Se celebra el septuagésimo octavo aniversario de la proclamación de la Segunda República. Habida cuenta de lo ocurrido en los últimos años, con la Ley de Memoria Histórica en el epicentro de muchas discusiones, no está de más que rescatemos uno de los debates que afecta a la percepción contemporánea de lo sucedido siete decenios […]
Se celebra el septuagésimo octavo aniversario de la proclamación de la Segunda República. Habida cuenta de lo ocurrido en los últimos años, con la Ley de Memoria Histórica en el epicentro de muchas discusiones, no está de más que rescatemos uno de los debates que afecta a la percepción contemporánea de lo sucedido siete decenios atrás.
Valga como guía de nuestra reflexión un libro publicado en Italia en 2006 -Il passato di bronzo, de Gabriele Ranzato- que aconseja repudiar, por su nula vinculación con los valores que hoy defenderíamos, al conjunto de las fuerzas que, mal que bien, dieron alas a la Segunda República. Ranzato viene a recordarnos, por lo pronto, que los anarquistas tenían poca simpatía por la democracia liberal y que otro tanto ocurría con los trotskistas. El recorrido, claro, no acaba ahí. El desapego con respecto a los criterios que articulan las sociedades occidentales contemporáneas sería evidente, también, en el caso de los comunistas y alcanzaría, cómo no, al ala izquierda del Partido Socialista, encabezada por Largo Caballero.
No piense el lector, con todo, que el diagnóstico remata ahí: Ranzato se encarga de recordar el equívoco papel desempeñado por republicanos moderados como Azaña y Prieto al calor de los hechos del convulso año 1934. Aunque el profesor italiano, a diferencia de lo que ha sucedido entre nosotros al amparo del revisionismo de derechas, no se entrega al elogio indisimulado del general Franco, lo cierto es que su análisis conduce a considerar el decenio de 1930 como una etapa trágica y desgraciada de la que todos fueron responsables por igual.
De resultas, y a esto vamos, quienes mostraron su inquietud ante la existencia de dramáticas injusticias quedan homologados con quienes pusieron todo su empeño, a través de las armas, para preservar aquellas, en un escenario en el que, a tono con el discurso que ha marcado la transición política, se acepta de buen grado que lo mejor es, sin más, no hablar de aquellos años.
La consecuencia principal es inequívocamente delicada: para muchos ciudadanos que crecieron en el franquismo, la versión oficial de lo ocurrido difundida por este no fue objeto de contestación pública, sin que emergiese en paralelo para las generaciones más jóvenes una versión diferente de los hechos. Así las cosas, sorprende sobremanera que, cuando no hay una crítica expresa y consistente del franquismo, se nos inste una y otra vez a reconocer las taras de los partidos y movimientos que crecieron al calor de la Segunda República.
Conviene subrayar cuantas veces sea preciso que semejante manera de ver la realidad -de distorsionarla, por mejor decirlo- hunde sus raíces en un vicio tan interesado como asentado. Ese vicio, el presentismo, nos emplaza a juzgar el pasado desde la atalaya de los valores que hoy se suponen generalmente aceptados, en abierta ignorancia, entonces, de las reglas del juego que se hacía valer en el decenio de 1930. No sólo eso: nos invita a rehuir cualquier suerte de contestación de una democracia liberal que se nos presenta inmaculada, y ello por mucho que en nuestro caso muestre un equívoco maridaje con una institución, la Monarquía, que arrastra una inequívoca continuidad material con respecto al franquismo y sus desmanes.
Carlos Taibo es Profesor de Ciencias Políticas