El pueblo judío ha sido víctima de dos catástrofes durante el siglo XX: el Holocausto y las lecciones que se han derivado de él. Aún hoy se siguen usando, deliberadamente o por ignorancia, interpretaciones ilógicas y antihistóricas del genocidio de los judíos, como propaganda en el mundo no-judío, en la Diáspora y dentro de la […]
El pueblo judío ha sido víctima de dos catástrofes durante el siglo XX: el Holocausto y las lecciones que se han derivado de él. Aún hoy se siguen usando, deliberadamente o por ignorancia, interpretaciones ilógicas y antihistóricas del genocidio de los judíos, como propaganda en el mundo no-judío, en la Diáspora y dentro de la propia nación de Israel. Esta propaganda se ha convertido en una de las amenazas más serias contra el pueblo y el Estado de Israel.
Antes de comenzar, creo que primero debo expresar mis reservas sobre el término mismo «holocausto», que en su uso retórico normal ha adquirido un poder extraño y engañoso. Como derivación del sentido original de sacrificio completo – una ofrenda total quemada – holocausto ha pasado a significar cualquier acto de destrucción exhaustiva e inesperada. Se puede usar holocausto para designar cualquier desastre: un terremoto, un fuego, incluso una tormenta con rayos y truenos en un día por lo demás soleado; en fin, cualquier cosa que golpea de pronto, sin precedente histórico o un contexto que lo anuncie. En este sentido, constituye un término que evoca más que especifica, sus causas no pueden ser entendidas ni analizadas. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, «holocausto» constituye una paráfrasis que no se diferencia semánticamente de la famosa paráfrasis nazi, «la solución final». Ambas ocultan la verdad bajo otro nombre. «La solución final» fue un término usado por los asesinos para encubrir su crimen, «holocausto» neutraliza el crimen para quienes pudieron sobrevivir. «El genocidio de los judíos europeos», aunque obviamente más pesado, constituye de hecho una representación más precisa de lo que pasó en realidad y expresa que hubo unas víctimas concretas de unos verdugos específicos en una parte del mundo particular. A diferencia del término «holocausto», casi mítico, el término «el genocidio de los judíos europeos» nos permite entender que este crimen horrible constituyó un hecho histórico específico que puede y, como ahora nos damos cuenta, debe ser entendido en su contexto. El que durante tanto tiempo se hayan usado paráfrasis de este tipo revela cuán complejos son nuestros sentimientos al abordar este tema. También apuntan a la tremenda hipocresía y el fingimiento evidentes en todos los lados desde los que se ha intentado entender este fenómeno.
En primer lugar, examinemos la suposición tópica y errónea de que los judíos fueron las únicas víctimas del genocidio nazi. Es cierto que los judíos fueron las primeras y principales víctimas, pero también es verdad que difícilmente fueron las únicas. En la Europa oriental, también los gitanos fueron masacrados y, como Hanna Arendt señaló con mucha razón en Eichmann en Jerusalén, las mismas técnicas de exterminación usadas contra judíos y gitanos empezaban a aplicarse contra los polacos. Por ejemplo, en su destrucción de Polonia, los nazis asesinaron a más de tres millones de no-judíos. Asimismo, comenzaron a exterminar a los rusos, incluyendo no sólo a millones de prisioneros de guerra y condenados a trabajos forzados, sino también a una parte importante de la población civil. La mismas técnicas se usaron, o en último caso se querían usar, contra otras «razas inferiores». La política en torno a estas razas era siempre compleja, determinada por «la raza» en cuestión. Por ejemplo, aunque no se dio ninguna orden explícita para eliminar a los eslavos, la indicación para hacerlo se entendió en el Congreso de Wahnsee de 1942. Mucho antes incluso de este Congreso o de la llegada del Reich de Hitler, los ideólogos pan-germanistas consideraban a los eslavos un pueblo inferior, como consecuencia de las implicaciones derivadas de la doctrina de pensamiento imperialista conocida como «Drag nach Osten», el deseo de ir hacia el este, un deseo presente en la mitología alemana durante siglos. Dentro del contexto del Reich, se puede alegar que era sólo cuestión de tiempo el que los eslavos fueran esclavizados y al final exterminados, y que este exterminio sólo fue impedido por la victoria de la alianza anti-nazi que puso fin a la guerra. Es más, en aquellos últimos meses, la lógica interna de la ideología nazi motivó el que los mismos métodos basados en el terror y en el asesinato se usaran contra la propia población alemana, al objeto de ‘acabar con las actitudes derrotistas’. Lo que quiero decir es que el antisemitismo actuó sólo como un catalizador: provocó el desarrollo de un sistema de exterminio y refinó su metodología. Pero era sólo el inicio. El principio de la selección constante estaba destinado a ser una característica permanente del régimen nazi.
El que este principio estuviera destinado a ser una característica permanente resulta enormemente importante y debe ser asumido si hemos de entender el genocidio de los judíos europeos históricamente. Y debe ser asumido también si los judíos no desean aislarse del resto de la humanidad. Después de todo, esto era lo que los nazis querían. Es también lo que nuestros propios ultranacionalistas parecen desear, pues consideran el genocidio de los judíos europeos como un fenómeno típico y exclusivo de la historia judía y, por tanto, no aciertan a entender todas la implicaciones de un hecho que representó el colapso de la sociedad europea en su totalidad. Al convertir a los judíos en las únicas víctimas del genocidio, algunos intérpretes judíos de la historia, en particular los líderes sionistas, han erigido de hecho un monumento engañoso en conmemoración de los pecados de todas las naciones contra los judíos. Un memorial así ofrece una especie de retorcida satisfacción y constituye una expresión distorsionada del concepto judío del «Pueblo Elegido». Este tipo de pensamiento sólo puede resultar nocivo. Los judíos no deben aislarse de la historia porque, como los nazis demostraron, cualquier intento de aislar a un grupo humano concreto de la definición común de humanidad debe ciertamente desembocar en un ataque contra la humanidad en su conjunto. Es más, esta insana versión ultranacionalista y moderna de la historia no resulta en último término diferente del propio concepto de antisemitismo. No es sorprendente que mucha gente haya señalado las similitudes entre la retórica estereotipada de los nazis y la de los sionistas, especialmente en relación con los «judíos de la Diáspora».
