El Colectivo Al-Jumhuriya ha publicado un número especial sobre 2013, un año clave en los intentos de acabar con la revolución siria, por varias vías, y el año en que se produjo la matanza con armas químicas que acabó con la vida de más de 1.000 personas, cosan los observadores de la ONU en Damasco, a una veintena de kilómetros como máximo. Este texto es el testimonio de una de sus testigos, que lo comparte para evitar el silencio y el olvido asesinos.
«Tercer año de la revolución. Estoy en Saqba, tengo miedo estando en casa, cerca de la estación. Hemos intentado marcharnos de aquí, pero hemos fracasado en repetidas ocasiones. Ahora mismo, estoy escondida bajo la cama. Cada vez que reúno la valentía para salir de debajo de ella, me acerco a mi madre y la beso. Tengo miedo de que alguno de nosotros muera de repente. Tengo miedo de que a alguno de mis hermanos le pase algo. Mi amiga Muna ha muerto. No puedo creerlo. Quería ser profesora, le encantaban los niños… Dios mío».
El fragmento anterior pertenece al pequeño cuaderno en el que comencé a escribir tras la tragedia de las armas químicas, que acabó con la vida de miles de personas.
Llevo seis años intentando borrar su imagen de mi memoria, pero el rostro de mi amiga Muna sigue viniéndome a la mente cada poco para recordarme lo que le sucedió. Intento decirle: No te he olvidado, y no os olvidaré nunca. Su imagen se agolpa junto a las de otras personas conocidas que murieron asfixiadas el 21 de agosto de 2013 en la matanza de las armas químicas de Al-Ghuta oriental. Me siento muy pesada, como si llevara una gran losa sobre mi pecho, cada vez que intento recordar lo que vi y escuché.
Como testigo de aquella matanza, no tengo más que mi testimonio para contar. Fui parte de esa historia y cuando me di cuenta de que el silencio es otra herramienta para asesinar y seguir asesinando, intenté romper el muro del silencio y el miedo a un tiempo, para que creciera en mí la voluntad de contar la historia, por mucho miedo que tuviera.
En Saqba
Nos mudamos a vivir en Al-Ghuta oriental en 2009, aunque no sé muy bien qué nos trajo desde los confines del mundo a vivir allí, en concreto a Saqba, que se convertiría en el corazón y latido del mundo revolucionario en Al-Ghuta. Apenas contaba con treinta y seis mil habitantes antes de la revolución, por lo que era un municipio pequeño; sin embargo, era una de las más grandes ciudades dedicadas a la producción de muebles de todo tipo en Siria, un trabajo que suponía la fuente de ingresos principal para muchos de sus habitantes, además del cultivo de sus fértiles terrenos.
Al principio, no sentí que perteneciese a ese lugar. Lo sentía como un lugar angosto y a su gente extraña y muy distinta de las personas que vivían donde había nacido. No obstante, esas ideas y sentimientos se desvanecieron unos pocos meses después del inicio de la revolución. Saqba fue una de las primeras zonas de las que salieron las manifestaciones contrarias al régimen, y allí vivimos momentos muy bellos soñando con la libertad, la justicia y la venganza contra el opresor. Sentimos esa libertad durante días e incluso meses, y agradecí el golpe del destino que me había hecho parte de esa ciudad, una de sus hijas, testigo de la más maravillosa de las revoluciones, y del más atroz de los crímenes.
A los oriundos de Saqba, en concreto a las alumnas y profesores y profesoras del instituto de educación secundaria de Saqba, me unió un vínculo revolucionario que hizo que los sentimientos de nostalgia y de estar fuera de lugar se desvanecieran rápidamente. Tenía diecisiete años cuando salimos en las manifestaciones que organizábamos colectiva y clandestinamente. En aquel momento, no se trataba de simples concentraciones o gritos por el mero hecho de salir, sino que todos teníamos nuestra propia causa por la que manifestarnos: desde Nur, cuyo padre había sido detenido por el régimen, hasta Manal, que había tenido que pagar parte de la responsabilidad de sus dos hermanos, que se habían unido al Ejército Sirio Libre prácticamente desde sus inicios, a finales de 2011.
