Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
En 2004, un año antes de la desenganche unilateral de Israel de la Franja de Gaza, Dov Weissglass, la eminencia gris de Ariel Sharon, explicó el objetivo de la iniciativa a un entrevistador de Haaretz:
«El significado del plan de desenganche es la congelación del proceso de paz… Y al congelar ese proceso, impides el establecimiento de un Estado palestino e impides también cualquier discusión acerca de las cuestiones de los refugiados, las fronteras y Jerusalén. En efecto, todo ese paquete llamado Estado palestino, con todo lo que implica, ha sido eliminado indefinidamente de nuestra agenda. Y todo ello con… la bendición presidencial [de EEUU] y la ratificación de ambas cámaras del Congreso… El desenganche es en realidad un formaldehído. Proporciona la cantidad de formol necesaria para que no pueda haber un proceso político con los palestinos.»
En 2006, Weissglass fue igual de franco respecto a la política de Israel hacia los 1,8 millones de habitantes de Gaza: «La idea es poner a los palestinos a dieta, no hacerles morir de hambre». No hablaba de forma metafórica: más tarde se supo que el ministro de defensa israelí había dirigido una detallada investigación sobre cómo convertir esa visión en realidad, y así fue como se llegó a la cifra de 2.279 calorías por persona al día, alrededor de un 8% menos que un cálculo anterior porque el equipo investigador había originalmente olvidado tener en cuenta la «cultura y experiencia» a la hora de determinar las «líneas rojas» nutritivas.
No se trató de un ejercicio académico. Tras seguir una política de integración forzada entre 1967 y los últimos años de la década de los ochenta, la política israelí dio un giro hacia la separación durante la intifada de 1987-1993 y después hacia la fragmentación durante los años de Oslo. Para la Franja de Gaza, una zona del tamaño del Gran Glasgow, estos cambios supusieron una separación gradual del mundo exterior, restringiéndose cada vez más el movimiento de bienes y personas dentro y fuera del territorio.
Los tornillos fueron apretándose más y más durante la intifada de los años 2000-2005, y en 2007 la Franja de Gaza se encontró completamente sellada. Se prohibieron todas las exportaciones y sólo se permitía que entraran al día 131 camiones cargados de alimentos y otros productos esenciales. Israel controlaba estrictamente también qué productos podían o no podían importarse. Entre los artículos prohibidos estaba papel DIN A4, chocolate, cilantro, lápices de colores, mermelada, pasta, champú, zapatos y sillas de ruedas.
En 2010, al comentar esta premeditada y sistemática degradación de la humanidad de una población total, David Cameron describió la Franja de Gaza como un «campo de prisioneros» y -por una vez- no castró esta valoración subordinando su crítica a las proclamas del derecho de los carceleros a la autodefensa contra sus reclusos.
Se ha afirmado a menudo que la razón de Israel para la escalada de este régimen punitivo hasta nuevos niveles de intensidad era propiciar el derrocamiento de Hamas tras su toma del poder en Gaza en 2007. Esta afirmación no resiste un análisis serio. Eliminar a Hamas del poder ha sido en efecto un objetivo político de EEUU y la UE desde que el movimiento islamista ganó las elecciones parlamentarias de 2006, y sus esfuerzos combinados para socavarlo ayudaron a sentar las bases para el posterior cisma palestino.
Pero la agenda de Israel era diferente. Si hubiera tenido la determinación de poner fin al gobierno de Hamas, habría podido hacerlo fácilmente, especialmente en 2007, cuando Hamas estaba aún consolidando su control sobre Gaza y sin necesidad de revertir el desenganche de 2005. En cambio, vio en el cisma entre Hamas y la Autoridad Palestina una oportunidad para promover sus políticas de separación y fragmentación y desviar la creciente presión internacional para que pusiera fin a una ocupación que duraba casi medio siglo. Sus ataques masivos contra la Franja de Gaza en el invierno de 2008-2009 (la Operación Plomo Fundido) y en 2012 (la Operación Pilar de Defensa), así como innumerables ataques individuales entre ambas operaciones y después, eran en este contexto ejercicios en los que el ejército israelí se dedicaba a «segar la hierba bajo los pies»: debilitando a Hamas y fortaleciendo sus poderes de disuasión. Como han demostrado el Informe Goldstone de 2009 y otras investigaciones, a menudo con un detalle insoportable, la hierba se compone mayoritariamente de civiles palestinos no combatientes, atacados de forma indiscriminada por el armamento de precisión de Israel.