Esta visión ultranacionalista de la Historia conlleva también otras consecuencias importante, pues sirve para substanciar el teorema sionista de que los judíos no pueden existir dispersos en diferentes naciones, sin territorio propio. Este teorema asume que la supervivencia de los judíos sólo es posible si se hallan seguros en su patria soberana, apoyados por su propio ejército, y que si durante la Segunda Guerra Mundial hubieran establecido su propio hogar nacional y hubieran tenido un ejército propio, los judíos no habrían sido masacrados. Una vez más, esta visión de la historia oscurece los hechos que tuvieron lugar realmente durante la guerra. En este contexto, es importante darse cuenta de que el objetivo nazi consistía en exterminar a los polacos y a los rusos. Ambas eran naciones territoriales que vivían en una patria propia y, en el caso de la URSS, eran una de las grandes potencias militares del mundo. De haber triunfado los nazis, la soberanía nacional y la potencia militar no habrían representado un obstáculo para la destrucción definitiva de Polonia y la Unión Soviética. Es más, esta destrucción no habría constituido un hecho excepcional en el contexto de la historia mundial: muchos de los estados territoriales que han existido a lo largo de la historia, si no todos, han sido conquistados en un momento u otro, a menudo fueron exterminados o perdieron su identidad nacional tras haber dejado de existir en la forma histórica que sabemos que tenían. Lo que estoy sugiriendo es que constituye una falacia histórica el creer que los judíos que ahora viven en Israel » fueron salvados por el Sionismo». Su salvación se debe a hechos que nada tienen que ver con el Sionismo: que los ejércitos nazis fueron derrotados en El-Alamein y en Stalingrado, lo que les impidió conquistar Palestina y exterminar a los judíos que vivían allí.
De hecho, uno de los argumentos más importantes del Sionismo carece de fundamento porque resulta completamente impropio. La protección garantizada contra el genocidio ‘ideológico’ no reside en el poder militar o en la soberanía nacional, se halla en la lucha continuada contra toda ideología que excluya a un grupo humano concreto del resto de la Humanidad. No necesitamos más divisiones, sino una lucha por una cooperación internacional que esté resuelta a superar las diferencias nacionales y las fronteras, en lugar de fortalecerlas. En realidad, ésta es la lucha que se necesita, en particular por parte de los grupos más fuertes dentro de Israel y dentro del movimiento sionista.
Los líderes sionistas han mantenido una concepción anti-histórica del genocidio de los judíos europeos, pero esa concepción ha sido alimentada por prácticamente cada grupo que estuvo envuelto o se ha visto afectado por este hecho. En primer lugar, estaban los propios alemanes. A Alemania le convenía urgentemente distorsionar el genocidio de la guerra, restringir sus efectos a un sólo grupo de gente, para así limitar el odio, el miedo, la sospecha y las demandas de venganza surgidas del resto del mundo, en particular de los eslavos. Al oscurecer el hecho de que otros también estaban destinados a la esclavitud y al genocidio y al mantener la memoria del holocausto circunscrita a las víctimas judías, Alemania ha animado al mundo a ver este este episodio histórico sólo como un ataque demente, llevado a cabo no por el pueblo alemán sino por un dictador austriaco que gobernó Alemania, y que había adquirido sus ideas anti-semitas en los barrios bajos de Viena.
A las potencias occidentales también les interesaba limitar el recuerdo de la política de exterminación de los nazis a la «solución final». En la tradición cristiana europea, los judíos has sido tradicionalmente los extranjeros, el prejuicio contra ellos goza de un contexto histórico, en tanto que Alemania ha ocupado siempre un lugar central en la civilización europea occidental. No es casual que Alemania haya asumido un papel dominante en la Alianza Atlántica que se estableció poco después de la Segunda Guerra Mundial como una unión militar y económica destinada a oponerse al poder soviético. Había que devolver Alemania a la familia de las naciones. Su condena al ostracismo habría carecido de precedente histórico. Hablemos con franqueza: el genocidio de los judíos, al igual que el de otros marginales, los gitanos, no puede tener el mismo peso que el exterminio de ‘miembros legtimos’ de la familia de naciones europeas. Imagine si quiere nuestra visión de la Alemania actual si los exterminados hubieran sido los británicos o los holandeses. Así, al tratar el tema del genocidio como si se hubiera reducido a los judíos y al insistir en esto permitiendo que se indemnizara a los judíos que sobrevivieron, a Alemania se le ha concedido que volviera al redil.
En los países del bloque oriental, tuvo lugar una distorsión distinta, en particular en la Unión Soviética, que no sólo no realzó el destino de los judíos, sino que en ocasiones lo ocultó por la autoridad de una historiografía dedicada a detallar el número de ciudadanos soviéticos y polacos asesinados por los alemanes. Algunos alegan que esta ‘omisión’ se explica por el hecho de que el antisemitismo es aún dominante en algunos sectores de la población soviética (como por ejemplo, en Ucrania). Una historiografía que realzara el asesinato de los judíos despertaría pocas simpatías entre la población soviética no-judía, en tanto que una historia dedicada a mostrar el aspecto asesino del Nazismo resultaba mucho más útil en la educación contra el Fascismo. Sin embargo, en los países del este, el énfasis de la representación de la Segunda Guerra Mundial se situó en el Fascismo alemán que se distingue cuidadosamente del pueblo alemán en su conjunto. Aquí se hallan envueltos principios ideológicos por supuesto, pero más importante incluso resulta la necesidad de aceptar a «su» Alemania en la familia de las naciones europeas. No hay lugar para el miedo, el odio y el deseo de venganza. Y, en el análisis final, se establece una relación fructífera y económicamente saludable entre las víctimas del Tercer Reich alemán y la República Federal alemana, que es su sucesor histórico, la misma república que ha conseguido el gran ‘milagro económico’ y que ha emergido como una de las potencias económicas más importantes de Europa.
