El cese del fuego comenzó oficialmente a las ocho de la mañana del pasado lunes, tras una noche de ataques y explosiones continuas que sacudieron la ciudad durante toda la madrugada y después de una jornada sangrienta que dejó el saldo más elevado de heridos desde el inicio del conflicto. A las tres y media […]
El cese del fuego comenzó oficialmente a las ocho de la mañana del pasado lunes, tras una noche de ataques y explosiones continuas que sacudieron la ciudad durante toda la madrugada y después de una jornada sangrienta que dejó el saldo más elevado de heridos desde el inicio del conflicto.
A las tres y media de la madrugada, una fuerte explosión dentro de la nueva ciudad y una balacera ensordecedora convulsionaron la sutil calma, y aunque los ataques por tierra y por mar han cesado, dos vehículos con periodistas recibieron impactos de bala disparadas desde los puestos de control del Ejército israelí, un helicóptero Apache atacó sobre una posición de Hizbula en Marun Al Ras y se escucharon dos detonaciones en Tiro a las nueva de la mañana.
Pero en este día los caminos del sur fueron transitados por primera vez, por lo que se pudo atestiguar el alto el fuego y las consecuencias del conflicto que azotó al país durante treinta y dos días, no sin inmensas dificultades debido a los boquetes producidos por los misiles, las edificaciones derrumbadas sobre las calles, los puestos de control de las milicias chiítas y la vigilante mirada del Ejército israelí.
El hospital gubernamental de Tibnin presentaba ayer, martes, un paisaje desolador. Una treintena de automóviles quemados eran testimonio de la explosión de la denominada cluster bomb o bomba racimo que contiene en su interior una sextena de explosivos similares a las minas antipersona y que detona a cien metros del suelo desperdigando su letal contenido, impactara frente al nosocomio diez horas antes del cese de hostilidades.
Miembros de la Defensa Civil y el Ejército libanés trabajaban conjuntamente para restablecer el orden en el lugar, mientras emotivas escenas de reencuentros entre familiares y vecinos contrastaban con el tenebroso paisaje de decenas de diminutos y mortíferos proyectiles sobre las calles.
«Sólo rezo a Dios para que nos ayude en este momento», dice Zahra Berri, una maestra de jardín de infantes de 20 años que es una de las 2.700 desplazadas que se encontraban viviendo en los pasillos del hospital. Su casa fue destruida y debió compartir con treinta personas desconocidas el espacio de una habitación durante treinta días.
Aunque Zahra, su madre y cuatro hermanos poseen pasaporte estadounidense, su padre se negó a abandonar el país, decisión que comparte toda la familia. «No nos queremos ir porque éste es nuestro país», señala la joven chiíta en un perfecto inglés.
Pero los desplazados en Tibnin no pueden regresar a sus casas, bien porque ya no existen bien por temor a que se reinicien los ataques.
Mohamed Hassan Fuani, un humilde pastor de unos 70 años, vivió durante tres semanas escondido en el subsuelo, casi abandonado sobre un viejo colchón y enfermo de los pulmones y las piernas. Con su cara coronada por una barba blanca y una kefia amarillenta, Mohamed recuerda la muerte de sus vacas y la soledad posterior. El nada sabe de política y no le encuentra explicación a la inexistencia de su casa.
Instantes más tarde, el hombre abandonado es reencontrado por su hijo Alí y su nuera Hadija Khahafi y todos se pierden en un entrañable abrazo. Para otros miles, en cambio, aunque haya cesado el fuego, la pesadilla no ha hecho más que comenzar.