo el capitalismo, y particularmente el capitalismo foráneo. «Democracia» es la palabra sagrada que habla por boca de todos, que todos repiten cacofónicamente a lo largo del espectro político visible. Ecuménica en este sentido, «democracia» constituye una verdadera lingua franca del espacio político. Deformar su pronunciación equivale a la blasfemia. Y es fácil comprobar hasta qué punto ser de «izquierdas» no representa apenas un antagonismo comparable con declarase «anti-demócrata». Pruebe a hacerlo en una charla de sobremesa con sus amistades. Notará que a partir de entonces si una ráfaga de viento le despeina correrá el riesgo de resultar demasiado radical.

Insisto: «democracia» es una tecnología más del poder capitalista para mistificar su rapiña, un dispositivo ideológico que sirve eficazmente para encubrir la desposesión del 99% y neutralizar por el camino cualquier postura opositora. Si las desigualdades sociales actuales tienen lugar, ello no es precisamente por ausencia de «democracia», o por una mala calidad de la misma. Al contrario, yo diría que las desigualdades se deben a un exceso de «democracia», en tanto ideología orgánica del capital. Mientras encantaba a las masas con sus declaraciones grandilocuentes, la «democracia» servía óptimamente a los intereses del 1%. La «democracia», no me cansaré de repetirlo, es lo que es, la forma de administración de ese residuo indeseable de «lo político» bajo el régimen de acumulación capitalista. No es lo que a muchos gustaría que fuese o creen que es («el gobierno de todos», o más románticamente, «del pueblo»), sino la forma eufemística que adopta el expolio «de mercado» frente a la «opinión pública» reducida a «electorado».

En este contexto en el que la «representación» ha sido capturada por las grandes corporaciones políticas, ¿qué significado tiene el llamamiento a la «participación»? Las clases subalternas no tenemos la posibilidad de librar nuestra guerra, y vencer, en un campo de batalla que ha sido concebido y es regulado por y para esas grandes corporaciones. Parlamentarismo y ley electoral expresan hoy esa okupación de las instituciones del estado por unas corporaciones políticas que, siendo solidarias de las demás élites con las que se relacionan naturalmente de tú a tú, ejercen un poder que no es delegado, sino usurpado al cuerpo social a través del «voto», para gobernar contra sus intereses. Una de las consecuencias inmediatas de ello es la alternancia bipartidista sin visos de otro horizonte posible. Digámoslo claramente: ellos gobiernan gracias a su dominación política y su explotación económica, y saben que es así. ¿Por qué nosotros renunciaríamos a aceptar la realidad contundente de esa dominación aun cuando llegamos a sentirla en nuestro propio cuerpo: dolor, rabia, angustia, desesperación, indignación, pesadumbre, miedo, aislamiento, enajenación?

Así las cosas, la llamada al «voto» o a la «participación», en definitiva a «organizarse» alrededor de alguna «estrategia electoral», no sólo resulta en este contexto un desacierto táctico, sino además una clara irresponsabilidad, cuando no una inmoralidad. En la medida en que el «voto» es el acto central del ritual de sacralización del poder legítimo está llamado bajo las actuales circunstancias a ser menos un mecanismo de transformación social que una justificación de la propia dominación política que el electorado se inflige así mismo. Una especie de harakiri político para los sectores disidentes del orden social.

Para llamar responsablemente a la participación electoral, primero habría que calibrar el sentido del voto local en un régimen de colonialismo y, por tanto, de dependencia política de los grandes centros de acumulación más cercanos geográfica y culturalmente. Un ejemplo de esto, sólo uno, se aprecia en la naturaleza mimética de la agenda política de los grandes partidos-empresa nacionales, en la medida en que reproducen sin alejarse del original directrices de un mandato superior. Y en segundo lugar, tendríamos que pararnos a pensar en qué medida el «voto» es una delegación soberana de la voluntad política o más bien una coartada para que donde dije digo, digo Diego. Insuflando el temor a «que viene la derecha» la «izquierda» con comillas no ofrece argumentos convincentes ni un horizonte esperanzador cuando todos sabemos que la derecha lleva décadas en las instituciones, en el caso de que alguna vez no haya estado.

Pero es tiempo de los barbarismos políticos, y en consecuencia de construir un nuevo lenguaje, acuñar nuevas palabras o apropiarse de las viejas, pero llamar a las cosas por su nombre y prescindir de las frases hechas, hechas justamente por el poder al que la «izquierda» con comillas dice oponerse. La «izquierda» con comillas, eludiendo el cortoplacismo electoral, la claudicación ante los ilusionismos de la «democracia», el vértigo frente a una suerte de horror vacui político, debería afrontar con sentido histórico su papel político y atreverse a pensar más allá de la «democracia», ofreciendo las razones, más que razonables en el contexto actual, para invertir estratégicamente la lógica electoral a través de la cual los poderes fácticos se justifican y se legitiman en su dominación. En lugar de una «izquierda» mitinera que demuestra haber aprendido la catequesis del pensamiento liberal, los sujetos sin espacios políticos como yo, los irrepresentables, aspiramos a que alguien nos llame a la heterodoxia, al desacato, a la desobediencia electoral, al menos como posibilidad. Sería otra forma de llamar a ese posicionamiento político y moral que lleva, como en los tiempos de guerra, a negarse responsablemente a empuñar un fusil para matar a un hermano.

Fernando Lores Masip es Antropólogo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.