Salgo de Gaza herida por la imbecilidad de este mundo. Cada vez más se asienta en nuestra mente una imagen de la gente y la vida de Gaza que no se corresponde en absoluto con la realidad y que está siendo manipulada a sabiendas por medios de comunicación y discursos políticos a todos los niveles. […]
Salgo de Gaza herida por la imbecilidad de este mundo. Cada vez más se asienta en nuestra mente una imagen de la gente y la vida de Gaza que no se corresponde en absoluto con la realidad y que está siendo manipulada a sabiendas por medios de comunicación y discursos políticos a todos los niveles.
Ya sé que mis palabras son duras, pero más dura es la vida de los palestinos de Gaza encerrados y bajo asedio a merced de la voluntad de Israel y de lo que traiga el mercado negro. A merced también del crecimiento e incremento de grupos radicales que van a dejar a Hamas a la altura de una chirigota. Más dura va a ser la vida de Shaima, de 8 años que aún tiene que recomponer su pierna a sabiendas de que no se podrá recomponer su familia rota por el ataque israelí. O la de Huda Ghalia, ya lejos del interés de los medios de comunicación, que vio la muerte de su familia en la playa hace dos años. Como dura es la vida de Salima que comenzó en la diálisis hace dos años y que con 16, cada día, dos veces a la semana, se le presenta un martirio para llegar al hospital, porque no hay medios de transportes y a veces cuando llega, no funcionan las máquinas o se paran por que no hay luz, o están ocupadas porque ya pasó su turno.
Más dura es la vida del pescador que no sabe si tendrá combustible y podrá faenar en las mínimas millas que les deja Israel a pesar de los tan traídos y llevados Acuerdos de Oslo. O de los taxistas, o de los miles de empresarios que han cerrado sus empresas, grandes o pequeñas, o que las han visto destruidas.La crisis energética inducida por los constantes cierres y cortes de combustible de todo tipo por parte de Israel, no discrimina entre niños que están en una incubadora, pacientes que viven dependientes de las máquinas, ancianos, niños que ven suspendidas las clases, trabajadores de todas las clases que no pueden desplazarse a su trabajo. Este castigo colectivo, junto a los constantes ataques está llevando a Gaza a una situación desesperada, pero no por ello claudicante, no por ello vencidos.
Esta actitud, de la que es más responsable que nadie Europa, -y dentro de Europa cada uno y todos los países firmantes de los Convenios y Cartas de Ginebra – que obligan a cada uno de ellos a cumplir y hacer cumplir con cuestiones tan elementales y básicas como proteger a la población civil ocupada, proteger los bienes y la capacidad productiva de los territorios ocupados, proteger la vida de los menores, garantizar el derecho a la educación, a la sanidad, a una vida digna, tendrá un efecto bumerang que nos va a dar de lleno, porque la violencia es un mecanismo de ida y vuelta y porque lo que se está haciendo en Gaza con cada uno de los cierres y asedios y destrucciones, y cortes de suministros son actos de violencia que toleramos y admitimos porque nos hemos acostumbrado a ellos.
En Gaza la violencia del ocupante no tiene límites y el sufrimiento del ocupado tampoco. La asfixia se llega a sentir hasta en los que podemos salir con más o menos garantías por que nos avala un pasaporte extranjero. La asfixia se siente cuando uno se sienta en la playa y ve las patrulleras israelíes en constante vigilancia de la costa, cuando se ven a lo largo de las fronteras los globos zeppelines colgados, las decenas de torres de control, las antenas militares, las rondas constantes de tanques y vehículos militares a todo lo largo de la frontera este de la Franja, cuando se ven los inmensos muros construidos como si se tratara de frenar una plaga medieval mortífera.
La violencia se manifiesta en los vuelos constantes de aviones pilotados o no sobre la zona, en la perpetua vigilancia, en las permanentes explosiones que acompañan el ritmo de una vida. En la muerte, tan presente en la vida de los palestinos. En la sangre que se mantiene agarrada a los muros de una casa, delatora de la crueldad del ocupante y del miedo de los niños. La sangre que nos salta a la cara llamándonos por nuestro propio nombre: «asesinos», «cómplices», «crueles cómplices tolerantes de todo, sordos al dolor».
La violencia es cotidiana, es la inexistencia de combustible para cocinar, la ausencia de electricidad, la incapacidad de las madres en un momento determinado de calentar un biberón para un bebé que llora o en la presencia, cada vez más fuerte del trabajo infantil para suplir las carencias de una vida de por sí enormemente dura y difícil. Los niños son los encargados ahora de la recolección de madera, hojarasca y papel en los campos de refugiados que harán un poco de fuego para los hornos tradicionales de pan, o preparar algo caliente. Se les ve por todos lados, andando, con un carrillo con ruedas, en bicicleta, buscan como locos cualquier cosa que pueda arder. Suerte que el ocupante se ocupa de arrancar los árboles del entorno, no darán cosecha, pero podrán calentar la comida de miseria que les llega a través de organizaciones internacionales que se perpetúan a sí mismas en su labor caritativa y que no son capaces, ni en sueños, de dar soluciones políticas determinantes y drásticas a todo este despropósito.
La violencia se reproduce en las casas, en forma de maltrato a las mujeres o asesinatos por «honor». También se reproduce contra los niños, en los niveles de desnutrición, en el desarraigo, en el absentismo escolar.
