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A cincuenta años de haberse declarado socialista la Revolución cubana

Revolución o reforma

Fuentes: La isla desconocida

El pasado viernes 19 de noviembre leí esta ponencia –que me habían solicitado los organizadores de forma expresa–, en la 9na. Conferencia de Estudios Americanos celebrada en La Habana. Aunque retoma ideas expresadas en otros textos míos –y es un poco larga para este medio–, quiero compartirla con los lectores de mi blog dado el momento de ajustes que vivimos

Dentro de pocos meses la Revolución cubana cumplirá su primer medio siglo de haberse declarado socialista. Existía en el país una tradición revolucionaria que se remontaba a los orígenes de la nación: las necesidades vitales (económicas) de la población nacida en la colonia -de la esclava, por supuesto, de ascendencia africana o asiática, por momentos mayoritaria; pero también de la criolla, hija de peninsulares e isleños españoles–, solo podían ser satisfechas desde presupuestos éticos. Hasta que esas necesidades no cuajaron en moldes justicieros, no se fraguó el sentimiento independentista. El primer acto en pos de la independencia, fue inevitablemente de justicia: la liberación de los esclavos. Una rara identidad de lo ético y de lo útil engendraba la Patria. José Martí hablaría dos décadas después de «la utilidad de la virtud». Cuando le correspondió organizar la nueva guerra, no habló de nación -un concepto viciado por sus usos metropolitanos, y por reivindicaciones raciales–, sino de Patria, que era, decía, Humanidad. Y paradójicamente, no creó un Partido Independentista, sino uno que nombró, para siempre, Revolucionario.

 Una importante cualidad animaba el pensamiento martiano, profundamente revolucionario: hombre culto, de fina sensibilidad y extraordinarios conocimientos científicos, Martí rechazó el materialismo vulgar, en el fondo idealista, del positivismo, al que se adherían muchos de sus coetáneos. Había en Martí un «loco» indomable, que rechazaba de forma casi instintiva el acatamiento pasivo de los «hechos» sociales: si algún antecedente tuvo la frase convertida en graffiti por una mano anónima en una calle parisina del 68 del siglo siguiente, esa que pedía que fuésemos realistas, e hiciéramos lo imposible, fue quizás el realismo político del decimonónico Martí. En algún texto he propuesto una diferenciación conceptual entre el «deber ser» y el «poder ser» martiano; el primer concepto ignora la realidad en todas sus facetas -lo visible, lo fáctico, y lo posible, lo latente–, para aferrarse a un ideal no ratificado por la práctica, y ajustar artificialmente la realidad al modelo; el segundo, parte de la existencia de diferentes posibilidades latentes en la sociedad, todas reales, aunque no totalmente manifiestas, y de la certeza de que la realización de cualquiera de ellas puede y debe impulsarse de forma conciente. Los positivistas recolectaban datos, y en nombre de la ciencia, al decir de Martí y con verbo de su invención, «insecteaban por lo concreto»; en oposición, pedía un vuelo de cóndor, en el que participase la intuición como forma del saber. Los positivistas eran esencialmente reformistas, José Martí fue un revolucionario.

