Una de las virtudes de la crítica que «quema», es decir, aquella que excede los límites de lo considerado «tolerable» e «inofensivo» por los poderes públicos y privados dominantes, es que pone a prueba la salud democrática de un régimen político. Si esto es así, a pesar de las tranquilizadoras palabras del presidente del Gobierno […]
Una de las virtudes de la crítica que «quema», es decir, aquella que excede los límites de lo considerado «tolerable» e «inofensivo» por los poderes públicos y privados dominantes, es que pone a prueba la salud democrática de un régimen político. Si esto es así, a pesar de las tranquilizadoras palabras del presidente del Gobierno en los fastos castrenses dedicados al «Día de la Hispanidad», existen razones de peso para pensar que la española es una democracia aquejada por algo más que un inocente «resfriado».
El primer síntoma patológico fue sin duda la desmedida reacción penal ante la sátira de «El Jueves» sobre la familia real. El secuestro de la revista fue la escenificación de un esperpéntico retroceso a los años de la transición. A los tiempos sombríos del Papus y de la censura. Esta vez, sin embargo, al conocerse la noticia de la requisa, los ejemplares de la revista volaron de los quioscos. Miles de internautas colgaron en la Red la viñeta de la discordia. En el mundo de la comunicación global, el secuestro contribuyó a lo contrario de lo que pretendía: dar publicidad a la burla y asegurar su reproducción.
Pero el efecto contagio no se detuvo allí. De los periódicos y la Red, la protesta pasó a la calle. Sobre todo en Catalunya, pero también en otros lugares, tuvieron lugar diferentes manifestaciones anti-monárquicas en las que se quemaron fotos del Rey. En ese punto, la impugnación pasó a exceder la opinión sobre el peor o mejor gusto de unas caricaturas: ¿hasta dónde podría llegar, en un sistema que se pretende democrático, la crítica a las instituciones y símbolos públicos?
Los partidarios de la actuación penal contra los humoristas, integrados por no pocos intelectuales y juristas allegados al PSOE, invocaron la «dignidad» de los miembros de la familia real y recordaron que la libertad de expresión no incluye el derecho al insulto. No obstante, omitieron apuntar que un régimen que se pretende democrático no puede tratar por igual un «insulto» o ataque al «honor» a los miembros de una institución pública que a un ciudadano de a pie. Sobre todo si esa institución, como ocurre con la Monarquía española, goza de privilegios de todo punto inaceptables a la luz de los principios que informan el Estado de Derecho y carece prácticamente de responsabilidad política y jurídica.
El celoso blindaje institucional y la opacidad que rodean la actuación de la Monarquía española explican, naturalmente, la persistencia de la crítica republicana. No es ocioso recordar que en Catalunya, origen de las protestas callejeras, las manifestaciones anti-borbónicas no son una invención de jovencitos exaltados. Se remontan al menos a la resistencia contra Felipe V, en 1714. Ya en 1868, de hecho, durante la llamada «revolución gloriosa», liberales y republicanos arrojaron desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona retratos rotos de la reina Isabel II.
Este tipo de manifestaciones han perdurado con mayor o menor intensidad hasta nuestros días y deberían considerarse, más que ofensas al orden público, un ejercicio de libertad ideológica en el marco de un régimen que asegura respetar el pluralismo político y que, al admitir la reforma total de su Constitución, no considera «intocables» ninguna de las instituciones que consagra.
Sin embargo, nada de eso ha ocurrido en la «resfriada» democracia española. Salvo las aisladas voces institucionales que, fundamentalmente desde Catalunya y Euskadi, han reclamado la despenalización de las críticas a la Monarquía, los partidos estatales mayoritarios han cerrado filas en torno a la defensa del rey, entonando por enésima vez las loas oficiales al papel «moderador» y «unificador» desempeñado por la Corona. La exhibición del flamante Consejo de Defensa, presidido por el Rey y por el Príncipe de Asturias, fue la prueba de que, puestos contra la pared, incluso los más reputados «republicanos juancarlistas» estarían dispuestos a oficiar de «juancarlistas anti-republicanos».
Que la mitificación de la Monarquía o de la «unidad de España» se han convertido en enfermedades graves de las democracia española y en un claro obstáculo a la libre discusión pública queda probado por la reacción que suscita cualquier planteamiento que pretenda cuestionar la actual configuración territorial del Estado.