Cada día hacemos miles de gestos cotidianos que a la población de Gaza les están prohibidos por el simple hecho de vivir allí. La trascendencia de los mismos sólo se comprende cuando no puedes hacerlos y tu vida no está preparada para otra cosa: no poderte calentar un café antes de salir; no poder utilizar un ascensor, no tener una luz en las escaleras, no poder utilizar tu coche porque no hay combustible; no poder cargar un móvil, no poder enviar unos papeles por fax, o que no exista correo normal. Yo he venido al Jerusalén ocupado cargada de papeles sencillos que no suponen ningún riesgo para la «seguridad» del ocupante pero que su bloqueo sí que perturba y hace cada vez más difícil la vida de la población ocupada. El bloqueo consigue que una instancia para pedir una beca se convierta en una pesadilla, en lugar de un sueño, como debe ser.
El primer día que intenté en vano entrar en Gaza encontré en la frontera a una mujer de unos sesenta y tantos años. Estaba sentada en la única posible sombra que había allí: la que da la cabina de control de pasaportes. Llevaba una maleta azul y su imagen se me ha quedado grabada por varios motivos. Fátima, que es su nombre, nació en Jerusalén y su marido de toda la vida es de Gaza. Salieron los dos porque a él le hicieron una operación a corazón abierto en Amman. Al regreso, dejaron entrar al convaleciente, tras un viaje nada fácil a través de las fronteras israelíes, pero no a Fátima que continuaba allí cuando yo decidí coger un taxi y volver a Jerusalén. Aún hoy, continua en Jerusalén sin permiso para entrar en Gaza. Simplemente porque nació aquí, donde tiene parte de la familia. Da igual que lleve 30 años viviendo en Gaza. Yo lamento no haber tenido reflejos en ese momento y haber esperado a ver qué pasaba con ella y haber regresado juntas a Jerusalén, no cabía en mi cabeza y aún no cabe, tanta crueldad calculada y fría; tanta determinación por hacer sufrir injusta e injustificadamente a la gente.
Sonia vive en Gaza desde hace 10 años. Es francesa y está casada allí. Es ilegal en Gaza porque los israelíes solo le dan un permiso de tres meses para entrar a su casa y luego tiene que salir y volver a pedir el permiso. Cansada después de tantos años, simplemente decidió no salir cuando estaba previsto y ahora teme que si sale nunca le dejarán volver a su casa. Ni su pasaporte ni su gobierno le ayudan. Las personas como ella, o no salen nunca, o no vuelven nunca. Israel decide su destino. Nada tiene que ver en esto la seguridad del Estado israelí.
Desde el Jerusalén ocupado, siento una enorme nostalgia por el sonido del mar, por el horizonte nocturno de luces de colores – cuando pueden salir los barcos a pescar- por la distancia que nos separa de aquel muro, de aquéllos amigos; por las enormes dificultades, no ya para ayudar, para liberarles, sino para hacer efectivo el simple gesto familiar, habitual y agradecido del abrazo a los amigos, del cariño a los niños, de tomar las manos del otro y trasmitirles calor y un gesto de esperanza. Siento nostalgia de los tés compartidos, a veces a la sombra de edificios destrozados, otras sobre un modesto mantel, casi siempre acompañado de un humilde dulce, lo que tienen. No sé cómo son aún capaces de explicar por enésima vez su desgracia a quienes casi simplemente solo podemos escuchar y escasamente ayudar. Y sonreírnos, y alojarnos.
Desde el Jerusalén ocupado comprendo y asumo que nuestro trabajo se enfrenta a retos muy duros y difíciles, porque como seres humanos no podemos ni seguir impasibles ni seguir las mismas estrategias de trabajo y sensibilización que hace algunos años, cuando la opinión pública era más receptiva. Siento que a lo largo de todos estos años la solidaridad internacional no ha podido quebrar ni una sola de las voluntades de Israel que sigue con sus planes de judaización de Jerusalén, ocupación permanente de Cisjordania y destrucción del guetto de Gaza. Y lo peor de todo ello es que el inadmisible y doloroso silencio que se tendió sobre Palestina sigue espesándose. Un silencio que incluye, dolorosamente, al gobierno de Ramala.
Que quede claro que no escribo esto con el ánimo derrotado, sino con la certeza de que la violencia -nunca tolerable- aquí ha alcanzado unos límites de enorme intolerabilidad moral y que ante esta situación, hemos de ser capaces de encontrar entre todos/as la estrategia y el camino que nos posibilite un salto cualitativo en la solidaridad, obligando a nuestros gobiernos a decantarse sin ambigüedades del lado de la justicia y la legalidad, frente al dolor y a la ocupación. La situación requiere de una reflexión y reacción amplia, conjunta y rápida. La vida de Gaza depende de un hilo.
Anwar me dijo un día en Gaza que «Dios no escucha la voz de los silenciosos». Tal vez sea hora de dar una nueva dimensión a nuestras palabras y a nuestros hechos para evitar la destrucción del guetto de Gaza, y con ello la destrucción de moral de cualquier tipo de legalidad y de nosotros mismos. Si yo creyera en Dios, el gran ausente de la «Tierra Santa», haría lo posible porque me escuchara. Se lo debo a Salima, a Shaima, a Fátima, a Sonia y a otras muchas mujeres, hombres y niños que de alguna manera, y a pesar de su sufrimiento, me han dedicado una sonrisa en Gaza.
Cristina Ruiz – Cortina Sierra
Asociación al-Quds Málaga
Mayo 2008