Sesgo analítico Si hay algo que la izquierda debería tener meridianamente claro es que los medios de comunicación son multinacionales y, en consecuencia, construyen sus noticias en función de los intereses de las multinacionales. Sorprende, por tanto, ver que para muchos autoconsiderados anticapitalistas las revueltas en los países árabes serían, al igual que para la […]
Sesgo analítico
Si hay algo que la izquierda debería tener meridianamente claro es que los medios de comunicación son multinacionales y, en consecuencia, construyen sus noticias en función de los intereses de las multinacionales.
Sorprende, por tanto, ver que para muchos autoconsiderados anticapitalistas las revueltas en los países árabes serían, al igual que para la prensa o la televisión burguesas, «concentraciones pacíficas» de «indignados» convocadas por «facebook o twitter» en contra «dictadores populistas» y en pos de instaurar una «democracia» burguesa.
Una visión tan tremendamente sesgada (y antimarxista) sólo puede provenir de la misma ingenua autocomplacencia que lleva a muchos al frívolo pacifismo, a tratar de convencer a la policía de nuestra inmaculada benevolencia, a idealizar la manifestación (convertida en un paseo folklórico y guay más propio de Carlinhos Brown que de obreros realmente preocupados por su dramática situación) como el único método de lucha posible.
¿El único? No. También está el circo electoral, al que muchas capillas tratan de presentarse. Y todo ello en un momento en el que, precisamente, las masas empiezan a comprender que «lo llaman democracia y no lo es», que «no nos representan» y que, en suma, votar qué partido te machacará desde el parlamento no es democracia. Olvidando, por tanto, el papel que debe tener una organización de vanguardia. Retrasando el nivel de conciencia de las masas. Reforzando su alienación política y sus ilusiones democrático-burguesas.
Causas profundas
Tal vez porque todo está interrelacionado, clarificar lo acaecido en el mundo árabe puede ayudarnos a mejorar nuestro diagnóstico sobre las tareas pendientes aquí, en la metrópoli del imperio. Y es que, desde una perspectiva marxista (o simplemente seria) las raíces de las revueltas árabes no deben buscarse en la escasa «división de poderes» o en las imperfectas «Constituciones» de esos países, sino en la dependencia económica y financiera de esos países, el enorme endeudamiento inmobiliario de los hogares, la geopolítica de los hidrocarburos y el intervencionismo de los distintos bloques imperialistas.
No estamos ante movimientos «espontáneos», sino ante dinámicas populares de larga duración, que hunden sus raíces en las Revueltas del Pan de los años 70 y 80, que fueron provocadas por los programas de ajuste estructural o, por emplear la nomenklatura actual, por los «planes de austeridad» del FMI.
A finales de 2010 se volvió a producir un repunte histórico de los precios mundiales de los productos alimenticios. Esta fue la chispa que hacía falta para desencadenar el proceso. Pero si las causas no son las que nos decía la tele, tampoco lo fueron los métodos. El sabotaje, el bloqueo de carreteras, la huelga y el enfrentamiento directo con las fuerzas del orden fueron la verdadera cara de la primavera árabe, más allá de pacifismos idealizados que olvidan que si el golpe lo recibes solamente tú la violencia no desaparece, sino que perpetúa la injusticia, y que la India posterior a Gandhi siguió y sigue siendo una sociedad de castas.
Además, la oleada huelguística en Egipto, por ejemplo, se desarrolló contra la voluntad de la Federación Nacional de Sindicatos Egipcios, que representa algo similar a las CC OO y UGT del Estado español. En Túnez sucedió casi exactamente igual: las huelgas fueron promovidas por los trabajadores, totalmente al margen de la Unión General de Trabajadores Tunecinos, que las rechazó explícitamente. Lo mismo podría decirse en el caso de Argelia: la Unión General de Trabajadores Argelinos era conciliadora y opuesta a las movilizaciones. Esto es algo de lo que muchos autodenominados anticapitalistas, con su insistencia en seguir dentro de los sindicatos del régimen (CC OO y UGT) para «cambiarlos desde dentro», deberían aprender.
Carencias organizativas
La primavera árabe ha carecido de líderes o actores políticos claros. Nada más fácil de idealizar para un sector ingenuo del Movimiento 15-M. Sin embargo, ha sido esa carencia de estructuras claras que funcionaran como el germen de un nuevo Poder Popular el que ha hecho naufragar los procesos. Incluso en aquellos casos en los que los gobiernos han sido tumbados, como en Túnez y Egipto, ha sido imposible evitar que la gobernanza sea conquistada por hombres de negocios que ahora se reparten los cargos en los ministerios y aceleran las privatizaciones.