«La monopolización judía del fenómeno nazi» (si uno se atreve a usar estos términos) el presentar a los judíos como casi las únicas víctimas de los nazis, resulta poco sano e improductivo por varias razones. No solamente separa a los judíos del resto de la raza humana sino que alimenta algo como una conciencia defensiva en los judíos que les hace sentirse de hecho separados del resto de la raza humana y de sus leyes. También podría animar a ciertos judíos (si tuvieran el poder) a tratar a los no-judíos como si no fueran humanos, imitando, aunque inconscientemente, el racismo de los propios nazis. Otros judíos, que describiré más adelante, reaccionan interpretando las palabras y los actos del mundo de una forma completamente irracional. Por otro lado, este sentimiento defensivo invita a una comprensión completamente desinformada del Fascismo nazi. Al igualar el Nazismo sólo con el antisemitismo, se puede, especialmente entre aquellos a quienes los judíos les resultan antipáticos o indiferentes, tratar el Nazismo como algo «que sólo concierne a los judíos». Si se separa de su contexto histórico, el Nazismo se distorsiona hasta el punto de que deja de resultar amenazador.
Durante los años cincuenta, empezó a perder fuerza la conciencia del holocausto, en Israel y en el resto del mundo. Las oleadas de emigración procedentes de países islámicos llevaron a Israel una población que ignoraba la horrible realidad del genocidio de los judíos europeos y que tendía a considerarlo «un asunto ashkenazi». La generación joven nacida en Israel entendía el país de una forma que era completamente diferente de la vida en la Diáspora judía: el genocidio era asunto de los judíos europeos, no de los israelíes. Los supervivientes de ese genocidio que se habían asentado en Israel antes de convertirse en parte de su vida, conservaban aún sus terribles recuerdos. Pero esos recuerdos no constituían todavía una parte orgánica de la conciencia pública de Israel. Incluso el ceremonial que se usa para conmemorar el holocausto aún no se habían inventado. Aunque el «Día del Holocausto y del Heroísmo» se proclamó poco después de la creación del estado de Israel, el Yad Vashem Memorial Institute no se construyó hasta finales de los cincuenta. Casi toda la literatura sobre el holocausto aún no se había escrito. Sin duda, gran parte de este silencio era prueba de una fase temporal, una especie de parálisis como la que siente un hombre después de recibir un fuerte golpe, antes de que se extienda el dolor.
Lo que provocó el cambio decisivo en la conciencia del genocidio nazi, tanto para los israelíes como para la opinión mundial, fue el juicio de Adolf Eichmann. Por lo que sé, no se ha publicado nada sobre el trasfondo político del juicio pero creo que no me equivoco al asumir que, junto al deseo y la necesidad de juzgar y de castigar al «ejecutor principal» de la «Solución Final», existía también el deseo de informar al mundo de que tales crímenes ya no quedarían sin castigo. De este modo, Israel se transformó en el instrumento que perseguía la aplicación de principios más elevados de la justicia humana, a pesar de las discusiones legalistas provocadas por el secuestro en Argentina. En cualquier caso, los objetivos iniciales del juicio resultaban complejos pero de ningún modo tan complejos o tan importantes somo los resultados.
Creo que se puede asumir que uno de los objetivos del juicio era renovar el sentimiento de culpa de Alemania a ojos del resto del mundo, a pesar de la idea, característica del pensamiento alemán de la época, de que habiendo pagado indemnizaciones, ya habían saldado su deuda con el pueblo judío.
La consecuencia política más importante del juicio reside en el acuerdo de tres partes entre Alemania e Israel que siguió al juicio. Los tres puntos eran: el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, el considerable aumento de las indemnizaciones y el fin de la discusión sobre «terminar de pagar la deuda».
Este concepto de culpa sin fin es exactamente lo que fue incorrecto en el juicio a Eichmann. De esta forma, el juicio no constituía simplemente un símbolo del justo castigo a los criminales nazis, pues sólo un símbolo como la ejecución de Eichmann en la horca podía considerarse un castigo adecuado por el asesinato de millones de judíos. No se trataba sólo de recordar al mundo el grado del horror nazi, constituyó también una plataforma para obtener ventajas prácticas. El gobierno de Konrad Adenauer había evitado hasta entonces establecer relaciones abiertas con el estado de Israel por consideraciones diplomáticas obvias: tenía miedo de poner en peligro sus relaciones con el mundo árabe. Desde el punto de vista alemán, las indemnizaciones anteriores al juicio constituían los pagos requeridos por el equivalente de un imperativo legal y no podían confundirse con un reconocimiento formal del Estado de Israel. El juicio de Eichmann forzó a Alemania a comprometerse, a actuar en contra de sus intereses naturales, y a conceder a Israel prerrogativas, privilegios especiales, que Israel no tenía que devolver, que pagar, como es costumbre entre Estados, en la divisa dura de los intereses comunes. No hay, Dios no lo quiera, necesidad de proteger a Alemania. Está claro que este país no puede trazar una línea para separar el pasado del presente para así poder empezar de cero otra vez. Pero hay que señalar los hechos como son, y examinar las consecuencias más serias, ya que, en conjunto fueron los intereses de Israel los que sufrieron más daño.
