Recomiendo:
0

Retorno a la razón (o Duchamp y sus camaradas)

Fuentes: El Viejo Topo

Para Grazia Barbieri Poco después del fin de la gran guerra, en una época difícil y desengañada, Francis Picabia se permitió afirmar que «el arte es un producto farmacéutico para imbéciles». Era una frase provocadora, acorde con el espíritu nihilista y desengañado que surgió tras la guerra, y que hoy, noventa años después, podría servir […]

Para Grazia Barbieri

Poco después del fin de la gran guerra, en una época difícil y desengañada, Francis Picabia se permitió afirmar que «el arte es un producto farmacéutico para imbéciles». Era una frase provocadora, acorde con el espíritu nihilista y desengañado que surgió tras la guerra, y que hoy, noventa años después, podría servir para ilustrar la opinión (y para definir la actitud ante el arte) que tiene sobre el público buena parte de los críticos y sacerdotes de la cultura, y de los mercaderes y beneficiarios del gran negocio de las grandes exposiciones, museos y colecciones, y que hace posible timos para simples como los de Damien Hirst, capaz de colocar a precios disparatados un tiburón como una pieza artística o de vender un becerro conservado en formol, o los de Tracey Emin, ilustrada artista que nos coloca una «instalación» compuesta por su cama, sus sábanas manchadas de fluidos vaginales, condones utilizados, su ropa interior sucia, unas botellas y otras hierbas. Una soberbia estupidez. Pero ya se sabe que todo es posible en la época de las maravillas del capitalismo declinante, porque en ello hay millones y millones de euros en juego.

Man Ray ya empezó a ironizar con la ingente obra intelectual que especulaba con el arte abstracto, con los autores que cumplían con el papel de exégetas de la obra artística y servían de coartada intelectual para un comercio que crecía cada vez más y acumulaba beneficios millonarios. Picabia, por su parte, que apostaba por un arte amorfo, reía, como Marcel Duchamp, de las bromas elevadas a la categoría de «obras de arte» que tan seriamente recibían críticos y marchantes. Porque, en el gran universo del arte contemporáneo, hay obras brillantes, intuiciones geniales, pero también bazofias, y, a veces, bromas sin mayor trascendencia. En la trayectoria de Duchamp, y en la de sus amigos Picabia y Man Ray, encontramos todo eso mezclado, como en el poema de Nicolás Guillén.

* * *

Retorno a la razón es una película que rodó Man Ray que no llega a los tres minutos de duración y cuyo irónico título hace referencia a las sombras que componen las imágenes, es un decir, del film. La hizo en 1923, cuando Lenin tenía ya un pie en la tumba, y, en América, la tierra de Ray, se encendían las luces de los años locos, cuando los inspiradores del gran Gatsby brillaban en sus fiestas de Long Island. Retorno a la razón trae a la memoria la película The Great Gatsby, del irlandés Herbert Brenon, rodada en 1926, sobre la novela de Scott Fitzgerald del mismo título, filme del que nada sabemos porque apenas se ha conservado un minuto del metraje: sombras, como en el celuloide de Man Ray. Parece un guiño de la historia: en ese año, Ray aún era un tipo joven, de poco más de treinta años, y podía haber asistido perfectamente a esas veladas de alcohol, sexo y cocaína que Scott Fitzgerald refleja en su novela, aunque, en 1926, hacía cinco años que había abandonado Nueva York por París, después de publicar el único número de la revista New York Dada. En 1923, en el estreno del filme de Ray en un teatro de París, Aragon, Breton, Éluard, Péret, organizaron un escándalo para reventar la sesión, acción propia de las inclinaciones provocadoras que acompañaron a las vanguardias y a los jóvenes, y no tan jóvenes, que, a veces a ciegas, buscaban nuevos caminos para el arte y la vida. Esa película, Retorno a la razón, podía verse, es otro decir, en la exposición que, no hace mucho, organizaron la Tate Modern de Londres y el MNAC barcelonés, dedicada a quienes califican de artistas provocadores del siglo XX: Duchamp, Picabia y Man Ray, exponentes de una corriente vital que impugnaba la tradicional concepción histórica de lo que era una obra artística y que entraron en la vida adulta cuando el impresionismo aún dominaba el panorama artístico europeo.