El actual ataque de Israel contra la Franja de Gaza, que empezó el 6 de julio con fuerzas de tierra avanzando diez días después, intenta servir a la misma agenda. Las condiciones se fijaron el pasado abril. Las negociaciones en marcha durante nueve meses encallaron después de que el gobierno israelí renegara de su compromiso de liberar una cifra de presos palestinos encarcelados desde antes de los Acuerdos de Oslo de 1993, y terminaron cuando Netanyahu anunció que no iba a negociar más con Mahmud Abbas tas firmar éste un acuerdo de reconciliación con Hamas. En esta ocasión, en un fuerte comentario sin precedentes, el Secretario de Estado de EEUU, John Kerry, culpó explícitamente a Israel de la ruptura de las conversaciones. Su enviado especial, Martin Indyk, un lobista de carrera pro-Israel, culpó al insaciable apetito israelí por las tierras palestinas y a la continuada expansión de asentamientos, presentando su dimisión.
El reto que esto implica para Netanyahu es claro. Si incluso los estadounidenses están diciéndole al mundo que Israel no está interesado en la paz, quienes han invertido más directamente en un acuerdo de dos Estados -como la UE, que ha empezado a excluir de participar en acuerdos bilaterales a cualquier entidad israelí que actúe en el ocupado territorio palestino- pueden empezar a considerar otras formas de empujar a Israel hacia las fronteras de 1967. Las negociaciones para nada están totalmente diseñadas para proporcionar una tapadera política a la política israelí de anexiones progresivas. Ahora que han colapsado una vez más, el activo estratégico que es la opinión pública estadounidense puede empezar a preguntarse por qué el Congreso es más leal a Netanyahu que la Knesset israelí. Kerry se mostró serio en la necesidad de llegar un acuerdo global; adoptó casi todas las posiciones centrales de Israel y logró hacérselas tragar a Abbas. Sin embargo, Netanyahu siguió oponiéndose. Al negarse incluso a especificar las futuras fronteras israelíes-palestinas durante los nueves meses de las negociaciones, los dirigentes israelíes lanzaron en cambio una serie de acusaciones tan descabelladas contra Washington -fomentar el extremismo ayudando a los terroristas-, que a uno podría perdonársele por llegar a la conclusión de que el Congreso estaba financiando a Hamas, en vez de a Israel, por una suma de 3.000 millones de dólares al año.
Israel recibió otro golpe el 2 de junio, cuando se inauguró un nuevo gobierno de la Autoridad Palestina tras el acuerdo de reconciliación logrado en abril entre Hamas y Fatah. Hamas hizo suyo el nuevo gobierno a pesar de que no ocupaba ningún puesto en el gabinete y la composición del gobierno y el programa político no podían prácticamente distinguirse de los de su predecesor. Sin apenas protesta alguna por parte de los islamistas, Abbas proclamó repetida y abiertamente que el gobierno aceptaba las demandas del Cuarteto para Oriente Medio: reconocer a Israel, renunciar a la violencia y adherirse a los acuerdos del pasado. También anunció que las fuerzas de seguridad palestinas en Cisjordania iban a continuar con su colaboración con Israel en el área de la seguridad. Cuando tanto Washington como Bruselas señalaron su intención de cooperar con el nuevo gobierno, las alarmas empezaron a sonar en Israel. Sus habituales afirmaciones de que los negociadores palestinos hablaban sólo para ellos mismos -y, por tanto, demostraban ser incapaces de alcanzar ningún acuerdo- habían empezado a tambalearse: el liderazgo palestino podía ahora afirmar no sólo que representaba tanto a Cisjordania como a la Franja de Gaza sino también que habían cooptado a Hamas para que apoyara la solución negociada de los dos Estados, aunque no fuera en el conjunto del marco de Oslo. Había posibilidades de que pronto se incrementaran las presiones internacionales sobre Israel para que negociara seriamente con Abbas. El formaldehido estaba empezando a evaporarse.
En ese punto, Netanyahu se agarró a la desaparición en Cisjordania el 12 de junio de tres jóvenes israelíes como un hombre que se ahoga a un salvavidas. A pesar de las claras pruebas que las fuerzas de seguridad israelíes le presentaron de que los tres adolescentes estaban ya muertos y que no había pruebas hasta la fecha para implicar a Hamas, hizo directamente responsable a Hamas de los hechos y lanzó una «operación de rescate de rehenes» por toda Cisjordania. Fue realmente una masacre militar organizada. Incluyó el asesinato de al menos seis palestinos, ninguno de ellos acusado de estar implicado en la desaparición; arrestos masivos, entre ellos el arresto de los parlamentarios de Hamas y el nuevo encarcelamiento de los presos palestinos liberados en 2011; la demolición de un número de casas y el saqueo de otras; y toda una variedad de actos de depredación que Israel lleva puliendo hasta la perfección durante sus décadas de ocupación. Netanyahu improvisó una demagógica tormenta contra los palestinos y el consiguiente secuestro de un adolescente palestino, que fue quemado vivo en Jerusalén, no puede ni debe separarse de esta incitación.