De hecho, la relación con Alemania sigue el patrón de las relaciones entre Israel y la mayor parte de los países del Occidente cristiano, entre los que destaca en primer lugar los Estados Unidos. Estas relaciones no se basan necesariamente en una afinidad objetiva de intereses sino en el sentimiento de culpa hacia el pueblo judío generalizado, es más, justificado, entre los grupos ilustrados que lideran el mundo cristiano. Este modelo de relación ha producido los siguientes resultados:
1. El tratamiento especial concedido a Israel, expresado en apoyo económico y político incondicional en una sola dirección, ha colocado a este país en un invernadero económico y político, al margen de las realidades económicas y políticas del mundo. Desde su establecimiento, a Israel apenas se le ha llamado para que se enfrentara y se ajustara a las fuerzas reales que operaban en el mundo, con la excepción del terreno militar.
2. Por consiguiente, este país ha desarrollado una economía y una política exterior que se hallan divorciadas de la realidad, es más, se alejan más y más de ella, pues el alejamiento de un mundo cambiante implica que ciertas áreas de actividad en Israel han adquirido un perfil patológico, lo que ha generado una distribución laboral desproporcionada, corrupción y cinismo, con una dependencia cada vez mayor del apoyo exterior. Al mismo tiempo, la separación de la realidad hace cada vez más difícil que los que apoyan a Israel sigan haciéndolo.
3. El resultado má paradójico se manifiesta desde el punto de vista sionista. El sionismo buscaba la normalización del pueblo judío, estableciéndolo como una entidad política soberana entre naciones soberanas, una nación política que actuara en el marco político-económico mundial. Las condiciones de invernadero favorecidas por el apoyo externo y por la dependencia del estado de Israel del sentimiento de culpa del mundo externo, o para decirlo francamente, del chantaje moral, en realidad lo que han hecho ha sido impedir la normalización.
4. De hecho, estas condiciones han ocasionado un agudo agravamiento de los síndromes de la Diáspora. Por ejemplo, los judíos británicos o norteamericanos no dependen del favor de nadie. En sus países son ciudadanos iguales al resto, pueden ocupar puestos de importancia y disfrutan de condiciones económicas satisfactorias, no por la benevolencia ajena sino gracias a su propia laboriosidad, iniciativa e inteligencia. En cambio, Israel se ha convertido en el mendigo permanente, constituye una carga y un fastidio para el resto del mundo. Sobrevive no en razón de su propia fuerza, no por su propia autoridad política, económica o militar en la red de las potencias mundiales, sino en razón del «crédito de los seis millones», del sufrimiento y las miserias del pasado, no del presente y del futuro.
5. El estar hablando constantemente del holocausto, del antisemitismo y del odio anti-judío a través de la historia ha creado en el público israelí y en sus líderes una extraña ceguera moral. Como Israel siempre concibe ‘el mundo’ como alguien que odia y persigue, tiende a considerarse a sí mismo libre de obligaciones morales. Aunque sus argumentos principales descansan sobre la base de una llamada a la justicia y a las obligaciones del mundo hacia los que quedan del holocausto, se siente libre de establecer acuerdos con los regímenes más represivos de más negra reputación, de negociar ventas de armas con los peores gobiernos y de oprimir a los no-judíos sujetos a su dominio.
La explotación de la memoria del holocausto se ha convertido en un arte llevado al más elevado virtuosismo. Casi cada intervención pública de un alto funcionario israelí en el extranjero contiene una evocación del holocausto, para inculcar en los oyentes el sentimiento de culpa de rigor. Esto se hace incluso en los Estados Unidos, un país que nunca ha perseguido a los judíos, y donde la libertad religiosa y la igualdad de los judíos ante la ley se daban por supuesto hasta en la época colonial. La «justificación» para inculcar sentimientos de culpa radica en que los EEUU no intentaron parar el proceso de exterminio cuando estuvo en su mano. Asimismo, a cada persona importante no-judía que visita Israel se le lleva por supuesto a Yad Vashem, como parte de su iniciación, y , por si fuera poco, a veces se le envía al kibbutz Lohamei Hagetaot (en hebreo, el «kibbutz de los luchadores del guetto», un asentamiento fundado en Galilea por supervivientes de los campos de concentración), para que su estado de ánimo se llene del apropiado sentimiento de culpa ritual que se espera de él.
El mundo cristiano tiene mala, muy mala conciencia hacia los judíos, en parte por los siglos pasados y en parte porque no hizo más que quedarse indiferente durante el exterminio nazi (aunque debería recordarse que los aliados no bombardearon los campos de concentración cuando cientos de miles de no-judíos también estaban siendo asesinados allí y, al parecer, el liderazgo soviético era competamente indiferente a la apremiante situación de sus prisioneros de guerra en manos de los nazis). Por tanto, las potencias occidentales aceptaron el sentimiento de culpa y han apoyado hasta ahora a Israel mucho más allá de lo que sus intereses nacionales legítimos dictarían, a veces incluso en contra de esos mismos intereses. Quizá el único país occidental que trata a Israel según sus verdaderos intereses, sin carga de culpa, es Francia. Como resultado, se le sometió a una injuriosa campaña de propaganda israelí, pero fue en vano. Por fin, nuestro gobierno asumió que los franceses no se dejaban intimidar y, en este caso, empezó a acostumbrarse a las reglas del mundo real.