¿Y esto qué tiene que ver con el socialismo cubano? El hilo de Ariadna solo sirve para encontrar el pasado, jamás para hallar el futuro; el presente aún puede conducir a diferentes futuros. Decir, como alegan sus enemigos, que la Revolución se ha inventado una historia teleológica, es una mala treta. Salto por sobre simplificaciones y esquematismos manualescos, siempre presentes: la Revolución cubana cuenta con una sólida tradición histórica. Tanto es así, que algunos ideólogos de la contrarrevolución propusieron en los noventa la existencia de dos líneas matrices en paralelo (necesitados ellos de una): la moderna, capitalista, que transitaba por los diversos reformismos -en la Cuba decimonónica, el anexionismo y el autonomismo, y en la del siglo XX, un capitalismo dependiente que finalmente se adhería a posturas neo-anexionistas o neo-autonomistas–, y que partía de los primeros patricios blancos, en los que aún la justicia y el interés de clase no se fundían, y llegaba hasta los actuales empresarios cubano americanos, en los que ya nunca la una y los otros encontrarán espacio común; y por la otra, la que llamaron antimoderna, utópica -en un sentido despectivo–, por anticapitalista, en la que juntaron sin recato y con razón a Martí y a Fidel. En la historia de Cuba dos conceptos adquirieron un sentido opuesto, excluyente: la Revolución fundacional, propiciadora del nacimiento de la Patria, y la Reforma conservadora, asidero de una elite entreguista, antinacional. El espíritu revolucionario que necesitaba la independencia y el reformista, que necesitaba la dependencia. Los autonomistas finiseculares que clamaban por la hispanidad imperecedera de Cuba, cuando las únicas alternativas fueron la Anexión a Estados Unidos o la Independencia Absoluta, optaron por la primera. En una carta inédita del 3 de septiembre de 1899, dirigida al anexionista cubano-americano José Ignacio Rodríguez -que se conserva en los archivos de la Biblioteca del Congreso en Washington–, el presidente del Partido Liberal Autonomista cubano, José María Gálvez expresaba en tono conspirativo: «La independencia absoluta es la ilusión del día fomentada por los ‘patrioteros’ y acariciada por la turba mulata. Conviene desvanecerla antes de emprender la demostración de que á la anexión ha de llegarse de todos modos, á la manera que para los católicos por todos los caminos se va a Roma. Creo haberte dicho antes y repito ahora que suspiran por la anexión todos los que tienen algo que perder, los que aspiran á adquirir, y la masa general de españoles». De cualquier manera, para el que quiera ver por el ojo de la cerradura la reconstrucción de la historia que haría una victoriosa contrarrevolución cubana, asómese a las actuales sociedades este-europeas.

Pero la tradición revolucionaria en Cuba había recorrido también los caminos del marxismo en la primera mitad del siglo XX. Importantes intelectuales cubanos como Mella, Martínez Villena y Marinello, por solo citar a tres, fueron dirigentes partidistas; otros, colaboradores o simpatizantes del Partido. Los obreros cubanos y los estudiantes mostraban una impresionante pléyade de mártires y de líderes más o menos cercanos a los ideales socialistas. La ola revolucionaria de 1959 -antecedida por la del 33, que no tuvo una fuerza centrífuga que halara a sus diversos componentes–, unió esta vez a todos: las divergencias y los sectarismos fueron barridos por los acontecimientos, y los pocos que no fueron capaces de superar viejos rencores o ansiados protagonismos, desaparecieron del entramado histórico. La gesta libertaria del Movimiento 26 de julio fue nuevamente un desafío a lo aparentemente imposible: asaltos al cielo, travesías marítimas y desembarcos fantasmales, y la frase de Fidel al reunir apenas a ocho sobrevivientes del desembarco y siete fusiles, frente a un ejército bien armado y la previsible hostilidad del imperialismo más poderoso de la Tierra, «¡ahora sí ganamos la guerra!». Del programa esbozado en La Historia me absolverá, pasando por la Primera Declaración de La Habana, hasta el día 16 de abril de 1961 en que se proclama el carácter socialista de la Revolución, han transcurrido veloces los acontecimientos. Una Revolución que transitó del anticolonialismo del siglo XIX al antiimperialismo del XX, era necesariamente anticapitalista. Buscar explicaciones externas al proceso, especular sobre las consecuencias que hubiese tenido una reacción más comprensiva por parte del gobierno estadounidense, es ignorar la naturaleza de los sucesos y de sus protagonistas: o era anticapitalista o no era. Fidel lo explica así en el Editorial del número inicial de la revista Cuba Socialista, en septiembre de 1961: «El 16 de abril, cuando acompañábamos a las víctimas del cobarde ataque aéreo del día anterior, puestas en tensión todas las fuerzas nacionales, respirándose ya la atmósfera de la agresión inminente, en víspera de la batalla contra el imperialismo que todo el mundo adivinaba, se proclamó el carácter socialista de la Revolución. La Revolución no se hizo socialista ese día. Era socialista en su voluntad y en sus aspiraciones definidas, cuando el pueblo formuló la Declaración de La Habana. Se hizo definitivamente socialista en las realizaciones, en los hechos económicos-sociales cuando convirtió en propiedad colectiva de todo el pueblo los centrales azucareros, las grandes fábricas, los grandes comercios, las minas, los transportes, los bancos, etc. El germen socialista de la Revolución se encontraba ya en el Movimiento del Moncada, cuyos propósitos, claramente expresados, inspiraron todas las primeras leyes de la Revolución. (…) Y dentro de un régimen social semi-colonial y capitalista como aquel, no podía haber otro cambio revolucionario que el socialismo, una vez que se cumpliera la etapa de la liberación nacional»