A los tres les unió durante toda su vida adulta una amistad que influyó en su quehacer intelectual, y la muestra de la Tate era la evidencia de que las corrientes de la moda artística, casi siempre dependientes de los mercaderes y de la búsqueda del beneficio, consideran hoy al fenómeno dadá uno de los movimientos fundamentales del arte contemporáneo, algo que no deja de ser una paradoja si consideramos que los dadaístas hablaban, ya en los años de la gran guerra, de la «muerte del arte». Tristan Tzara, Hans (o Jean) Arp, incluso Breton, forman el grupo de dadaístas que, desde Zurich, haciendo de la provocación y de la burla un recurso central de su actividad artística, consiguieron romper las reglas convencionales, forzando a codificar otra mirada y a buscar nuevas definiciones para el «objeto artístico». Mientras eso ocurría, al otro lado del Atlántico Duchamp, Picabia y Man Ray eran dadaístas sin saberlo, y sería en Nueva York donde tendrían noticia del movimiento dadá gracias a una carta enviada por el propio Tzara a Duchamp a finales de 1916.

Duchamp y sus camaradas se dieron cuenta enseguida de que tenían planteamientos similares a los del grupo de Tzara. Constataron que quienes empezaron a jugar con el concepto de «obra artística», y a burlarse de las convenciones consagradas, aceptadas por el público culto y por las distintas corrientes artísticas, a postular la provocación como recurso, fueron el rumano Tzara, el francés Hans Arp y los alemanes Hugo Ball, Richard Huelsenbeck (que llegó a afirmar que el dadá «era el bolchevismo alemán», aunque, en el dadá, poco unía a Berlín con Hannover), Schwitters con sus Merz, incluso Grosz. Duchamp, Picabia, Ray, que configuraron el dadá neoyorquino, son quienes nos interesan aquí. De hecho, cuando Tzara y sus amigos fundaron el Cabaret Voltaire para burlarse de la cultura establecida, conectaron con las inquietudes de una revista, 291, creada en la galería del 291 de la Quinta Avenida neoyorquina, donde colaboraba Picabia, quien fundará en su honor otra revista, 391.

Todo había comenzado pocos años antes. En septiembre de 1911, en París, coincidieron en el Salon d’Automne un normando, Marcel Duchamp, que había llegado siete años antes a la capital francesa, y Francis Picabia, un parisino hijo de un agregado de la embajada cubana descendiente de españoles. Duchamp tenía en ese momento veinticuatro años, y Picabia treinta y dos. Por su parte, Duchamp procedía de una familia con inquietudes artísticas, como atestiguan sus hermanos, Jacques Villon y Raymond Duchamp-Villon. Ese primer encuentro tendría continuidad, porque Duchamp y Picabia se hicieron amigos, y empezaron a seguir vidas paralelas, hasta el punto de que cuatro años después, en 1915, mientras Europa se desangraba, volvieron a coincidir en los Estados Unidos.