Recuerdo cómo nació en nuestras mentes la idea en la clase de Educación Nacional, a la que dejamos de asistir y que nos negamos a estudiar, además de no escuchar a la profesora, que sabíamos que apoyaba al régimen. Algunas de las jóvenes comenzaron a dibujar caricaturas y pegarlas en las paredes de las aulas, pero nuestras actividades no recibieron apoyo de la directora de la escuela, que incluso nos castigó a muchas e intentó prohibirnos que saliéramos en las manifestaciones. No sé si su postura era producto del miedo que sentía por nosotras o de su rechazo a la idea misma de revolución. No puedo saberlo, pero lo que recuerdo es que salimos en manifestaciones en que se elevaron las voces de las alumnas de secundaria y que cogí la mano de mi amiga Muna y salimos de la escuela en una manifestación que llegó hasta la plaza de la Asamblea. Después nos separamos, temerosas por nuestras familias, o por miedo a que nos sorprendiera un misil o nos asaltaran los servicios de seguridad del régimen que, al no poder ya moverse con libertad por el municipio revolucionario, recurrían a asaltos sorpresa con apoyo del ejército. Finalmente, tras el amplio despliegue del Ejército Sirio Libre en Saqba y sus alrededores, dejaron de poder ejecutar este tipo de asaltos.
La vida se volvió mucho más dura después de eso debido a los continuos bombardeos de los aviones y los Scud. También cabe señalar la matanza que cometió el avión MiG del régimen el 18 de noviembre de 2012, que se saldó con la vida de decenas de habitantes de Saqba y el derrumbe de ocho edificios sobre las cabezas de sus habitantes. Esa imagen es una de las más violentas que se mantienen más firmes en mi memoria. Fueron días repletos de horror, miseria y pérdida de vidas, y de esos momentos en que el ser humano siente que va a marcharse de este mundo: «Me va a volar la cabeza, me va a estallar el corazón, van a volar todos mis restos y me voy a disolver; quedarán solo mis huesos». Esa fue la visión más atroz que me persiguió durante los últimos meses de mi estancia en Saqba, que abandoné, como abandoné toda Al-Ghuta oriental, gracias a un milagro del cielo en noviembre de 2013; es decir, dos meses después de la matanza química. Allí dejé nuestra casa, a nuestra familia y a nuestros seres queridos, que había reunido la tierra, y otros que morirían víctimas de los bombardeos, el hambre o el asedio. Dejé tras de mí un mundo que seguiría luchando hasta el último suspiro.
La matanza con el avión MiG era, en mi opinión, la más violenta y salvaje que había cometido el régimen, pues ¿hay algo más salvaje que la caída repentina de un edificio sobre las cabezas de sus habitantes? Eso me decía, hasta que llegó la matanza química, que me hizo entender que podía producirse un salvajismo mucho mayor del que la mente podía imaginar.
El jueves fatídico
Durante los días previos a la matanza, se produjo un aumento de los bombardeos sobre Al-Ghuta oriental, especialmente en Zamalke, Jobar, Saqba y Ain Turma. Las facciones opositoras dijeron que estaban haciendo frente a los intentos de avance del régimen, que pretendía desmembrar Al-Ghuta. Los frentes ardían y la situación humanitaria en Saqba se deterioraba poco a poco, debido a los cortes de electricidad y las comunicaciones, la extrema falta de alimentos y medicinas y el aumento de los precios, especialmente después de que el régimen bombardeara intencionadamente los hornos de pan de Al-Ghuta oriental, convirtiendo las bolsas de pan en un sueño casi inalcanzable para muchas familias.
Nos acostumbramos a cosas a las que pensábamos que el ser humano no podía acostumbrarse. A quien se escondía en los refugios de Al-Ghuta oriental y había probado el sabor de la amargura y el hambre no le parecía raro que cualquier día llegara un misil lleno de materias químicas.
No eran ni las cinco de la mañana y estábamos intentando dormir. Saqba estaba envuelta en el ruido de los misiles y los aviones que la sobrevolaban, en el ruido de los disparos cuyo eco atravesaba las paredes de nuestra casa. Escuchamos la voz de mi padre, gritando bien alto, nos apresuramos al exterior y lo encontramos con un aspecto agitado y con la respiración entrecortada. Ni su retórica lingüística ni sus frases habitualmente bien construidas le sirvieron para explicar lo que sucedía. Solo era capaz de decir: «Han muerto asfixiados, vamos a morir todos, ese criminal…» Finalmente, completó la frase: «Están aniquilando Zamalke».
Aún no teníamos una imagen completa de la situación. Solo escuchábamos cosas sobre personas que morían de forma extraña y escuchábamos los movimientos habituales que se producían durante los bombardeos, para retirar los cuerpos de los mártires y salvar a quien se pudiera. Unas pocas horas después supimos que el régimen había lanzado misiles cuyas cabezas llevaban carga química sobre algunas zonas de Al-Ghuta oriental, especialmente en Zamalke y algunos puntos de Ain Turma.