La brújula de navegación marcaba la ruta del Este europeo, pero nuestros padres, más que al hipotético lugar de llegada, miraban al de partida, con sus tareas sociales pendientes y sus poderosos enemigos al acecho. El comando que se hizo de la embarcación no provenía del Partido (Comunista) -muy bien organizado en Cuba, con una historia heroica, pero demasiado enredado en los saberes de su tiempo y en las tácticas de lo inmediato–, y no traía manuales de navegación. Eran jóvenes irreverentes, melenudos y barbudos, que despreciaban las normas burguesas de comportamiento e invadían con sus botas guerrilleras los salones de la burguesía derrotada; estadistas que al ser rechazados en los hoteles neoyorkinos de lujo, amenazaban con instalarse en carpas improvisadas en los jardines de Naciones Unidas o aceptaban gustosos una habitación en un modesto hotel del barrio negro de Harlem (eran tiempos de segregación racial legalizada en Estados Unidos). Pero no eran hombres y mujeres políticamente inmaduros; Fidel, en específico, había leído concienzudamente textos de Marx y Lenin, de historia, conocía en profundidad la realidad de su país -la visible y la latente–, poseía un optimismo revolucionario arrollador (solo es posible, lo que se cree posible), y un instinto político poco común. Como todos, vivió el diario, acelerado aprendizaje, que propicia una Revolución. En ellos es norma el apego a un código ético estricto que se expresó desde los días de la Sierra en el trato a los prisioneros enemigos y a los campesinos del entorno, y después, en la relación con el pueblo y en los compromisos internacionales. A pesar de ello, dijo Fidel hace cinco años y repitió en días pasados, «entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante error era creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo se construye el socialismo». Pero también dijo: «¿Qué sociedad sería esta, o qué digna de alegría cuando nos reunimos en un lugar como este, un día como este, si no supiéramos un mínimo de lo que debe saberse, para que en esta isla heroica, este pueblo heroico, este pueblo que ha escrito páginas no escritas por ningún otro en la historia de la humanidad preserve la Revolución?» Porque hay que decir que el socialismo cubano nunca dejó de buscarse, de rectificarse, de recomenzarse: cada década marca de alguna manera un nuevo comienzo, una nueva búsqueda.

Suele decirse con malévola intención o desconocimiento, que las masas enardecidas que acompañan a un proceso revolucionario carecen de voluntad propia. En realidad, solo una Revolución es capaz de transformar a las masas en colectivos de individualidades, solo un proceso revolucionario convierte a los individuos en sujetos, en actores de su destino. La escena de la película Madagascar en la que la protagonista se busca inútilmente en una foto aérea de una concentración masiva publicada en un periódico de la época, convencida de que se hallaría en ella, es muy reveladora: esa mujer no concebía que su rostro no apareciese, porque se sentía protagonista de aquel suceso, por más que estuviese acompañada por un millón de cubanos. El heroísmo individualizado y el heroísmo anónimo son dos expresiones, a veces complementarias, a veces contrapuestas, de una Revolución. Una Revolución es el proceso mediante el cual las masas empiezan a conformar colectividades de individuos. En la medida en que ese proceso se complete o deshaga, triunfa o fracasa. En Cuba, dice el Che, «este ente multifacético no es, como se pretende, la suma de elementos de la misma categoría (reducidos a la misma categoría, además, por el sistema impuesto), que actúa como un manso rebaño». No obstante, continúa, «vistas las cosas desde un punto de vista superficial, pudiera parecer que tienen razón aquellos que hablan de la supeditación del individuo al Estado; la masa realiza con entusiasmo y disciplina sin iguales las tareas que el gobierno fija (…)». Y avanza una hipótesis de trabajo verdaderamente revolucionaria: «Lo difícil de entender para quien no viva la experiencia de la Revolución es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez la masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes».