Duchamp llegó a Nueva York el 15 de junio de 1915, cuando la población europea empezaba a darse cuenta de la que la guerra podía ser larga, olvidados ya los repugnantes gritos de júbilo con que muchos ciudadanos habían saludado el inicio del conflicto. Los hermanos de Duchamp, Jacques Villon y Raymond Duchamp-Villon se habían incorporado al ejército francés. Mientras tanto, Picabia, que debía dirigirse a Cuba para cumplir una misión de avituallamiento para las fuerzas armadas francesas, desertó del ejército y se quedó en Nueva York, apenas unos días antes de la llegada de Duchamp. Ambos se volvieron a encontrar y, poco después, conocieron a un hijo de emigrados rusos, Emmanuel Radnitski, cuya familia se había cambiado el apellido cuatro años antes, adoptando el de Ray. Duchamp, Picabia y Ray empiezan a desarrollar una amistad que les iba a acompañar durante toda su vida. Se relacionan con muchos personajes, por ejemplo con el pintoresco Arthur Cravan, y con Henri-Pierre Roché, que también había viajado desde París a Nueva York, donde conocería a Duchamp, y que nos dejó El estudio de Duchamp en el 33 de la calle 67 Oeste, realizada en 1917-1918, (en realidad, era el domicilio de Louise y Walter Arensberg) donde se ve la Rueda de bicicleta que tanto daría que hablar. Es el mismo Roché que dejó una novela inacabada, Victor, donde describe sus relaciones con Duchamp, Picabia y la actriz Beatrice Wood (también escritora, pintora y amante de Duchamp, que llegó a vivir ¡105 años!: murió en 1998). Muchos años después, Roché merecería la atención de Truffaut. Ese domicilio de la 67 Oeste de Nueva York es frecuentado por los tres camaradas en esos años neoyorquinos en que crean ese peculiar núcleo dadá, y, aunque después se separaron, siempre volvieron a mantener relaciones, a veces muy estrechas, compartiendo la vida, viviendo en los mismos lugares, frecuentando los mismos círculos, circunstancias que explican buena parte de su producción, de sus intereses y de sus bromas públicas y privadas.

En los años previos a la gran guerra, tanto Picabia como Duchamp (y, tal vez, Ray, aunque no lo sabemos con precisión) se interesaron por las ideas de un filósofo alemán del siglo XIX, Max Stirner, considerado por algunos «anarquista antes de tiempo», que había propuesto una peculiar forma de reivindicación individualista, contraria al Estado, idea solipsista que sería desdeñada por Marx, pero que las corrientes anarquistas de la época (Goldman, Berkman) acogieron con interés. El Estado, la Humanidad, Dios, son para Stirner entes imaginarios, falsos, y lo único cierto es el Individuo, con mayúscula. Duchamp llegaría a reconocer que su contribución artística tenía su fundamento filosófico en la obra de Stirner Der Einzige und sein Eigenthum (El único y su propiedad). En el prólogo de esa obra, Stirner comienza su disertación con un verso de Goethe, «He fundado mi causa en nada», y la cierra afirmando «Lo divino mira a Dios, lo humano mira al hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no es general, sino única, como yo soy único. Nada está por encima de mí.» Es toda una declaración de principios, que ilumina buena parte de la trayectoria de Duchamp y el dadaísmo. Al mismo tiempo, no hay que olvidar que Man Ray había frecuentado el Ferrer Center de Nueva York, fundado por seguidores de Ferrer i Guàrdia.

Dadá era una rebelión contra lo establecido, pero no una revolución que quisiera marchar al paso de los movimientos políticos más renovadores, aunque el núcleo dadaísta berlinés adoptó un perfil distinto, más radical. Pero el dadaísmo era el antiarte, el sin sentido, el nihilismo feroz que divertía a los espíritus audaces precisamente porque escandalizaba a la burguesía bienpensante, aunque estaba lejos de atemorizarla. El dadá iba contra todo y contra todos, al menos en apariencia. Tal vez por eso, Duchamp se burló de los cubistas que seguían la estela de Picasso, pero no tuvo reparo alguno en presentar a su amigo Picabia a sus hermanos, relacionados con el cubismo, aunque éste, siendo un muchacho, ya conoció a Braque. El provocador Picabia, lazo entre el dadaísmo parisino y neoyorquino, diría después que «el cubismo es una catedral de mierda», aunque no sabemos si se refería a una sede obispal llena de excrementos o a una iglesia decrépita y decadente. Tanto da.