De este modo, se ha llegado a una situación diplomática realmente extraña: el pilar fundamental en que se basa la política exterior de Israel hacia el resto del mundo no es el del beneficio mutuo que se deriva de trabajar con este país o de la amenaza del peligro de trabajar contra él, como sucede normalmente entre Estados, sino el que implica el invocar el sentimiento de culpa y el ejercer presión en el plano moral. Desde este punto de vista, la retórica del holocausto de Begin constituye una fiel continuadora de la tradición de los gobiernos laboristas. Por cierto, resulta gracioso observar las dificultades que tienen nuestros líderes para encontrar un lenguaje en común con países donde no existe sentimiento de culpa hacia los judíos, como es el caso de la mayor parte de los Estados del Tercer Mundo. A estas naciones no les remordió la conciencia cuando suspendieron relaciones diplomáticas con Israel. ¡Es muy difícil acusar a los chinos de antisemitismo, cuando apenas tienen una vaga idea de quien son los judíos! El resultado es que el Estado de Israel, aunque fundado en apariencia para permitir a los judíos llevar una existencia normal como una nación-estado entre otras naciones-estado, en realidad adopta deliberadamente una política que le coloca fuera del sistema de relaciones que es normal entre naciones. Insiste en que se le trate como a un Estado anormal, evita la participación económica y política directa en un mundo de intereses y de poder, en el mundo histórico, y trata de mantener una existencia no-histórica como una secta separada del proceso histórico. Huelga decir que tal política, aunque haya funcionado a corto plazo, está abocada al fracaso a largo plazo, pues no se basa en otra cosa que en un sentimiento de culpa que procede del pasado. Este sentimiento tiene un límite y se puede comparar con una cuenta bancaria que no se rellena sino que se va agotando de forma regular al retirar grandes cantidades. Las reservas de sentimiento de culpa van mermando de forma constante, pues cada vez menos gente recuerda el holocausto, a pesar del reiterado machaque con este tema. Para los que no lo recuerdan, el recuerdo monótono se hace pesado. Israel lo va a pasar mal el día en que se le exija que actúe en el mundo real, tras agotar su crédito moral, dado que toda su estructura política y su visión del mundo se han formado en condiciones de invernadero.
Afirmé más arriba que «la conciencia del holocausto» en Israel disminuyó durante los años cincuenta y volvió a aumentar a raíz del juicio a Eichmann, aunque sin duda habría vuelto a aumentar con o sin juicio. Pero existe una gran diferencia entre un despertar espontáneo, movido por la necesidad de entender el pasado como una clave para el presente y el adoctrinamiento oficial propagandístico que produce eslóganes en masa y una visión falsa del mundo, con el único objetivo no de entender el pasado sino de manipular el presente.
La memoria del exterminio nazi ha constituido un arma poderosa en manos de los líderes judíos, tanto dentro como fuera de Israel. Los líderes judíos fuera de Israel se hallan en su mayoría subordinados a los israelíes y su objetivo principal consiste en movilizar y reglamentar a la diáspora judía, sobre todo en los Estados Unidos. Esta reglamentación se ha conseguido a base de cultivar y explotar dos factores: primero, los sentimientos de culpa de los judíos norteamericanos por no haber intervenido más activamente para impedir el desastre; segundo, el sentimiento de inseguridad de algunos judíos sobre su posición en la sociedad norteamericana. El sentimiento de culpa se usa del siguiente modo: Israel se presenta ante los ojos de los judíos estadounidenses en una situación de amenaza constante de aniquilación por parte de los países árabes circundantes, a pesar del hecho, pocas veces comentado, de que Israel es varias veces más fuerte y de que no se halla en ningún peligro militar real en el futuro predecible. La presentación de esta amenaza ofrece una oportunidad a los judíos norteamericanos de aliviar su sentimiento de culpa movilizándose a nivel político y económico para evitar la repetición del holocausto. Como consecuencia, cada guerra se ha presentado como una amenaza a la existencia misma del Estado de Israel, y la victoria subsiguiente se presenta entonces como un milagro, debido entre otras cosas al apoyo judío, lo que proporciona a los judíos norteamericanos el sentimiento de haber llevado a cabo una hazaña y de haber participado en hechos heróicos. Israel también es presentado de esta forma al mundo no-judío, en un intento de acallar las críticas a su política con el argumento incontestable: «Vosotros, que os quedasteis en la barrera durante el holocausto, no nos podéis venir a decir ahora lo que tenemos que hacer para impedir que se repita.»
Para conseguir esto, los judíos de Israel son presentados como «los que sobrevivieron» cuando en realidad muchos de ellos o bien emigraron a Palestina antes de la Segunda Guerra Mundial (o son descendientes de éstos) o vinieron de países islámicos. A esta falacia han contribuido en el pasado los estadistas árabes con su insistencia en eliminar a la entidad sionista, insistencia que sólo disminuyó tras la Guerra de los Seis Días. En este sentido, la negativa de la OLP a reconocer a Israel y a cambiar la Constitución palestina son los últimos clavos ardiendo a los que se agarra Israel.
En este punto, aparece en escena otro factor importante: la imagen de un Estado de Israel amenazado de destrucción les es preciada a los judíos norteamericanos, además de necesaria. Uno intenta explicarles que, en realidad, Israel no se halla en peligro de ser aniquilado, que su nivel cultural y de organización, incluso en el estado actual de desmoralización, sigue siendo mucho más alto que los de las naciones árabes circundantes y también que es en esta ventaja cualitativa donde reside en último término su superioridad militar. Pero la reacción de los judíos norteamericanos es de resistencia, resentimiento e indignación. Entonces uno se da cuenta de que esta imagen de Israel constituye una necesidad para ellos, pues les permite superar su sentimento de culpa en torno al holocausto. Muchos reaccionan con enojo cuando se señala que el objetivo nacional apropiado para Israel debería ser la independencia de factores externos, incluido el apoyo judío. Los norteamericanos quieren que esta dependencia continúe para así poder sentirse necesarios. Además, el apoyo a Israel es necesario porque los norteamericanos no tienen otro foco para su identidad como judíos. Parecen ser incapaces de resolver el problema por sí mismos, en sus propios términos, por lo que lo eluden viviendo a través de otros. También se necesita al soldado israelí, el héroe israelí, para compensar el que normalmente no se pinte a los judíos en EEUU como guerreros viriles y duros a los que la sociedad alaba. Claro que, por supuesto, resulta curioso que este «guerrero» sea una imagen dual, que se contradice a sí misma, por un lado el superman viril y por otro la víctima impotente de un holocausto en potencia.