Las revueltas han atacado la parte visible de los sistemas políticos, como por ejemplo las familias en el poder. Pero no han arremetido contra el entramado de dispositivos de rapiña económica tejido por esas y otras familias. De este modo, las legítimas revueltas populares parecen haber sido derrotadas, al ser aprovechadas por una oligarquía que, además, ha agravado las divisiones confesionales y etno-culturales existentes, aparte de acordar con el imperialismo la seguridad de las inversiones extranjeras y la de Israel, así como el control de la emigración o las privatizaciones deseadas por las multinacionales.
Visto esto, y a despecho de mucho indignado, nadie serio puede decir que la ausencia de actores políticos claros y de liderazgos ha sido positiva en pos de la consecución de los objetivos de estos movimientos.
Manipulaciones imperialistas
También habría que hablar de Bahrein, cuyo levantamiento fue sofocado por una intervención militar saudí, sin recibir la menor solidaridad por parte de una progresía europea (y, lo que es peor, a menudo europeísta) que, tal vez, esperaba a que la tele le avisara de que debía condenar estos actos perpetrados por un país amigo del rey y de las petroleras.
Pero, sin embargo, el punto más polémico de este asunto atañe a lo acaecido en Libia y Siria. Comienzan aquí las curiosidades. A diferencia de lo sucedido en Túnez, Egipto, Argelia, Marruecos o Bahrein, los gobiernos de los países imperialistas sí se han pronunciado inmediatamente para apoyar a los «rebeldes» libios y sirios. Otro dato significativo es que, a diferencia de en el resto de países, en Libia y Siria el movimiento obrero no ha tenido ningún protagonismo en esta revuelta (los comunistas sirios, directamente, han advertido de una operación organizada desde el exterior y similar a la de Libia).
Santiago Alba Rico nos ha recordado que no debemos simplificar las cosas haciendo, automáticamente, lo contrario de lo que hagan nuestros gobiernos o medios de comunicación. Y es cierto. Sin embargo, tampoco debemos caer en los siguientes peligros:
1) El orientalismo de creer que todo lo que ocurra en todos los países árabes va a ser exactamente lo mismo, analizando realidades tan complejas como una simple unidad.
2) El error de considerar que los procesos son simples, es decir, que no pueden tener fases sucesivas en las que se modifiquen sus actores o su carácter de clase.
Este segundo error es particularmente preocupante, porque imposibilita entender lo acaecido. Y es que el proceso libio ha tenido dos fases clarísimas, que, sorprendentemente, parecen haber pasado inadvertidas a los más complejos pensadores:
a) En un primer momento, se produjeron una serie de protestas en la Cirenaica, realmente reprimidas por el gobierno libio (aunque, sí, dicha represión fuera ostentosamente exagerada por la prensa capitalista).
b) Pero pronto se entró en una segunda etapa: con la resolución 1974 de la ONU se creó una «zona de exclusión aérea», que suponía, hablando en plata, bombardear a las tropas libias, supuestamente para frenar la represión. Sin embargo, inmediatamente, los bombardeos de la OTAN se desviaron hacia un objetivo muy diferente y no autorizado por la resolución: derrocar al gobierno y reemplazarlo por un gobierno basado en los títeres del Consejo Nacional de Transición.
Es decir, dentro del proceso libio existen dos fases sucesivas: la primera, podía ser apoyada por la izquierda, en tanto que legítima movilización popular. Pero la segunda, al ser liderada por el reaccionario CNT, y además en alianza con la OTAN (que no tiene en su agenda apoyar procesos emancipadores), no puede ser defendida por nadie que se considere de izquierdas.
Confusiones sembradas
Sin embargo, la confusión fue sembrada por intelectuales como Gilbert Achcar, vinculado al NPA francés, que defendió que, en este excepcional caso, la OTAN trataba de «salvar vidas», ya que la represión de Gadafi era para este intelectual más letal que la propia OTAN. Eso mismo afirmaban preocupados unos medios de comunicación que, no tan apocalípticos, han silenciado durante décadas las atrocidades cometidas por el Estado terrorista de Israel contra la población palestina.
No faltaron tampoco partidos trotskistas como el antiguo PRT (que ahora ha usurpado las siglas de «Corriente Roja») insistiendo en la idea de que cualquier posición anti-injerencista implicaba «alinearse con un dictador como Gadafi», a pesar de que ellos mismos mostraran una postura anti-injerencista sólo unos años antes, cuando se perpetró la invasión contra el Irak de Sadam Hussein (tirano donde los hubiera y represor del pueblo kurdo).