La célebre exposición de la Society of Independent Artists, donde Duchamp presentó su urinario, sería en cierta forma el punto de partida de una actitud radical que llegaría a extremos delirantes cuando su amigo Arthur Cravan, que se afirmaba poeta, pintor, boxeador, cuidador de canguros, familiar de Oscar Wilde, ladrón y otras lindezas, tuvo que pronunciar una conferencia a la que acudió borracho (empujado por el propio Duchamp) y donde intentó desnudarse ante el público, protagonizando un escándalo monumental, pero intrascendente. Puro dadá. La vida está llena de casualidades: ese Cravan, que había viajado a Nueva York desde Barcelona en el mismo barco en que viajaba Trotski, desapareció en 1918 en el golfo de México; y el dirigente bolchevique, muy preocupado por las cuestiones artísticas, abandonó Nueva York apenas unos días antes de la apertura de la exposición donde se mostró el urinario de Duchamp, en una de tantas coincidencias de la historia, aunque los intransigentes dadaístas estaban muy lejos del radicalismo político que representaba Trotski y el bolchevismo.

Todo parecía ir bien, pero Nueva York se agotaba: en octubre de 1917, Picabia vuelve al viejo continente, a Barcelona, y Duchamp se va a la Argentina a mediados del año siguiente, para volver a París un año después. Por su parte, Man Ray continúa en Nueva York, hasta que en 1921 se instala en París, donde vivirá hasta que comience la ocupación nazi. La fotografía documenta su relación y muchas de sus pasiones, aunque a Man Ray no le gustase que lo tildaran de fotógrafo. Allí, en la muestra de la Tate, estaba Picabia, al volante, en 1922, capturado por la cámara de Ray: en esa imagen, el pintor posa como si fuese Tamara de Lempicka, pero mirando a la cámara, con una enorme bocina al alcance de su mano y con la otra sujetando el volante. A Picabia siempre le gustaron mucho las mujeres, el opio y los vehículos rápidos: tuvo su primer automóvil cuando era una rareza, en 1900.

En la exposición que organizó la Tate recogiendo obras de los tres amigos, aparecía la Gioconda con bigote y perilla, mirando al visitante, ese célebre (e insignificante) L.H.O.O.Q., que Duchamp hizo en 1919 y que después tendría nuevas versiones. También estaba el portabotellas, un artilugio de acero galvanizado para botellas que compró en 1914 y que acabó en la basura, aunque Duchamp compraría después otros, y el urinario, o Fuente, firmada por R. Mutt. Todos los ready made expuestos eran réplicas elaborados por un viejo conocido de Duchamp, Arturo Schwarz, a quién aquél, muchos años después, le encargó que construyese las copias de sus objetos perdidos o, simplemente, abandonados en la basura, circunstancia que nos ilumina sobre la importancia que el propio Duchamp daba a sus ocurrencias, a esas obras veneradas después por la crítica sin criterio. Estaba también Hombre y mujer jóvenes en la primavera, de 1911, una obra que recuerda a las figuras de la última etapa de Matisse, y el Desnudo bajando una escalera, que fue presentado primero en Barcelona, y, en 1913, en Nueva York, obra que escandalizó (¿cómo un desnudo se representa bajando una escalera?, pensaron), y que intentaba capturar el movimiento a base de unir imágenes estáticas, como hacían en esos años otras corrientes: después de todo, Marinetti había afirmado que un automóvil veloz era más hermoso que la Victoria de Samotracia. Y el Molinillo de café, de 1911, que es, según Duchamp, una «descripción» del mecanismo. Después haría el Monillo de chocolate núm. 1, que sería el motivo central de la parte inferior del Gran Vidrio, obra que realizó entre 1915 y 1923, utilizando el vidrio como soporte para realizar un juego con una novia y sus siete amantes, y que fuerza a integrar la visión del entorno en la propia obra, puesto que el espectador ve el vidrio y, a través suyo, el espacio donde está expuesto. La novia está presente también en otras creaciones de Duchamp, originado en la época en que estuvo muy interesado por Lucas Cranach.