Ambas imágenes, claro está, tienen poco que ver con la realidad y el hecho de que los judíos de la diáspora, en especial los de EEUU, utilicen a Israel para verse a sí mismos como héroes a través de otros, cuando no se les ocurriría nunca emigrar a Israel y participar en las heróicas batallas, aumenta su sentimiento de culpa y refuerza el control moral ejercido por el establishment israelí. Incluso me atrevería a aventurar que a éste no le interesa en realidad que emigren, sino que prefiere que su sentimiento de culpa le inunde con su apoyo desde lejos.
Además habría que tener en cuenta que esta transferencia a gran escala de fondos judíos (y no judíos) norteamericanos a la élite de poder israelí tiene lugar sin que los donantes tengan voz o derecho a criticar cómo se gasta el dinero una vez en Israel. Sólo los israelíes que, según se dice, están sobre el terreno y conocen la situación mejor que los judíos extranjeros – pues después de todo se encuentran en la línea misma de fuego, afrontando la amenaza de un nuevo holocausto – sólo ellos tienen derecho a expresar cualquier opinión sobre este tema. Si el peligro de un nuevo holocausto no se hubiera invocado tan a menudo, los judíos de la diáspora quizá hubieran pedido participar más activamente en tales decisiones. En realidad, la clase dirigente israelí ha convertido a los judíos de la diáspora en una especie de posesión colonial, que les sirve como una fuente inagotable de ingresos, sin derecho a ejercer ningún control sobre el gasto, exactamente el tipo de situación que provocó el que las colonias británicas en Norteamérica se rebelaran contra la metrópolis bajo el lema: «!No hay tributación sin representación!». Claro está que cualquier protesta se silencia por medio del juego con la inseguridad que sienten algunos judíos norteamericanos que viven en la sociedad estadounidense, sobre todo de la primera y segunda generación de emigrantes. Una vez más, Israel se presenta como el refugio durante la tormenta, un seguro para el futuro, el mismo Israel que se les presenta al mismo tiempo como un candidato para ser aniquilado. No serviría de nada argumentar que se trata de una contradicción en los términos, porque estamos tratando con actitudes completamente irracionales.
Uno de estos supervivientes norteamericanos de la Europa nazi, un profesional de prestigio, me comentó: «Nosotros, los judíos norteamericanos, tenemos suerte de que haya tantas otras minorías aquí, como los negros, los puertorriqueños, los irlandeses, los italianos etc. Si no, nos habrían masacrado hace mucho.» La gente a la que le comenté esto me respondió que era una solemne tontería. Al fin y al cabo, ha habido épocas en que la sociedad norteamericana estaba compuesta casi exclusivamente de blancos protestantes anglosajones y, sin embargo, no se persiguió a los judíos, quienes gozaron siempre de igualdad ante la ley, incluso en el periodo colonial, (aunque también hay que decir que incluso hoy existe cierta discriminación social contra los judíos en algunos lugares y no sólo contra ellos).
Tampoco en Inglaterra, que en el aspecto étnico es más homogénea que los EEUU, se han producido persecuciones contra los judíos desde que se les permitió regresar al país con Cromwell, en el siglo XVII. Pero aunque afirmaciones como la arriba citada son completamente falsas y sólo reflejan la desconfianza inherente con que muchos supervivientes del holocausto miran a la sociedad no-judía en la que viven, también constituyen testimonios de una cierta realidad psicológica que la propaganda israelí ha sabido utilizar con gran habilidad. Estos antiguos judíos europeos tan inseguros depositan una confianza ciega en Israel y, a diferencia del judío norteamericano medio, con quien se puede abordar el tema, con el judío europeo no se puede ni discutir. Por muy estúpidas o agresivas que sean las acciones israelíes, reciben un apoyo instintivo. De esta forma, mientras que a muchos judíos norteamericanos les produce una gran inquietud, embarazo e incluso vergüenza la conducta y retórica de Begin (sentimientos similares a los experimentados por muchos israelíes hacia este político), los inseguros judíos europeos se identifican con él totalmente, mucho más de lo que anteriormente lo hicieron con Rabin. Begin es un judío de la diáspora de pies a cabeza, es uno de ellos, un superviviente del holocausto, hasta tal punto que afirman : «¡Qué importa lo que los Goyim (gentiles, no-judíos) piensen de su estilo y personalidad! En cualquier caso, ¿quiénes son esos no-judíos, más que asesinos de hecho o en potencia? ¿No se alegraron en sus corazones cuando a nosotros nos gaseaban y nos quemaban? Así que, ¿por qué habría de importarnos lo que ellos piensen?».
He tratado de mostrar como el recuerdo del holocausto constituye, además de una forma de presionar al mundo no-judío, uno de los instrumentos principales por medio de los cuales la clase dirigente israelí controla a los judíos de la diáspora y la convierte a su vez en un instrumento de su política económica. Los fondos que se recogen de este modo, sin control de los donantes, se distribuyen entre las diferentes organizaciones de la élite del poder israelí, de acuerdo con una proporción acordada previamente, y a su vez sirven como una forma de manipular al público israelí, que tampoco puede opinar sobre su distribución, pues no ha contribuido a recaudarlos. De hecho, este proceso comenzó en los años veinte, cuando el Movimiento Laborista negó a la organización sionista la posibilidad de decidir la distribución de los fondos confiados a su cuidado, pero alcanzó el grado más alto de refinamiento tras la guerra y el establecimiento del estado de Israel. En realidad, esto significa que la perpetuación de la dependencia de Israel respecto a la ayuda exterior constituye uno de los intereses estructurales de este sistema, puesto que por un lado permite a la clase dirigente israelí explotar a los judíos de la Diáspora mientras que por el otro, mantiene su control sobre el público israelí por medio de las contribuciones que recibe, sin estar obligado a rendir cuentas a nadie. Esto puede hacernos recibir con cierto escepticismo la charla sobre la «independencia económica», que de hecho casi ha desaparecido desde la Guerra de los Seis Días.