Así, tras la atormentada andadura del Estatuto catalán, que ha dejado en evidencia, tanto el encastillamiento reaccionario de la derecha, como los límites de las convicciones federalistas y pluralistas del Gobierno socialista, parece haber llegado el turno de Euskadi. La recientes actuaciones de ETA constituyen sin duda una lamentable exhibición de elitismo político y de desprecio por la vida. No obstante, la orden de prisión del Juez Baltasar Garzón contra 17 miembros de Batasuna traduce una preocupante predisposición institucional dirigida a erradicar, si es necesario a costa del garantismo penal y constitucional, cualquier ideario que reivindique la actualización del derecho democrático a la autodeterminación.
Más allá de su evidente oportunismo, en efecto, el auto de Garzón no constituye un episodio aislado. Se enmarca en una estrategia más global que amalgama la criminalización de objetivos políticamente legítimos con la de medios penalmente proscritos. Esta estrategia, consentida por los diferentes poderes del Estado, ha amparado actuaciones legales -como la Ley de Partidos del 2002- y judiciales -como el ominoso macrosumario 18/98- que revolverían en su tumba incluso a liberales lúcidos como John Stuart Mill o el Marqués de Beccaria.
Sin embargo, en el caso español, la mayoría de juristas e intelectuales «respetables» ha permanecido en silencio o ha aplaudido este tipo de actuaciones. En nombre de «lucha contra el terrorismo», se ha aceptado sin escándalo que la resistencia a «condenar» un acto en los términos exigidos por los partidarios mayoritarios, permita la ilegalización de formaciones políticas con significativa implantación social y cuyos estatutos han sido admitidos por el Ministerio del Interior. La discrepancia en las formas, más que como un ejercicio legítimo de libertad ideológica y de expresión, es invariablemente reputada como apoyo al terrorismo.
De manera similar, con el pretexto de que «todo es ETA», se ha consentido la constante extralimitación en las funciones propias de un Juez de Instrucción, la aplicación de medidas cautelares desproporcionadas, que constituyen verdaderas penas anticipadas -prisión preventiva, suspensión/clausura de entidades y periódicos, embargos/intervenciones sobre el patrimonio- y la implantación, en definitiva, de un «Derecho penal del enemigo» en el que no rige siquiera el principio de responsabilidad personal. Cuando el juez Garzón sostiene en su reciente auto que el independentismo y la autodeterminación son «fines violentos», no está incurriendo en ningún lapsus. Se trata de una convicción, compartida por desgracia por un amplio espectro de la clase política, que atenaza la libertad ideológica y el pluralismo político en el Reino de España.
En ese contexto, tampoco extraña, que el simple anuncio del lehendakari Juan José Ibarretxe de celebrar una consulta -pacífica- que permitiera a la ciudadanía vasca decidir su encaje el resto del Estado, haya concitado de inmediato los fantasmas nacional-españolistas del último gobierno de José María Aznar. Aunque el Gobierno socialista no amenazó -todavía- con reintroducir la sanción penal para este tipo de convocatorias, se apresuró a aclarar que las impediría «enérgicamente» por tratarse de una «extravagancia ilegal e inconstitucional».
Lo cierto es que, más allá del talante democrático que estas expresiones reflejan, el uso de la legalidad como arma arrojadiza contra el ejercicio de libertades políticos también resulta discutible en este caso. La Constitución española y la Ley Orgánica de Referéndum, ciertamente centralistas en este punto, disponen que corresponderá al Estado central autorizar este tipo de consultas. Pero no dicen en ningún momento que las Comunidades Autónomas no puedan impulsarlas. Situados en un terreno estrictamente jurídico, por tanto, la ilegalidad tendría lugar en caso de que el Gobierno estatal no autorice, formalmente, una convocatoria formalmente impulsada. Pero no antes. Es más, si el Gobierno se negara a autorizar una consulta que, guste o no, cuenta con el apoyo de un 60% del Parlamento vasco, ¿a quién debería endilgarse la responsabilidad por la actuación inconstitucional? ¿a quién la inobservancia del principio democrático?
Se equivoca el presidente del Gobierno: son más graves que un resfriado los males que aquejan al sistema político español. En su detección y cura se juega la salud no sólo de los anti-monárquicos, de los nacionalistas periféricos o de los independentistas, sino la de todos los que creen en la profundización democrática de la sociedad. Por eso, conviene no perder de vista la advertencia humanista e ilustrada lanzada hace tiempo por Thomas Paine: «la avidez punitiva es siempre peligrosa para la libertad», pues lleva a «constreñir, malinterpretar y aplicar con desacierto hasta la mejor ley». En consecuencia, «quien quiera asegurar su libertad, que proteja contra la opresión incluso a su enemigo, pues si infringe esa obligación, sienta un precedente que le alcanzará también a él».
* Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Gerardo Pisarello es Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.