La Rueda de bicicleta, de 1913, era un juego, una distracción, porque Duchamp, a quien le gustaba ver girar la rueda, no había inventado aún el concepto de ready made. Cuando lo hizo, utilizará cualquier objeto, sin valor ni relevancia artística, para otorgarle la categoría de arte por el simple procedimiento de considerarlo como tal, firmándolo y dándole un título. Muchos de esos objetos son ocurrencias, bromas ingeniosas, catálogos de trastos que llaman la atención del espectador o que le sorprenden. Ray seguiría sus pasos fotografiando combinaciones de objetos, donde la obra de arte era la fotografía obtenida. Tonsura, de 1919, es una célebre imagen de Duchamp, aunque lo cierto es que nadie sabe el por qué de aquella estrella de cinco puntas rasurada en el cráneo del pintor. Tal vez no haya ninguna necesidad de saberlo, y fuera una simple broma, como tantas que hicieron los tres camaradas (Duchamp, por ejemplo, inventó un sistema para ganar dinero en la ruleta, que, por lo visto, no le ayudó demasiado). Ready made rectificado (Wanted $2.000 Reward), de 1923, es un cartel que jugaba con los viejos pasquines de búsqueda, donde Duchamp enganchó unas fotografías suyas de pasaporte y puso el nombre de Rrose Sélavy, su personalidad femenina, y Fresh widow es esa ventana negra de la misma Rrose Sélavy, de 1920, que nos deja inermes ante la oscuridad. Al lado, estaba Mirall, de 1964: es un espejo, sin más, firmado por Duchamp, en sus últimos años. Siempre burlón, Duchamp anotó: «Estoy firmando futuros retratos ready made«.

Picabia había sido un pintor expresionista, con cierto éxito: Adán y Eva, de 1911, es una obra donde ya inicia una cierta abstracción. Podía verse también Vuelvo a ver en mi memoria a mi querida Udnie, de 1914, al parecer inspirada en una bailarina del barco de Nueva York a París, aunque parece ser que la obra fue comenzada un año antes. Udnie quiere decir: uni-dimensionalidad; y Novia, de 1919-1922, que recuerda a algunas inclinaciones de la vanguardia rusa. A veces, se encontraban obras sin interés, como Mujeres con bulldog, un óleo sobre cartón, de 1941-42, de Picabia, que compró el Beaubourg de París y que el museo podría enterrar para siempre en sus sótanos, por mucho que su autor lo hiciera deliberadamente feo, de mal gusto.

Man Ray aparecía con El pueblo, de 1913, una pintura de influencia cubista, y con Autorretrato con media barba, de 1943. Y con ocurrencias sobre sus amigos: Marcel Duchamp con peluca, de 1950; Duchamp con collarito, de 1955, donde Duchamp lleva el collar en la frente, como si fuera una mujer turca. A recordar la célebre fotografía que le hizo a Duchamp, vestido de mujer, adoptando la personalidad de Rrose Sélavy, o la famosa imagen El maniquí de Marcel Duchamp, donde el armazón sólo lleva camisa y chaqueta, y una bombilla roja para revelar que es una puta. Ese gusto por disfrazarse, compartido por Duchamp, Picabia y Ray, adoptando identidades falsas, bromeando con los iniciados, como esa broma tan repetida de Duchamp de presentarse como Rrose Sélavy (nombre surgido de la certeza de que «el sexo es la vida», dicho en francés), o de Picabia disfrazándose de enfermera, y Ray de modelo, jugando con las convenciones, es una constante de su actividad, no sé si llamarla también artística.

  Aunque muchas son obras menores, Ray destacaba por su imaginación. La Venus restaurada, de 1936, con las cuerdas y el molde de yeso, es una obra de los meses en que trabajó con Paul Éluard, colaboración que recuerda la de Ródchenko con Maiakovski, aunque la de los soviéticos fue mucho más intensa; y el Pisapapeles de Príapo, de 1920, Las grandes vacaciones, de fecha desconocida, El enigma de Isidore Ducasse, de 1920, donde Ray parece anticiparnos a Beuys, aunque éste ni siquiera había nacido en ese momento. Y su célebre plancha, titulada con ironía Cadeau, de 1936. En la muestra podían verse algunos ejemplos de solarización, un efecto descubierto por Ray y su amante, la fascinante Lee Miller, que también se dedicaba a la fotografía. Los ensayos de aquél con impresiones fotográficas, sin cámara, dieron lugar a los rayogramas. La vida era una broma, sí, pero podía ser también una tortura: cuando Miller, que era casi veinte años menor que Ray, abandonó al fotógrafo norteamericano en 1933 tras una relación que había durado tres años, éste cayó en la desesperación, sentimiento que ilustró con obras tan sorprendentes como el famoso Indestructible object, un metrónomo al que añadió la fotografía de un ojo. El amor de Miller pasó, como una estrella fugaz. A recordar, la sugerente fotografía de Ray de 1930 donde vemos a Lee Miller, desnuda, haciendo burbujas de jabón.

