Santa y Andrés resulta una poderosa advertencia contra la negación del otro. Una de sus debilidades radica en la pretensión de ubicar en una fecha y un sitio, intensas peripecias de la vida cubana. Al decir de un joven crítico, el filme realiza una objetiva exploración en ciertos momentos de nuestro pasado, no privilegiados por […]
Santa y Andrés resulta una poderosa advertencia contra la negación del otro. Una de sus debilidades radica en la pretensión de ubicar en una fecha y un sitio, intensas peripecias de la vida cubana. Al decir de un joven crítico, el filme realiza una
objetiva exploración en ciertos momentos de nuestro pasado, no privilegiados por la historiografía oficial; un interés por repasar algunos pasajes relacionados con actitudes asumidas por el Estado que aún aquejan la existencia de determinados individuos y su mundo de valores [1]
El filme pretende tener, en apariencia, una muy precisa ubicación en la historia cubana, pero esa historia contada no es capaz de fijarse en el tiempo.
Un texto inicial del filme advierte de la voluntad moralista de los primeros años de la Revolución, en los que se pretendía enmendar cualquier atisbo de lacra social que empañara los logros del socialismo naciente.
El «socialismo naciente no puede ubicarse sino en 1961 pero, de pronto, otro inmediato texto en el filme, coloca la historia en el Oriente cubano, nada menos que en 1983, 22 años después de aquel momento en que Fidel proclama el carácter socialista de la Revolución.
Pero hay todavía otro momento en que la información de Ángel Pérez –el joven crítico que valora y exalta la película–, señala:
Esta inmersión en los desatinos acaecidos en Cuba (con su referente primero en las terribles condiciones a las que fueron sometidos artistas y escritores tras el Congreso de Educación y Cultura del año 1971) está expuesta con excelente precisión cinematográfica.
La precisión será cinematográfica, pero no es, sin embargo una precisión histórica. Creo que el filme no quiere o no sabe tener esa precisión. Los momentos -los del sectarismo de 1962, la aparición de las UMAP de 1965 a 1968, el Quinquenio Gris de 1971 hasta la fundación del Ministerio de Cultura en 1976, los mítines de repudio en los días del éxodo de Mariel, todos esos momentos parecen fundirse y volcarse en la aventura transhistórica de los personajes Santa y Andrés, en un argumento que han elaborado el joven director Carlos Lechuga y el experimentado guionista Eliseo Altunaga: median más de cuarenta años entre las edades de los dos. Las cronologías que acaso pudo ignorar el treintañero Lechuga, no guardaban ningún secreto para el septuagenario Altunaga. Las peripecias de homosexuales y escritores -que claro que no son lo mismo– en Cuba, atravesaron por diversos momentos.
La historia que nos cuenta el filme se ubica en la provincia de Oriente y en 1983. La represión intelectual me parece tardía: ha pasado el momento en que a un poeta como Delfín Prats le hacen pulpa de papel un poemario premiado y ya editado, como fue Lenguaje de mudos; ha quedado atrás el represivo Quinquenio Gris y, después del éxodo del Mariel, no recuerdo «mítines de repudio» como el que sufre el escritor homosexual que es Andrés Díaz en la cinta.
Por ello creo que el guión de Santa y Andrés renuncia a una localización histórica, a una precisión que tal vez le parezca secundaria. Nos está diciendo -o, mejor, recordándonos- que eso existió en nuestra vida, no importa dónde, no importa cuándo.
La fuerza del filme se sitúa en la ejemplar la relación entre los dos personajes y en la historia que nos cuenta. Santa ha llegado a casa de Andrés porque tiene la misión de «vigilar al enemigo». Es una campesina que ha sufrido diferentes embates de la vida y representa al pueblo revolucionario que aprendió a cumplir lo que la Revolución demandaba. Jesús es el dirigente que le trasmite esas demandas, pero conduce a Santa a comprobar lo torcido del camino que le ha propuesto. Es el oportunista abusivo que ha renunciado a comprender y se ha despojado de toda humanidad para conseguir lo que se propone o para mantener lo que ha conseguido.
Todos los personajes están perfectamente definidos del principio al fin del filme: son los mismos desde el inicio de la trama. Santa es el único que cambia, el único que se transforma. Ángel Pérez ve, al final, a una Santa todavía sometida, que es capaz de lanzarle el huevo a Andrés como le ordena Jesús, pero la convicción de antes se ha esfumado del gesto: ha desaparecido.
No es que descubra que «la Revolución se equivoca», como afirma el crítico, sino que advierte que Jesús no es la Revolución. Recuerdo como algunos de los represivos representantes del Quinquenio Gris, optaron por irse a vivir al capitalismo que execraban, cuando su poder desapareció.
Jesús sabe que Santa jamás volverá a seguirlo: por eso aparecen los letreros insultantes, denigratorios, en la fachada de su casa. Sabemos quién ha mandado a colocarlos.
Se habla de la condición metafórica de Santa y creo que si alguna identidad la engloba es su cercanía a la revolución popular. Santa y Andrés está estéticamente resuelta en el personaje que encarna magistralmente la antiestrella que es Lola Amores, que me recuerda a la Adela Legrá debutante en Manuela.
Si como dicen es cierto que se ha prohibido la exhibición de Santa y Andrés para el público cubano, esa me parece una decisión profundamente errónea, aunque la película no es en manera alguna una obra perfecta. Si se exhibiera generaría contradicciones y discusiones, pero si algún público está capacitado para valorarla con justicia, ese es el cubano. No le neguemos ese derecho.
Nota:
[1] López Ángel: «Atisbos desde el borde», en Altercine, IPS, ¼.
Fuente: http://segundacita.blogspot.com/2017/04/santa-y-andres_21.html