Uno de los aportes y de las fortalezas del socialismo cubano, ha sido esa relación múltiple: la masa y cada individuo de una parte; la masa como conjunto de individuos y sus principales dirigentes, de la otra. Vuelvo sobre un ejemplo que suelo utilizar por su ejemplaridad: el Gobierno revolucionario podía tomar la decisión de enviar azúcar al pueblo chileno en época de la Unidad Popular, pero Fidel se dirigió a ese millón de cubanos que protagonizaba la Revolución con su presencia en la Plaza, y le preguntó, ¿está cada uno de ustedes, en disposición de donar una libra de azúcar de la que reciben por la libreta de abastecimiento al pueblo chileno? La inmensa mayoría de los presentes levantó conmovido su brazo, en señal de aprobación. Cada ciudadano, de forma individual, como si se tratara de un acuerdo entre vecinos, donaba parte de su escasa cuota de azúcar a un pueblo hermano. Los Lineamientos Económicos y Sociales que debatirá y aprobará el próximo Congreso del Partido se discutirán antes en todos los centros de trabajo y vecindarios del país. No es la primera vez, ha sido una práctica común en nuestra historia revolucionaria.

Siendo como fue una Revolución auténtica, la cubana nunca se percibió -y la verdad, tampoco hubiese podido hacerlo, aún de querer–, como asunto interno: fue Primer Territorio Libre de América, y en esencia, un eslabón de la Revolución mundial. Por primera vez en la historia, la vocación internacionalista de un estado revolucionario no se ejercía desde los presupuestos, los prejuicios o los intereses de un país de mayor desarrollo, hacia países o regiones de menor desarrollo. Cuba alzó la vista hacia sus hermanos de infortunio como un igual: de pobre a pobre, de ex colonia a colonia. Y sobrevivió, por cierto a los llamados «hermanos mayores» de Europa: hoy la Revolución cubana tiene más edad de la que tenían esos estados cuando se desmoronaron. El internacionalismo cubano se practicó como deber, no como favor. Compartió médicos, maestros, soldados, guerrilleros. Por eso acostumbraba a recibir la solidaridad con agradecimiento, convencida de que no recibía un favor, sino un trato justo. Fidel fundó como estadista una nueva práctica del internacionalismo, ajena a todo interés geopolítico, que se nutre del humanismo revolucionario, pero rechaza toda pretensión ideologizante -o evangelizadora de una doctrina revolucionaria–, salvo aquella que emana del ejemplo, como diría el Che. La Internacional comunista dispersaba a sus emisarios sin duda heroicos por el mundo, con una misión «evangelizadora», similar en su carácter, aunque diferente en propósitos, a la del misionero católico o protestante. El médico cubano no habla de política, cura a ricos y a pobres, a neoliberales y a comunistas, a niños y a delincuentes; puede colaborar incluso con autoridades sanitarias de gobiernos fascistas si de salvar vidas se trata -como ocurrió en la Nicaragua de Somoza, en los días posteriores al terremoto–, o con instituciones de estados con los que no existen ni se reclaman relaciones diplomáticas. En 1991 sobrevino el Derrumbe: del horizonte, de la moda revolucionaria, para los que siempre navegan según la corriente, de las relaciones comerciales más justas. El bloqueo cerró todas las puertas y apagó la luz, no solo la eléctrica. Miles de cubanos salimos cada día en bicicletas al trabajo, llevando en la parrilla a la esposa y al hijo pequeño, dejando en casa, pospuestos, muchos proyectos de vida que parecían factibles. En momentos de momentánea pérdida del sentido de orientación, nuestra Revolución conservó sin embargo la pequeña llama que evitó el congelamiento. El socialismo cubano reorientó sus esfuerzos a la sobrevivencia de las más elementales conquistas; aún así, en 1998, cuando la palabra internacionalismo parecía olvidada, dispersó sus guerrillas médicas por Centroamérica y Haití e inició una nueva etapa de labor solidaria. Ese año marcó también el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela y el inicio de una nueva era de revoluciones constitucionales en América Latina. La dura batalla por la sobrevivencia de Cuba y su defensa de los principios socialistas e internacionalistas, permitieron a la postre ese renacimiento colectivo.