No podíamos determinar qué había que hacer en una situación así: ¿esperábamos a la muerte, que parecía segura e inevitable, gritábamos o corríamos a ayudar? Escuché a un hombre mayor decir: «Saqba es la siguiente, nos vamos a asfixiar como animales, ¿quién va a preguntar por nosotros? Ni EEUU, ni…»
Sus palabras siguieron resonando en mis oídos. Mi madre me dice que abandoné la vida durante unos instantes cuando mi semblante y mis labios se volvieron azulados y se me heló la sangre; sin embargo, volví a ella después. A día de hoy, sigo sin saber qué me hizo aferrarme con tanta fuerza a la vida, a pesar de lo miserable que era. No había electricidad, ni televisión: estábamos totalmente aislados del mundo, hasta que algunos amigos de mi padre nos vinieron a contar lo que había sucedido. Uno de ellos nos dijo, con los ojos inundados en lágrimas: «Vestíos, queridos… Vestíos». Estábamos vestidos, claro, pero se refería a que nos pusiéramos la ropa con la que íbamos a presentarnos ante nuestro señor.
Hicimos nuestras abluciones, nos vestimos y por encima nos pusimos la ropa para rezar.
Me senté con mi familia, algunos parientes cercanos y los vecinos en un ambiente de absoluto aturdimiento e impotencia. Podíamos escuchar los ruidos que venían de fuera: las sirenas de las ambulancias, las voces de los hombres reunidos en cada esquina, las distintas historias que cada uno contaba a su paso.
Recuerdo bien la cara de nuestra vecina del bajo, cuando cogió a su hija de la mano, junto con la comida que pudieran necesitar, y subió a la azotea para vigilar el cielo desde lejos. Era como si el peso y el salvajismo del mundo entero estuvieran en su rostro, como si hubiera perdido toda esperanza. Nos dijo: «No podré soportar ver a mi hija luchando por vivir y temblando. Si sucede, nos lanzaré a ella y a mí misma desde esta azotea».
No éramos conscientes de la tragedia a pesar de todo lo que estábamos escuchando, hasta que la vimos en la pantalla del móvil. Grabar era una dura misión en ese momento, en el que no había redes de comunicaciones ni suficiente electricidad para cargar los aparatos continuamente. Enviar los vídeos por medio del Bluetooth era muy lento.
El tío Abu Fadi, que trabajaba en un hospital de campaña en Hammuriya, fue uno de esos amigos que vinieron a nuestra casa. No había ido a Zamalke, pero nos contó que había recibido cientos de casos de asfixia que procedían de las zonas que habían sido bombardeadas. Las zonas de Al-Ghuta habían quedado unidas por un vínculo de sufrimiento, injusticia, hambre, pérdida de seres queridos y el haberse acostumbrado a la muerte. Nos despedíamos cada día con el miedo a que fuera el último. Los centros médicos de Arbin, Hammuriya, Duma y Saqba acogían a miles de afectados por el gas sarín, que habían sido trasladados en coches desde Zamalke y Ain Turma.
Muchos de ellos no lograron sobrevivir y los que lo hicieron, debían mantenerse en observación para reducir los efectos de la inhalación del sarín asesino. Sin embargo, la espantosa situación no permitía mantenerlos en observación pues el volumen de la tragedia superaba las capacidades de los centros médicos de Al-Ghuta. Abu FAdi decía: «Os juro por Dios que parecen mataderos: los coches se llenan de personas en Zamalke, nos los lanzan y se marchan para traer a más».
Los centros médicos de Al-Ghuta no estaban equipados para ese tipo de casos. Había escasez y, en ocasiones, directamente no había ninguna inyección de atropina ni los ventiladores necesarios para los afectados por el sarín. Lo máximo que podía hacerse en muchos casos era practicar primeros auxilios para intentar reducir el efecto del gas inhalado, como echar agua sobre los afectados y ponerles cebolla en la nariz. Esas medidas sirvieron para salvar muchas vidas, para las que la muerte, tal vez, habría sido más misericordiosa, como el anciano cuya familia entera, incluidos sus seis nietos, habían muerto, quedando él solo vivo después de quedarse ciego.
Escuchamos el testimonio de uno de los que habían sobrevivido de milagro, cuando iba con un equipo médico conformado por un conductor y cuatro técnicos de emergencias a uno de los puntos atacados justo después del ataque. Tres de ellos murieron por inhalación del gas venenoso y solo quedaron dos: él y otro. Nos habló de cientos de niños que no se habían despertado esa noche de su profundo sueño, de ancianos cuyos cadáveres habían sido retirados y que habían muerto de rodillas sobre sus alfombras de rezo, de madres que intentaron llevar a sus hijos corriendo a los pisos más altos para respirar aire, pero a quienes la muerte había sorprendido y les había secuestrado la vida. Nos habló de un día que parecía el Juicio Final en el que la gente corría hacia los caminos oscuros y caían de golpe como hojas de árboles sobre las aceras y las calles y de rescatadores que no lograban ni salvarse a sí mismos.
