Fotos de A. Taher
Me llaman por teléfono desde la plaza Tahrir, o como proclama una gran pancarta que alguien ha colgado a la entrada: «República democrática de Tahrir». De fondo oigo voces, música, risas y bromas. Me cuentan, con la voz impregnada de emoción, que están de fiesta, «fiesta y revolución». Hay escenarios repartidos por toda la plaza, en algunos se improvisan discursos libertarios, en otros se toca música, se canta y se baila. La gente se reúne para intercambiar experiencias y opiniones, cuentan cómo fueron heridos o cómo la policía asesinó a sus amigos y familiares, se consuelan y escuchan mutuamente. Pero también queda sitio para el humor, que es algo que los egipcios no pierden nunca, y se oyen chistes como «Va Mubarak al cielo y se encuentra con Nasser (en Egipto siempre se ha dicho que Estados Unidos lo envenenó) y con Sadat, asesinado de un disparo. Éstos le preguntan ¿Y a ti qué? ¿Disparo o veneno? Y Mubarak responde: No, a mí Facebook«.
Hay más de un millón de personas en la plaza, no cabe un alfiler, pero no hay problemas, no hay peleas, no hay caos, todo el mundo se respeta, se organizan turnos para dormir, se reparte la comida, unos se encargan de la limpieza, otros cocinan. Muchos han traído tiendas y mantas que comparten con todo el que quiera quedarse a pasar la noche; los que aún siguen fuera hacen cola durante horas para entrar ordenada y pacientemente, incluso se ha montado un puesto donde se puede llevar a los niños perdidos para que sus padres los recojan. Una entusiasta organización espontánea rige esta pequeña isla de libertad.
Todo el mundo ha vuelto a casa, amigos que hacía más de treinta años no se veían se encuentran por casualidad en mitad de la plaza Tahrir, recién llegados de Canadá, Estados Unidos o Europa se abrazan rodeados de carteles de «Mubarak vete ya que quiero ir a casa a ducharme», «Dentista: quito muelas por 10 libras, quito a Mubarak gratis» o «Gracias por unirnos a todos… ahora ya te puedes ir».
Mahmoud, que con 21 años ya había perdido las ganas de vivir, cuenta que ha conseguido un vídeo grabado con un móvil donde se ve cómo la policía le dispara en la pierna el día 29 de enero. Ahora, después de haber visto morir a varios de sus amigos, tumbado en la cama porque, aunque le han operado y le han quitado la bala no se puede mover, ha descubierto que otro mundo es posible, ha decidido volver a estudiar, trabajar, tener un futuro; de repente, su vida y las de muchos otros jóvenes egipcios han cobrado sentido. Ahmed, que ha vuelto desde España porque no podía perderse «el día más importante de mi vida, el día en que Mubarak caiga«, me dice que nunca había visto tantas banderas comunistas juntas, ¡y mucho menos en El Cairo!
Todo el mundo se lleva bien, no importa que sean musulmanes o cristianos, mujeres u hombres, jóvenes o viejos; no importa que sus opiniones discrepen: han encontrado lo que les une, un objetivo común, derrocar al tirano es lo único que importa.
Los egipcios han recuperado su dignidad, su futuro, y sobre todo su identidad como grupo. Se han zafado de ese individualismo y de ese miedo que el capitalismo intenta hacernos creer que sentimos. Nos demuestran que es fácil dejar de ser yo para volver a ser nosotros, que juntos, es muy fácil luchar. No tienen nada que perder, porque hacía mucho que lo habían perdido todo, ahora les toca ganar.
Los egipcios nos recuerdan que es posible organizarse sin necesidad de líderes, que sólo hace falta una meta común, algo por lo que pelear unidos. Nos enseñan que la esperanza existe, que el pueblo tiene más fuerza que nada en el mundo, sólo tiene que darse cuenta de ello.
Cuelgan el teléfono despidiéndose entre risas, emocionados por la larga noche de fiesta y revolución que tienen por delante, y yo, que jamás he pisado El Cairo, me siento más egipcia que nunca.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR