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Revoluciones blancas

Fuentes: Eurasian Hub

«Otro año más, otro país más, otra plaza más: después de la plaza de San Wenceslao en Praga, la plaza de la Independencia en Kiev, la plaza Azadi en Teherán, la plaza Roja en Moscú y la plaza de Tahrir en El Cairo, ahora nos encontramos con la plaza de Taksim en Estambul. Todas ellas […]

«Otro año más, otro país más, otra plaza más: después de la plaza de San Wenceslao en Praga, la plaza de la Independencia en Kiev, la plaza Azadi en Teherán, la plaza Roja en Moscú y la plaza de Tahrir en El Cairo, ahora nos encontramos con la plaza de Taksim en Estambul. Todas ellas se muestran al mundo entero a través de unas imágenes fotográficas icónicas (…) Vemos esta iconografía de la protesta pacífica, y sabemos de inmediato de qué lado estamos. Estamos con ellos. Ellos son de los nuestros; nosotros somos su gente. Influidos por el poder de sugestión de las imágenes visuales seleccionadas por las televisiones y los responsables de fotografía de los periódicos, así como por las preferencias colectivas espontáneas de las redes sociales, tenemos el sentimiento semiconsciente de que estamos ante una misma y larga lucha.»

Estas líneas referidas a las protestas por el Parque Gezi en Taksim, Estambul, las escribió Timothy Garton Ash hace pocos días. Y si usted tiene la mala suerte de que Timothy Garton Ash alabe la protesta en la que está metido, le ha tocado la china, porque quedará asimilado a la larga causa de las «revoluciones blancas» que se han ido sucediendo desde 1989.

A comienzos del siglo XX, un conocido eslogan publicitario de la Ford decía que el modelo Ford-T se ofrecía en todos los colores si estos eran el negro. Algo similar pasa con las revueltas, protestas y seudo-revoluciones de colores y materiales diversos – de terciopelo, de jazmines y tulipanes, rosa, naranja, con bulldozer y sin bulldozer – que marcan el final de la Guerra Fría: casi todas han terminado por ser «revoluciones blancas» – lo contrario del rojo – al dar paso a nuevos regímenes neoliberales, nacionalistas, ultranacionalistas e incluso islamistas.

Se trata de auténticas insurrecciones de marca blanca. Si en un principio pretendían acabar con el comunismo, a partir de 2000 el dispositivo se activó para terminar con algunos de sus regímenes herederos que habían recurrido a mecanismos de la democracia liberal para legitimarse. Es por ello que a Srđa Popović (director ejecutivo de CANVAS, el centro para la acción no violenta creado por algunos líderes de la «revolución del bulldozer» serbia) le agrada el calificativo de «revoluciones postelectorales» para estas últimas y descarta la expresión «revoluciones de colores», al considerarla como fabricada por los rusos. El paso siguiente fue la aplicación de esas técnicas estandarizadas en países con sistemas electorales acreditados (en el espacio eurasiático, pero también en Latinoamérica) bajo el argumento de que la democracia es algo más que unas elecciones bien organizadas.

Y no deja de ser cierto que las elecciones libres, el pluralismo político, la recuperación de espacios públicos y, en general, todo el elenco de reivindicaciones que han ido surgiendo en estos levantamientos, son elementos deseables. Ahora bien, en los planteamientos de la construcción de las «sociedades abiertas» es difícil encontrar un espacio para otras reivindicaciones no menos importantes, como la participación popular y la recuperación de la soberanía para llevar adelante políticas que realmente beneficien a la población, como, precisamente, las reclamadas por todos aquellos manifestantes convencidos de la necesidad de un cambio.

Desde luego, Timothy Garton Ash no se refiere a las revueltas en los barrios periféricos de Londres, Paris o Estocolmo, al 15-M español, las multitudinarias manifestaciones en Portugal o a los brutales choques contra los antidisturbios griegos. Esos, a buen seguro, no son «de los nuestros» (de los suyos), como sí lo es toda la parafernalia de la «factoría NED«: los manuales de Gene Sharp, los seminarios de CANVAS a los blogueros egipcios, los operadores de inducciones estratégicas, las becas y subvenciones y, más recientemente, los agentes de la NSA y el CGHQ que espiaron a fondo a los asistentes de la última cumbre del G20.

La verdad es que las revelaciones de Edward Snowden dejan al descubierto prácticas que hasta pocas semanas habrían sido calificadas de «conspiranoia» y que Cameron se niega a comentar en aplicación de la proverbial caradura británica, derivado tardío del «espléndido aislamiento».

Pero ahora resulta que las revelaciones sobre el espionaje masivo de los anglo-americanos parecen dar la razón a las extravagantes acusaciones de Erdogan, que ve por todas partes conspiraciones y provocaciones. No sólo porque haberlas hailas, sino que además sabemos que en la polémica cumbre del G20, los británicos se centraron en el ministro turco.

Y no sólo eso, sino que las alegaciones de Erdogan denunciando manipulación extranjera, ahora resulta que también se cumplen con el bloqueo de la candidatura turca a la UE por Ángela Merkel, con claros objetivos electoralistas. De repente, ha reaparecido con toda su fuerza el lenguaje excluyente, de tono turcófobo e islamófobo que tanto agradaba a la extrema derecha europea de hace seis o siete años.

Han pasado pocas semanas y ahora tenemos a las masas en las calles de El Cairo y en la emblemática plaza Tahrir, celebrando el derrocamiento del presidente Mursi forzado por las fuerzas armadas, que tutelarán la nueva transición con la Constitución suspendida. El golpe fue más o menos convencional, más o menos posmoderno o más o menos suave. Pero golpe, fue; con ruido de helicópteros sustituyendo al ruido de sables.

«No entiendo. ¿Cómo pueden preferir los partidos laicos a los militares antes que a los islamistas? Al fin y al cabo, Mursi fue elegido en unas elecciones. ¿Por qué no espera la oposición y se unifica para ganar los próximos comicios? Los militares no son la solución para nada» – comentaba un periodista en nuestro muro de Facebook.

Las masas en la calle eran del mismo talante laico que las de Estambul, y su objetivo era, aparentemente, el mismo: la deriva autoritaria del islamismo en el poder. Es más, el gobierno de Mursi pretendía inspirarse en el modelo turco de Erdogan. Y en las últimas horas, el gobierno turco, comenzando por el mismo Erdogan, no ha hecho sino condenar el golpe en Egipto, como sal en la propia herida.

Y sin embargo, al parecer, los manifestantes egipcios no son de los nuestros. ¿Quizá porque la policía egipcia no quiso o no pudo intervenir con la contundencia de sus colegas turcos? ¿Hubo quizá más banderas egipcias en las calles de El Cairo que turcas en Estambul? ¿O es una cuestión de signos reconocibles desde Occidente como contraculturales y/o progresistas? Por otra parte, desde Occidente parecíamos simpatizar con la idea de que Erdogan dimitiera, a pesar de que había sido elegido en unas elecciones perfectamente democráticas, y por amplia mayoría. Y también a pesar de que amenazara con sacar los votos a la calle, montando contramanifestaciones de los suyos contra la oposición callejera, tal como ha hecho Mursi.

Definitivamente, las últimas revoluciones blancas se están convirtiendo en una tortura para los posicionamientos bienintencionados, ejercicio que viene sustituyendo al análisis en buena parte de nuestros medios.

El diario «The Irish Times» planteaba que el Ejército egipcio se había movilizado contra Mursi porque éste alentaba la participación yihadista en Siria. Puede ser una especie de justificación a posteriori de la actitud golpista del Ejército egipcio. Pero entonces recordamos el asalto a la Embajada americana en El Cairo, el pasado 11 de septiembre, un suceso extraño por cuanto lo habitual es que el muro que saltaron los islamistas con banderas de al-Qaeda, para plantarlas en pleno jardín de la legación diplomática, estaba guardada hasta pocos días antes por una sección de vehículos blindados del Ejército egipcio, y pelotones fuertemente armadas de la policía de intervención. Rescatamos algunas fotos del evento, y vemos a manifestantes con el rostro cubierto con la máscara de V de Vendetta. Sin embargo, ¿son de los nuestros? Pues tampoco.

Así que llevamos nada menos que veinticuatro años – toda una generación – a base de manifestaciones blancas, que luego la televisión colorea según convenga, y que a la postre resultan políticamente inclasificables, más allá de que se puedan definir vagamente como «de los nuestros» o, más genéricamente, de la «sociedad civil». Timothy Garton Ash afirma, que «existe hoy en el mundo entero una especie de Quinta Internacional de hombres y mujeres jóvenes, más preparados, que en su mayoría residen en ciudades, que se reconocen y se entienden en todas partes, desde Shanghai hasta Caracas y desde Teherán hasta Moscú».

Esto sigue siendo muy genérico, pero nos sitúa en unos parámetros centrados en: a) «hombres y mujeres preparados», es decir, con acceso a educación superior y por lo tanto clase media técnico-profesional; b) Países-objetivo del hegemón neoliberal (China, Venezuela, Irán, Rusia). Si lo unimos a las líneas iniciales de su artículo, ojo porque Turquía, el Egipto post-Mursi, o el mismísimo Brasil podrían terminar siendo blanco de esa «Quinta Internacional» de los «revolucionarios blancos».

Lo que si suele ser habitual es que las «revoluciones blancas», tildadas inicialmente por las grandes cadenas hegemónicas como progresistas o «cívicas», terminan derivando hacia gobiernos o hasta regímenes de derecha neoliberal (a veces con fuerte presencia de la ultraderecha, en otras con la aparición de personajes como Mijeíl Saakashvili), guerras civiles o golpes de estado reiterados. Ahí tenemos la intervención de la OTAN en la «revolución» libia, que se hizo, supuestamente, para defender a la población civil de la represión ejercida por el dictador Gadafi, que incluyó bombarderos artilleros de barrios de Trípoli que – esos sí – nunca vimos en televisión, nos lo tuvimos que creer. La población civil contestataria incluía avezados combatientes yihadistas, igual que luego sucedió en Siria, pero esos, al parecer, eran de los nuestros.

Haga el lector un sencillo test con los teñidos escasamente sólidos de las recientes revoluciones blancas. Ayer, los expertos se enzarzaban en discusiones sobre el sentido político último del golpe de estado en Egipto. ¿Hubo tantas dudas con la «revolución de los claveles» en el Portugal de 1974, a pesar de que esencialmente vino de la mano de un golpe militar?

Es importante que los analistas de las «revoluciones blancas», venidas y por venir, tomen como referencia la composición social de las mismas, más allá de que tantos o cuantos supuestos revolucionarios entren en el encuadre de la tele que está llevando a cabo el reportaje de turno. Aunque parezca una obviedad, el ideal de la clase media no necesariamente representa a la media de la población. Las cadenas de televisión no son un partido político escogido en unas elecciones. Una cabecita que se mueve por la pantalla, no es un voto. Una nota de prensa de las autoridades locales con el supuesto recuento de manifestantes a ojo de buen cubero, no son unas elecciones; porque además, habría que añadir en el análisis a los que no participaban en el evento, y por qué no lo hicieron. Espectáculo no es democracia.

En cambio, la gente vota más habitualmente de lo que parece, o de lo que los gobiernos están dispuestos a admitir abiertamente. Consideremos, por ejemplo, el poder de las encuestas, que pueden afectar de forma directa a las políticas de los gobernantes y las actitudes de los votantes hacia ellos. Hasta tal punto que algunos llegan a desarrollar una verdadera hipersensibilidad ante ese tipo de consultas. Pero esas opiniones son una manifestación de poder popular que, cuando se trata de países no centrales, son menospreciadas. En nuestros días existe sobrada capacidad tecnológica para recoger profesionalmente y con garantías, día a día, todo un cúmulo de información de enorme importancia para dirigir un país (que se lo digan a la NSA). Sólo hace falta que esa corriente de opinión se institucionalice y se articule como ciberdemocracia. Porque, al fin y a la postre, eso es una decisión política, no una utopía científica.

Fuente original: http://eurasianhub.com/2013/07/04/revoluciones-blancas/