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Monográfico sobre la República en El Viejo Topo (VI)

República: la parte y el todo

Fuentes: El Viejo Topo/Rebelión

REPÚBLICA: LA PARTE Y EL TODO El moderno revival (empleamos el anglicismo con toda la -mala- intención) del republicanismo sería reconfortante si no viniera de donde viene: del mundo anglosajón. En efecto, en ese universo cultural ha predominado siempre -en el mejor de los casos- la ideología liberal, que otorga prioridad, no ya jurídica sino […]

REPÚBLICA: LA PARTE Y EL TODO

El moderno revival (empleamos el anglicismo con toda la -mala- intención) del republicanismo sería reconfortante si no viniera de donde viene: del mundo anglosajón. En efecto, en ese universo cultural ha predominado siempre -en el mejor de los casos- la ideología liberal, que otorga prioridad, no ya jurídica sino ontológica, a esa abstracción que llamamos individuo (se nos podría exigir que justificáramos inmediatamente por qué calificamos al individuo de abstracción, cuando en el uso lingüístico corriente se lo considera sinónimo de máxima concreción: pero esa justificación sólo puede darse como conclusión, no como premisa del presente texto).

El liberalismo, pensamiento progresista por antonomasia en el siglo XVII, cuando lo que estaba a la orden del día era liberar al pueblo de la férula atosigante de la monarquía absoluta, doblada en Inglaterra, para más inri, de autoridad religiosa, dejó de cumplir ese papel a partir, como mínimo, de la Revolución Francesa. Y ello fue así porque era una concepción política pensada para sociedades no industriales, en las que la distancia entre el productor y el proceso completo de producción-distribución era mínima, lo que permitía hablar de una cierta «autonomía» de los agentes sociales, capaces de controlar sus relaciones mutuas si no intervenía ningún mecanismo de coerción externo al entramado económico. Fue precisamente ese mecanismo sobreimpuesto a la sociedad civil lo que el liberalismo impugnaba y lo que la Revolución Francesa hizo saltar por los aires.

Pero en la nueva sociedad que se venía gestando desde mediados del siglo XVIII, la de la gran manufactura, la gran compañía comercial y, finalmente, la industria y la banca a gran escala, el liberalismo era inane, pues no respondía ya a los intereses de la gran masa laboral alienada, sino en todo caso a los de las capas sociales que conservaban o estaban en trance de conquistar un amplio margen de autonomía en el nuevo entramado, a saber, las capas burguesas, gestoras y/o benficiarias del modo de producción capitalista.

En las nuevas condiciones sociales de atomización y extrañamiento mutuo de los agentes productivos, engullidos todos ellos por el Leviatán-Capital, un programa político que presupusiera, como hacía el programa liberal, la existencia de ciudadanos libres al modo de los artesanos y comerciantes de las repúblicas italianas del Renacimiento o de la Grecia y la Roma antiguas dejaba de ser válido para la gran mayoría de la población, que en absoluto se ajustaba a ese paradigma.

Eran unas condiciones (poco corregidas y muy ampliadas en nuestros días) en las que resultaba pertinente, más que en la remota época en que se formuló, la sentencia aristotélica:

Por naturaleza, pues, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte. En efecto, destruido el todo, ya no habrá ni pie ni mano, a no ser con nombre equívoco, como se puede decir una mano de piedra: pues tal será una mano muerta. Todas las cosas se definen por su función y por sus facultades, de suerte que cuando éstas ya no son tales no se puede decir que las cosas son las mismas, sino del mismo nombre. Así pues, es evidente que la ciudad es por naturaleza y es anterior al individuo; porque si cada uno por separado no se basta a sí mismo, se encontrará de manera semejante a las demás partes en relación con el todo. Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios.1

En efecto, el trabajador asalariado moderno, privado de todo control sobre sus medios de trabajo, depende de la comunidad, de toda ella, en grado mucho mayor que cualquiera de sus predecesores en la base de la escala social. Es menos individuo que nunca, pues el intento de determinar su naturaleza nos obliga a buscar en remotos centros de poder el origen de las líneas de fuerza que sobre él convergen, centros de poder de los que el presunto individuo ignora no sólo la esencia sino incluso la mera existencia. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el Antiguo Régimen, el ejercicio de ese poder no adopta la forma de una intromisión externa, sino que brota de dentro del proceso productivo mismo.

Por eso en el capitalismo deja, por un lado, de tener sentido la distinción entre sociedad civil y Estado. Y cobra, en cambio, pleno sentido la tesis aristotélica de la anterioridad ontológica de la ciudad con respecto al ciudadano. Un siervo de la gleba podía subsistir y seguir ejerciendo su función productiva en el supuesto de que despareciera la sobrestructura feudal en la que su actividad quedaba inserta. Un asalariado moderno desaparece como tal y probablemente perece como ser viviente si desaparece el orden capitalista del que es una insignificante pieza intercambiable (a no ser, claro está, que la desaparición de ese sistema vaya inmediatamente seguida por la aparición de un sistema alternativo).

Pues bien, la sospecha que anticipábamos al comienzo de esta reflexión, a saber, que el nuevo republicanismo de cuño anglosajón (ejemplificado, entre otros, por Pettit) es un mero trasunto del viejo liberalismo, queda confirmada al constatar que la «nueva» teoría política preconiza como criterio decisivo de toda sociedad justa la llamada «ausencia de dominación». No es ésta, a mi entender, sino una mera reformulación de la concepción negativa de la libertad, típica del liberalismo, tanto político como económico: el Estado debe limitarse a defender la autonomía de los individuos. Pero ¿tiene eso algún sentido cuando la gran masa de los presuntos individuos no son realmente tales, pues carecen por completo de autonomía? Sólo tiene sentido, como ya hemos dicho, para las élites. Pero ya Platón consideraba inaceptable una organización social dual, que él veía atinadamente no como una ciudad, sino como dos ciudades. Una teoría como la pseudorrepublicana, que pone dogmática y antidialécticamente al individuo por delante de la comunidad cuando la esfera propiamente individual se reduce en la gran mayoría de los casos a la mera unidad biológica, acaba justificando y reforzando esa dualidad propia de toda sociedad de clases.

Una república en sentido fuerte, clásico, ha de ser un todo integrado, no una mera suma de partes. Un todo en constante interacción dialéctica con sus partes, generador de libertad positiva, que permita justamente que en su seno se constituyan y crezcan verdaderas individualidades.

Nota:

1 Aristóteles, Política, I 2, 1253a18-29.