Por suerte, los sectores más sanos de la izquierda comprendieron enseguida que el apoyo al proceso era sencillamente inadmisible para alguien de izquierdas, a la vista del carácter de clase del movimiento realmente existente tras el inicio de la segunda fase del proceso libio. Un movimiento golpista armado con armamento pesado por la OTAN, como escisión del poder de Gadafi, liderado por antiguos colaboradores (e incluso ex ministros) de éste, además de por los fundamentalistas reaccionarios de Al Qaeda, y lejos de corresponder a unos partidarios de cualquier tipo de democracia popular.
Las tribus del Este iban conquistando territorios en detrimento de las del Oeste y, a diferencia de lo sucedido en Egipto y Túnez, ninguna fuerza obrera o al menos civil ha representado un contrapoder frente al CNT. La población negra del sur de Libia y los trabajadores inmigrantes del África subsahariana han sido masacrados por los «rebeldes». El CNT ha acordado con los países de la OTAN implicados en la invasión y el derrocamiento de Gadafi la prioridad en los futuros contratos del petróleo y el gas libios (una riqueza natural evaluada en 400 mil millones de dólares). La Sharia o Ley Islámica ha sido instaurada, sin esperar a ninguna consulta popular.
Inexistentes rectificaciones
Pero, eso sí, nadie en la izquierda ha visto la necesidad de rectificar. Lejos de rectificar, muchos se empeñan en caer por segunda vez en la misma piedra, defendiendo el carácter bucólico y revolucionario del CNS (Consejo Nacional Sirio), a todas luces similar al CNT libio. Y todo parece indicar que harán lo propio en Irán o cualquier otro país cuando la prensa y la OTAN lo requieran.
Y, sin embargo, por supuesto Libia no era Cuba. No era un modelo a seguir. Llevaba años abriendo sus puertas a las multinacionales extranjeras. El gobierno era autoritario. Pero no debe olvidarse un hecho: los medios de comunicación buscaron señales de miseria en Libia para tratar de explicar la revuelta que se estaba produciendo. Fue en vano.
Estamos hablando del que era el país con mayor nivel de vida de África. Un país que contaba con fuertes políticas sociales (en agua, electricidad, vivienda), numerosos créditos (a menudo a fondo perdido) y generosas subvenciones estatales, posibilitadas por unos grandes ingresos petroleros para una población no muy numerosa. Se piense lo que se piense de Gadafi, la desaparición de todas esas políticas sociales que ha conllevado la llegada al poder del CNT es una noticia catastrófica desde una perspectiva revolucionaria.
Conclusiones
Pero lo sé: muchos pensarán que no debería haber introducido el párrafo anterior. No faltará el listo que diga que eso implica «apoyar dictadores». Debería estar acomplejado, por oportunismo y cobardía política. Debería silenciar realidades sociales por miedo a lo que digan de mí. Sin embargo, creo que, al menos, tendrá que admitirse que el hecho de que la población viviera con dignidad puede emplearse como irrefutable argumento de que esa rebelión popular de la Cirenaica, impotente y minoritaria, sólo pudo ser catapultada al poder desde el exterior.
Por otro lado, desde el Estado español, poco podíamos hacer por provocar una deseable revolución que acabara con Gadafi e instaurara un poder socialista en Libia para profundizar las conquistas sociales. Sin embargo, sí podíamos generar una corriente de opinión pública opuesta a las aventuras imperialistas del ejército español y de la OTAN, en pos de detener sus inmisericordes bombardeos, de impedir la salida de los aviones. ¿Acaso lo hicimos?
Las lecciones que podemos extraer de las revueltas árabes, de sus derrotas y de sus instrumentalizaciones están claras. No debemos emplear los poderes del sistema, incluyendo a sus sindicatos vendidos, sino que debemos generar nuestro propio contrapoder popular. No debemos contentarnos con acabar con las manifestaciones más odiosas y superficiales del sistema, dejando el poder vacío, sino que debemos ocupar el poder y transformarlo. No debemos confiar en las «revoluciones de colores» que promueva el imperialismo, sino tener un criterio propio e independiente de los medios de comunicación.
Hemos hablado de derrotas, pero el mundo es una caldera. Tal vez vayamos perdiendo, pero no hemos perdido. Tal vez no sean tiempos tan malos para los revolucionarios. Los poderes tiemblan ante unas masas que comienzan a despertar, a comprender que las cartas están marcadas, que hay que romper la baraja.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.