La dependencia económica del país beneficia a la clase dirigente y le ayuda a mantenerse en el poder, tanto si el gobierno pertenece a la Alineación (coalición del Partido Laborista y Mapam), al Mapam sólo (partido socialista de izquierdas), al Likud (Bloque de derechas) o al NRP (Partido Religioso Nacional), pues todos forman parte del sistema. Aunque lo anterior es un aspecto marginal de nuestro tema, merece ser tratado con mayor profundidad.
Antes he afirmado que el objetivo del sionismo consistía en poner fin a la dispersión judía y convertir a los judíos en una nación territorial soberana. Y, de hecho, de acuerdo con las predicciones sionistas clásicas (según las cuales el llevar a los judíos a su propia tierra crearía un nuevo tipo de judío y una nueva mentalidad judía), empezó a desarrollarse en Eretz Israel (la tierra de Israel) una conciencia nacional independiente, diferente de la judía pero afín a ella. Ya en los años cuarenta y cincuenta, los líderes comenzaron a darse cuenta de un proceso que había comenzado en sus propias filas. Por ejemplo, Ben Gurion empezó a hacer hincapié en Eretz Israel y fue cambiando sus prioridades: en lugar de que la Yishuv hebrea en Palestina estuviera al servicio de las necesidades del pueblo judío, éste debía convertirse en un instrumento en manos de la Yishuv. Si las cosas hubieran seguido su curso natural, la nueva nación israelí se habría desarrollado con independencia de los judíos de la Diáspora y al final habría constituido una entidad separada y distinta. Los lazos entre esta nación y la Diáspora se habrían hecho con el tiempo más débiles y más vagos, atenuando así la base ideológica y de poder de la clase dominante. Por eso, los dirigentes se propusieron bloquear y revertir este proceso. La herramienta ideológica más eficaz para lograr este objetivo consistió en explotar el odio árabe, en trazar un paralelismo entre los nazis y los árabes, cuya conclusión obligada sería que el destino judío es el mismo en todas partes, tanto en Israel como en la Diáspora, como la señal de Caín marcada a fuego en la frente de los judíos por misteriosas fuerzas sobrenaturales desde el principio del tiempo. Siempre hemos sido objeto del odio y siempre existirá la necesidad urgente de aniquilarnos aquí y en todas partes, ahora y siempre. La única diferencia entre Israel y la Diáspora es que en Israel podemos devolver el golpe, mientras que en la diáspora no nos queda otro remedio que «ser llevados al matadero como corderos.» Inevitablemente, esto dio lugar a varias teorías historiográficas sobre el curso y sobre el significado especial y místico de la historia judía, así como a iluminaciones mesiánicas y demás, conclusiones que la derecha nacionalista se apresuró a apropiarse, aunque en el Partido Laborista, que aún conservaba vestigios de sus orígenes racionalistas, no se seguía de buena gana la lógica interna de este razonamiento. Huelga decir que en los escritos de los fundadores del sionismo prácticamente no existen rastros de tal interpretación, pues inicialmente el sionismo representaba un intento de proporcionar una solución racional a los espantosos problemas con que se enfrentó el pueblo judío de Europa central y oriental durante la crisis de los sistemas dinásticos europeos. Si los fundadores del sionismo hubieran concebido el problema judío de este modo, difícilmente hubieran podido llegar a la solución sionista, puesto que su objetivo principal consistía en poner fin al «destino judío», a la «unicidad de los judíos como víctimas», y en crear una sociedad más justa.
Si el propósito del sionismo hubiera sido simplemente el establecimiento de una organización más eficaz de autodefensa, no habrían considerado que el esfuerzo valía la pena. Pero el asesinato de los judíos de Europa, que como se argumentaba más arriba debería ser entendido concretamente en el contexto de la historia alemana y europea, y de la posición social ocupada por los judíos en la estructura socio-económica europea, se concibe como un fenómeno metahistórico, abstracto, apocalíptico. Existe un esfuerzo continuado para confundir las diferencias esenciales entre el Nazismo y el odio árabe, como por ejemplo el hecho de que los nazis crearon el mito de la «conspiración judía» al objeto de inflamar en el pueblo alemán el odio irracional y psicótico hacia los judíos, en tanto que los árabes luchan contra un enemigo real cuya potencia militar constituye una amenaza cierta contra ellos, un enemigo que ya ha hecho huir de sus hogares a más de un millón de sus hermanos, y que ahora sigue sometiendo a otros dos millones. Es más, la hostilidad árabe se dirige, lógicamente, contra los israelíes y no contra todos los judíos, estén donde estén (aunque el apoyo que la mayoría de los judíos presta a Israel tiende a hacer que la hostilidad se extienda a todos los judíos). No es necesario insistir en las vastas diferencias existentes entre los árabes y los alemanes en cuanto a condiciones sociales, sus antecedentes culturales y religiosos, las etapas de su desarrollo nacional, económico y político, diferencias que imposibilitan el hablar de estos dos fenómenos como si fueran parte del mismo tema. Pero como la mayor parte de los israelíes sabe muy poco del mundo árabe, y para muchos «todos los gentiles son iguales», a sus ojos no existe diferencia entre un campesino palestino refugiado y un miembro de las SS, heredero éste último de una tecnología y de una ideología pervertida, y formado en la masacre de pueblos y naciones. Y como tantos israelíes aún conservan las cicatrices psicológicas de la persecución y la discriminación sufridas en sus países de origen, esta analogía propagandística superficial cae en suelo fértil. Esto resulta válido no sólo para las masas, no sólo para los inmigrantes, sino también para muchos israelíes que se las dan de poseer una buena educación y la capacidad para establecer diferencias históricas.