¿Es el socialismo cubano un hecho histórico del siglo XX?, ¿existe un socialismo del siglo XXI que lo relega al pasado, para estudio de academias?, ¿fracasó el socialismo cubano? Más de veinte años después de la caída de los otros, Cuba reajusta su economía, buscando acomodar sus fuerzas, esencialmente humanas, en un mundo hostil, y en circunstancias revolucionarias diferentes. ¿Es obsoleto el concepto de Revolución? No voy a recordar la definición fidelista, que lo ubica en un plano esencialmente ético. De alguna manera, los cubanos parecemos más centrados y terrenales ahora, pero nuestros sueños escritos y nuestras realizaciones colosales permanecen intactos; Esta es una Revolución que hizo posible lo imposible en un pequeño país del Tercer Mundo, permanentemente sometido a un bloqueo económico y a una guerra mediática: con índices de educación y salud del Primer Mundo, Cuba estableció pautas en la relación de sus líderes con las masas, del Partido revolucionario con su pueblo. La actualización de su modelo económico no es reformista; en la historia de Cuba, como hemos visto, la Reforma conduce a la ruptura entre lo ético y lo justo. «El país tendrá mucho más -ha reiterado Fidel–, pero no será jamás una sociedad de consumo, será una sociedad de conocimientos, de cultura, del más extraordinario desarrollo humano que pueda concebirse, desarrollo de la cultura, del arte, de la ciencia […] con una plenitud de libertad que nadie puede cortar. Eso lo sabemos, no hay ni que proclamarlo, aunque sí recordarlo».

Cuba ha creado una sociedad más diversa, porque ha enriquecido a sus individuos; su millón de profesionales, su población con un mínimo de noveno grado escolar, es la mayor de sus conquistas. El capitalismo incentiva el individualismo; el socialismo no siempre ha sabido o ha podido desencadenar al máximo, como un interés social, las potencialidades del individuo. La actualización cubana de su economía, potencia esas posibilidades. Sería probablemente extemporáneo debatir ahora sobre el llamado guevarismo, o sobre la relación exacta, útil y justa, de los estímulos materiales y morales en un país sin recursos. Vivimos una etapa cualitativamente distinta, y los revolucionarios dejaríamos de serlo si no superamos viejos estereotipos. «En este mundo real, que debe ser cambiado, todo estratega y táctico revolucionario tiene el deber de concebir una estrategia y una táctica que conduzcan al objetivo fundamental de cambiar ese mundo real. Ninguna táctica o estrategia que desuna sería buena», ha reiterado Fidel en días pasados. El modelo económico y social capitalista ha fracasado, y Cuba rechaza el consumismo inherente al modo de producción capitalista.

Se demoniza a Cuba por no haber podido impedir el resurgimiento de la prostitución, aunque la solución implícita, la capitalista, significaría su masificación. Se acusa a Cuba de no haber podido contener ciertas injustas diferencias sociales y la solución capitalista sería acrecentarlas, hacerlas más hondas, injustas e irreversibles. Cada médico o deportista que deserta es la victoria de la «normalidad» frente al sueño de una sociedad solidaria. Pero la deserción (que es la renuncia de alguien a su presunta «anormalidad») es presentada como un hecho en sí anormal, extraordinario. El cubano que deserta no es definido en función de sus intereses personales -como suele ser normal en este mundo–, sino como expresión de una posición política. Las imágenes que se trasmiten desde Cuba se regodean en los rincones sucios y demacrados de la ciudad, en los bordes más pobres de una sociedad estrangulada por el bloqueo. Los espacios bonitos se consideran falsos o manipulados. No importa que los espacios «feos» sean normales -y por eso poco interesantes–, en otras ciudades latinoamericanas. La normalidad cubana debe ser destruida, para que Cuba sea tan normal como los restantes países del Tercer Mundo. Sobre todo porque Cuba no acaba de admitir -ni admitirá–, la más importante y definitoria normalidad: la del «libre mercado» (concepto que en la gran prensa se roba los significados de democracia y de libertad).

Pienso para concluir, que no es posible construir la justicia deseada desde la pobreza, y que de alguna manera, los países del Tercer Mundo debemos levantarnos juntos. El ALBA -fundada sobre la experiencia del internacionalismo cubano–, ofrece una respuesta incipiente. No hay modelos para el socialismo, pero hay principios, y un horizonte único: el anticapitalismo. Creo que el socialismo cubano lejos de ser un proyecto del siglo XX, lo es del XXI; la Humanidad retomará sus «locuras» más hermosas, y por ello más necesarias, cuando esté en condiciones de universalizarlas. Mientras, esta pequeña isla de Utopía no cejará en su empeño de crecer y de compartir sus conquistas.