Ocurrencias como la de Étant donnés, que Duchamp hizo a lo largo de veinte años, entre 1946 y 1966, casi en secreto, donde vemos la puerta rural y los agujeros, con el desnudo de una mujer detrás mostrando su sexo en primer plano, necesitaron una gestación laboriosa, aunque tengan mucho de broma. Esa instalación, como se la calificaría hoy, sólo se conoció después de la muerte de Duchamp: es una obra que, al parecer, nació de la pasión del artista por María Martins, esposa de un embajador brasileño, prisionera en ese agujero para siempre. Al igual que ideas como la de Faux vagin, de 1963, donde Duchamp utiliza una matrícula de un automóvil Volkswagen, que, pronunciado a la francesa, suena como esa falsa vagina con que titula la obra. Los juegos con el sexo, la interpretación libre del erotismo y las relaciones sexuales desinhibidas fueron una constante en la obra de los tres autores, hasta el extremo de que Duchamp consideraba que el sexo era «el fundamento de todo». Sus amigos no se quedarían atrás, aunque sin llegar al despliegue de Duchamp, en el recurso ingenioso a la broma, al hallazgo intrascendente, que otros cargarán de sentido: en 1968, Ray le pone un cigarro a una copia de un autorretrato de Leonardo y lo titula El padre de la Gioconda; hay que decirlo: es una simple reproducción con un cigarrillo de juguete; o en el Monumento al pintor desconocido, de 1953, donde Ray nos gasta una chanza sobre el destino del artista: nos enseña un rastrillo de crupier.

Tal vez sea Duchamp el más interesante e imaginativo de los tres. Pero los años de juventud pasaron con rapidez. A mediados de los años veinte, Duchamp trabajaba ya muy poco, y especulaba con dedicarse al ajedrez, aunque realizará algunas obras, casi en secreto, como ese Étant donnés, y algunas cajitas; y se hará marchante, a su manera. En 1923 vuelve a París y se casa (¡por la iglesia!) con una joven heredera, Lydie Sarazin-Levassor, veinte años menor que él, matrimonio que no duró mucho. A su vez, Picabia, que ya ha roto con los dadaístas, sigue desarrollando obras similares aunque, después, se interesaría de nuevo por el arte figurativo, y Man Ray continuaría con sus experimentos fotográficos, mientras pinta y se desenvuelve en el surrealismo. Duchamp vivirá en París hasta 1940, con la capital ya ocupada por los nazis, aunque se establecerá después en la Francia Libre, para marchar en 1942 a Nueva York (donde permanecerá hasta su muerte, no sin pasar largas temporadas en Francia), mientras que Mary Reynolds, una vieja relación sentimental, se queda en la capital para colaborar con la resistencia, aunque se reencuentra con él en Estados Unidos en 1943. Duchamp aún se casaría otra vez, en 1954.