Los cementerios de Saqba no eran lo suficientemente amplios para todos los mártires que fueron trasladados para intentar auxiliarlos y que acabaron muriendo. Los niños de identidad desconocida eran muchos más que los que fueron enterrados junto a sus familias. Muchos fueron enterrados sin nombre ni identidad porque nadie los conocía. Por eso, les pusieron números en vez de nombres: la niña número 1, el niño número 3.
Las ventanas de las casas de casi todos los barrios de Saqba se mantuvieron cerradas durante muchas noches y los días vinieron cargados de nervios que nos hacían odiarlo todo: a nosotros mismos, al aire que respirábamos y al agua que bebíamos. Todo nos recordaba a los detalles de aquella horrible matanza; pero, a pesar de todo ello, la solidaridad que traspasaba las fronteras de la destrucción, el asesinato y la impotencia se mantenía presente, y las gargantas volvieron a gritar a los pocos días en las manifestaciones que salieron en Saqba condenando la matanza.
El miedo lo dominó todo durante los días siguientes a la matanza. No teníamos miedo de la muerte, sino que teníamos más bien miedo de convertirnos en cadáveres desconocidos. Todo el mundo pensaba en voz alta: ¿dónde me enterrarán? ¿A qué centro me trasladarán? ¿Quedará alguien para las tareas de salvamento en cualquier caso? Muchos pensaron en abandonar la zona, pero era extremadamente difícil y cercano al suicidio, debido a los bombardeos y las batallas que se libraban en los frentes de Al-Ghuta.
Nuestros corazones quedaron ensombrecidos por el miedo a lo desconocido y los días los dedicábamos a aprender a resistir ante la muerte y ante el gas salvaje que esperábamos, aunque temíamos que nos sorprendiera. Había rumores sobre indicios que apuntaban a que iban a acabar con lo que quedaba de Al-Ghuta oriental debido a la alegría y celebraciones de los miembros del ejército de Asad y sus partidarios cuando supieron que habían logrado matar a miles de personas. Ese tipo de noticias nos hicieron convencernos más de que se estaba preparando un nuevo bombardeo químico contra las zonas restantes, especialmente cuando supimos que nadie iba a castigar al régimen por haber traspasado las líneas rojas que había trazado Obama. Todos los llamamientos y las esperanzas que habíamos construido en nuestro interior se desvanecieron y comenzamos a entrenarnos sobre cómo recibir el castigo que pudiera infligirnos el régimen salvaje.
Muchas de las casas en los pisos más altos abrieron sus puertas a los habitantes de los sótanos y los bajos, después de todo lo que habíamos escuchado, y nuestras casas se llenaron de mascarillas protectoras, cebolla, vinagre y una fórmula cuyos ingredientes no recuerdo bien, pero que era una mezcla de vinagre y otras sustancias que hay en todas las casas. Los encargados de las tareas de rescate nos enseñaron cómo frenar los efectos del gas venenoso y cómo atender a una persona que estuviera sufriendo un ataque con algunos primeros auxilios que pudieran resultar útiles.
Por otro lado, nos unimos mucho más al enfrentarnos al fantasma de la muerte, tras el fatídico suceso. Las mujeres dejaron de dormir con camisón y comenzaron a hacerlo con la cabeza cubierta, preparadas para ver a Dios en cualquier momento. Recuerdo bien las plegarias de la gente, pidiendo a Dios que fuera una muerte clemente: sangre y no asfixia, sangre y no ver a los niños con nuestros propios ojos temblando y estremeciéndose. Rogaban a Dios morir a causa de un proyectil o un misil que no dejara a nadie con vida. Quizá no sea creíble, pero ese era el tipo de plegarias que se repetían con frecuencia.
Hoy escribo sobre una herida que sigue sangrando en el alma y la memoria, que emite estertores que se parecen a mis suspiros de aquellos días, mientras pienso en todos los que murieron asfixiados cerca de mí. Escribo a Muna, mi compañera de la escuela y los bancos de madera, escribo cada letra en honor a ella, su alma y sus sueños, que se enterraron junto a ella. Escribo a la valentía que aprendí de ella y a todas las víctimas de la horrible matanza. Escribo para que el olvido no se cuele en mi memoria, cargada de desgracias, para que no olvidemos al criminal ni los crímenes que ha cometido.
Fuente original: Traducciones de la revolución siria