De este modo, tanto en vísperas de la Guerra de los Seis Días como tras la Guerra del Yom Kippur, gente seria habló de estos hechos como «una expresión del destino judío que nos une a todos», como si otras naciones nunca hubieran luchado, nunca hubieran sido atacadas por sorpresa, como si el peligro de guerra no fuera una parte inseparable de la existencia política soberana más que una «tragedia judía».
Al mismo tiempo, los judíos afirman que «el pueblo judío es el único aliado leal de Israel». Puesto que el pueblo judío no constituye una fuerza política, ni una entidad claramente definida y organizada, no es posible una alianza entre él y un Estado soberano. Un Estado sólo puede establecer alianzas con otros estados. Por lo tanto, esta afirmación sólo puede significar dos cosas: o bien Israel no constituye un Estado real, o los judíos pueden mover Estados (en especial los EEUU) para que establezcan alianzas con Israel. En realidad, cuando se intenta examinar el contenido real del eslogan «una orientación del pueblo judío», uno se da cuenta de que los judíos siempre tendrán éxito en forzar al gobierno estadounidense para que apoye a Israel, es decir, es una orientación de los EEUU. Pero el eslogan también posee otro significado: la evasión de una política realista en el mundo real, donde no existen «aliados leales», sino únicamente uniones cambiantes por interés, y la retirada a un estatus de dependencia no-histórica.
La identificación de los árabes en general, y en particular de los palestinos, con los nazis, junto con la repetición constante del peligro de un holocausto, que inspira pánico en el israelí medio, así como la doctrina del «pueblo judío como único aliado leal de Israel», llevan a las siguientes consecuencias:
Primera: Congela la conciencia política israelí en un estadio pre-nacional hasta el punto de que es incapaz de conectar con o de entender las fuerzas reales que operan en la arena política. Las relaciones exteriores del país no vienen moldeadas por los intereses recíprocos de los organismos políticos, sino sobre la base de la capacidad de presión de los judíos norteamericanos, como si Israel no fuese un país extranjero, sino parte del sistema interno norteamericano. Por consiguiente, el nivel de la conciencia pública sigue siendo el de una secta, más que el de una comunidad política soberana, y es por tanto incapaz de juzgar a sus líderes políticos según un rasero realista.
Segunda: Estas analogías han producido graves consecuencias de tipo moral. Como la alternativa que los israelíes creen tener ante sí no resulta realista, pues se trata de» holocausto» o «victoria» (o al menos, «mantenerse firmes»), esto les libra de escrúpulos de tipo moral. El que se cree en peligro de ser aniquilado puede considerarse a salvo de remordimientos de tipo moral que le atan las manos en sus esfuerzos por salvarse. Lo único que puede pararle es la consideración utilitarista de que ciertos actos podían afectar a su imagen en el exterior. Esta es la lógica que guía a gente como Moshe Shamir, Geulah Cohen y otros fundadores del partido del Renacimiento (Tekhiah), quienes alegan que podemos hacer todo lo que queramos, puesto que el mundo quiere acabar con nosotros. Por lo tanto, no sienten ninguna inhibición en demandar las medidas más severas contra la población no-judía del país. Tales razonamientos recuerdan a los usados por los Soviets cuando desplazaban a poblaciones enteras con la excusa de que mostraban «tendencias patrioteras y contrarrevolucionarias». Además, aunque tales comparaciones puedan parecer ofensivas, deberíamos recordar que los nazis justificaban el asesinato de los judíos apoyándose en el argumento de que los judíos estaban planeando la ruina y la destrucción del pueblo alemán: la alternativa era o destrucción de los judíos o destrucción de los alemanes. Cualquier razonamiento que se base en que el otro lado alberga la intención de aniquilarnos implica, en casi todos los casos, la presencia de esas mismas intenciones hacia ese otro lado. Una persona honrada debería mostrarse extremadamente prudente antes de apoyar tales tesis, pues en realidad podría estar apoyando la masacre de personas inocentes (por supuesto, también se dan casos en que la intención de exterminar existe, así que es necesario examinar meticulosamente los hechos).
La tercera consecuencia puede ser la más grave: los líderes son inseparables de su propaganda. Más pronto o más tarde, ellos también empiezan a creer la realidad de la imagen creada por su aparato de propaganda. Esto es especialmente cierto en el caso de los líderes israelíes actuales, muchísimo más ingenuos que sus predecesores, y que se hallan también más cautivos de la ideología y de la alucinación. De ahí que los líderes también operen en el mundo de los mitos y de los monstruos que han creado para mantener y perpetuar su poder. Ya no pueden entender lo que está sucediendo en el mundo y la naturaleza de los procesos históricos en que el país se halla implicado. Dada la cada vez más deteriorada situación política y económica de Israel, tales líderes constituyen una grave amenaza para la existencia misma del Estado.
En consecuencia, la «conciencia del holocausto» inculcada a través de la propaganda ha generado paradójicamente un peligro real de destrucción. La sociedad israelí no puede de ningún modo revivir y sanar sin llegar a comprender su verdadero estatus histórico y político. Como en la terapia a través del psicoanálisis, el reconocer la condición real de uno mismo constituye el principio de la curación.
* Columnista en el periódico israelí Yedioth Aharonot
Traducido del hebreo al inglés por New Outlook, Tel Aviv. Publicado en la revista GRANTA, número 6, A Literature for Politics, Cambridge, Inglaterra, 1983.
Traducido del inglés al castellano por María Young.
Enviado por Jacobo Serruya W.
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