Duchamp, ese peculiar personaje que quiso «pasar a la clandestinidad», es el autor dadá más notable y, aunque llegó a ver la gran exposición que la Tate Gallery de Londres hizo sobre su obra, en 1966, es probable que hubiera sonreído ante la sacralización actual de todas sus ocurrencias y las de sus amigos, veneración que ha continuado creciendo, hasta el punto de que, hace un par de años, los grandes centros mundiales del arte contemporáneo, el MoMA, el Beaubourg y la Nacional Gallery de Washington, organizaron la mayor exposición dedicada al efímero, aunque influyente, movimiento dadá. Muchas de las piezas hoy consagradas (¡una réplica, insisto, réplica, de la Rueda de bicicleta se vendió no hace mucho por casi dos millones de dólares!) nunca fueron consideradas importantes por Duchamp y sus amigos, porque otorgaban relevancia al gesto más que al objeto. Es probable que Duchamp hubiera sonreído también ante la elección de su urinario de porcelana industrial, comprado en un vulgar comercio neoyorquino, como la obra de arte más influyente del siglo XX. Si a Gombrich, que vivió casi todo el siglo XX, le avergonzaba una época que había hecho del urinario de Duchamp la obra más célebre de la centuria, nosotros, aunque valoremos la ironía del espíritu rupturista y burlón de los dadaístas, su aspecto cómico, sus juegos de palabras, su sarcasmo, incluso su nihilismo, el erotismo con que cargaron sus obras, no podemos dejar de constatar su indiferencia ante las propuestas políticas que eran una ruptura radical con la decadencia y la corrupción de la burguesía europea. Porque los bromistas del Cabaret Voltaire de la calle Spielgasse de Zurich ignoraban que, al mismo tiempo, en esa misma calle vivía un hombre a quien el siglo conocería como Lenin. De hecho, con la excepción del núcleo dadaísta alemán -que se comprometió con la revolución proletaria y cuyos miembros ingresaron en la Liga Espartaquista y en su continuador, el Partido Comunista Alemán-, las cuestiones sociales y políticas, siempre más relevantes que el arte, no estaban entre los intereses del dadá.

Ese humor peculiar, sarcástico, de los tres camaradas es uno de los rasgos que siguen siendo actuales. A Ray le lleva a impresionar su fotografía Kiki y Man Ray, sur de Francia, de 1928, donde vemos a Kiki enseñando un pecho y al fotógrafo con una gorra de campesino, como si fueran una puta y su cliente. O a la pequeña provocación de L.H.O.O.Q. sobre la Gioconda, donde ese acrónimo absurdo significa «Elle a chaud au cul», es decir, «ella tiene el culo caliente» o «ella está muy excitada». Ese humor irreverente, a veces anarquista, que se burla del poder y del artista, de ellos mismos, de la trascendencia del arte, como hizo Picabia con sus burlas de Rembrandt, pero también de Renoir y Cézanne, arrojándolos a las tinieblas de un arte irrelevante, o como hizo también Man Ray, afirmando que «la fotografía no es arte», pese a su implicación personal en esa actividad, ese humor, tenía una carga iconoclasta y rebelde que los mantiene vivos. Además, el dadá era acción, gesto, absurdo. Sus provocaciones nos los hacen cercanos, simpáticos, aunque muchas veces, también, intrascendentes, como en ese glorioso trabajo de Duchamp y Ray cuando rodaron una película que recogía exclusivamente el momento en que Man Ray, con oficio, afeita el coño a la baronesa Elsa von Freitag-Loringhoven.

Imaginativos, rebeldes, iconoclastas, tal vez inútiles, pero no por eso menos atractivos para nuestra mirada, los dadaístas traficaban con el arte y con la libertad, detestaban la idea convencional de belleza, luchaban contra todos, jugando con la provocación constante, negando que fuera posible la libertad del ser humano si no era expresión de la anarquía más absoluta, de la acción sin causa. El retorno a la razón era pura oscuridad y el arte «un producto farmacéutico para imbéciles». «No reconocemos ninguna teoría», escribió Tzara. Por su parte, Picabia nos dejó advertidos, ya en 1923: «Meteos en la cabeza que no se progresa». Para ellos, todo era arte, provocación, una gran burla, y lo hacían tal vez pensando en el verso de Vallejo, me gustará vivir siempre, así fuese de barriga. Duchamp, fiel a sí mismo, estaba seguro de que el arte se encontraba entre las basuras y de que la vida no tenía sentido, porque apenas era una extravagante construcción donde los seres humanos, pese al empeño racionalista y clasificador del pensamiento científico, se movían sin saber que todo era absurdo.