Por su parte, Abbas no supo hacer frente a la operación israelí y ordenó a sus fuerzas de seguridad que continuaran cooperando con Israel contra Hamas. El acuerdo de reconciliación se veía sometido a graves presiones. En la noche del 6 de julio, un ataque aéreo israelí se saldó con la muerte de siete militantes de Hamas. Hamas respondió con sostenidos ataques de misiles que se adentraron en Israel, intensificándose mientras Israel lanzaba su embestida a gran escala. Durante el pasado año, Hamas estuvo en una posición precaria: había perdido su sede en Damasco y su estatuto preferencial en Irán como consecuencia de su negativa a apoyar abiertamente al régimen sirio, y tuvo que enfrentarse a niveles de hostilidad sin precedentes por parte del nuevo dictador militar de Egipto. La economía sostenida a partir de los túneles subterráneos entre Egipto y Gaza había sido sistemáticamente desmantelada por los egipcios, y por vez primera desde que se hizo con el control del territorio en 2007, no podía pagar con regularidad los salarios de decenas de miles de empleados del gobierno. El acuerdo de reconciliación con Fatah era su forma de canjear su programa político por su propia supervivencia: a cambio de ceder la arena política a Abbas, Hamas retendría indefinidamente el control de la Franja de Gaza, colocaba su sector público en nómina de la AP y podría volver a abrir el cruce fronterizo con Egipto.
Sin embargo, ese toma y daca en el que Hamas confiaba no llegó a materializarse y, según Nathan Thrall del International Crisis Group, «la vida en Gaza fue empeorando»: «La actual escalada», escribió, «es resultado directo de la decisión de Israel y Occidente de impedir la puesta en marcha del acuerdo de reconciliación palestino de abril de 2014». Por decirlo de otra forma, quienes dentro de Hamas vieron en la crisis una oportunidad para poner fin al régimen de Weissglass sacaron ventaja. Hasta ahora, parecen tener con ellos a la mayoría de la población, porque parecen preferir la muerte por F-16 que la muerte por formol.
Entre los aullidos mojigatos -que en esta ocasión incluyen a un pusilánime Cameron- acerca del derecho de Israel a la autodefensa, y frente al rechazo categórico del derecho equivalente de los palestinos, se pierde a menudo el aspecto fundamental de que se trata de un ataque ilegítimo. Como la abogada Noura Erakat ha argumentado convincentemente: «Para el Derecho Internacional, Israel no tiene derecho a la autodefensa contra el territorio palestino ocupado». Lisa Hajjar, de la Universidad de California, rechazó su argumento de que ya no ocupa la Franja de Gaza como una autogenerada «licencia para matar».
Una vez más, Israel está «segando la hierba» con impunidad, atacando a civiles no combatientes y destruyendo la infraestructura civil. Teniendo en cuenta que continúa insistiendo en que utiliza las armas más precisas de que dispone y que elige sus objetivos cuidadosamente, es imposible concluir que los objetivos no sean deliberados. Según las agencias de la ONU, más de las tres cuartas partes de los palestinos asesinados hasta ahora han sido civiles, y más de una cuarta parte niños. La mayoría atacados en sus propios hogares: no se les puede describir como daños colaterales bajo cualquier definición del término. Desde luego, los militantes palestinos han estado también atacando temerariamente centros de población israelíes, aunque sus ataques sólo han causado un muerto [en la fecha en que este artículo se escribió, tres actualmente]: un hombre que repartía caramelos entre los soldados que se disponían a pulverizar la Franja de Gaza. Human Rights Watch ha criticado a ambas partes pero, fiel a su costumbre, ha acusado de crímenes de guerra sólo a los palestinos.
[Este artículo ha aparecido también publicado en la London Review of Books.]
Mouin Rabbani es editor colaborador de Middle East Report y ha abordado ampliamente la problemática palestina y el conflicto israelí-palestino. Fue analista superior de Oriente Medio en el International Crisis Group. Con anterioridad, trabajó como Director de la sección de Palestina del Palestinian American Research Centre. Es también coeditor de Jadaliyya Ezine.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/18633/israel-mows-the-lawn