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Si se quiere que sobreviva la democracia, laicismo

Fuentes: Rebelión

«Las posesiones más sagradas e inviolables de las personas humanas son su mente y su conciencia, que le permiten percibir la verdad, elegir con libertad y existir.»

(Charles Habib Malik, filósofo libanés responsable de la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.)

La nostalgia que me ha inoculado el comienzo del nuevo curso me ha hecho caer en la cuenta de que el julio pasado se cumplió el cuadragésimo aniversario de la publicación en el BOE de la primera ley en materia de educación de la democracia. Fue promovida por el primer gobierno socialista de Felipe González entrando en vigor el 3 de julio de 1985. El hecho de que la efeméride haya pasado sin pena ni gloria demuestra la poca importancia que le damos a la educación en nuestro país.

Desde aquella ley, la LOGSE en 1990, la LOPEG en 1995, la LOCE en 2002, la LOE de 2006, la LOMCE en 2013 y la LOMLOE de hace cinco años –además de otras normas de aplicación a la Formación Profesional– han sido promulgadas a golpe de vaivén político. Un trastorno –casi una pesadilla– para los docentes, familias y alumnado que refleja el desnorte de nuestros dirigentes políticos en lo que a educación se refiere, así como la imposibilidad de alcanzar un consenso en esta materia (y en todas, visto lo visto). Ello ha asegurado una permanente inseguridad a una institución que requiere estabilidad y continuidad para dar sus frutos.

Los diseños curriculares sufrieron modificaciones una y otra vez con la aprobación de cada una de las leyes, algo que afectó particularmente a las asignaturas de filosofía llegando a desaparecer algunas de ellas; pero la presencia de la religión (católica) nunca corrió peligro en democracia. Su perennidad en la escuela desde que el infante prácticamente abandona su condición de bebé ha obligado, por aquello del “Estado aconfesional” que dice nuestra Constitución de 1978 maniatada convenientemente por los Acuerdos firmados un año después con la Santa Sede, a disimular con la presencia de una asignatura alternativa de naturaleza convenientemente dúctil. Es como si se le siguiese reconociendo a la religión un papel de instructora moral de las conciencias que, dada su opcionalidad curricular, exige de un equivalente laico para no dejar a ningún ciudadano en ciernes en el limbo de la amoralidad. Este ha sido tradicionalmente el papel suplente de la “Ética” como asignatura alternativa a la de Religión.

Durante años esta fue la situación de equilibrio consentido (por los sectores más conservadores) que se mantuvo hasta la irrupción de la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, asignatura obligatoria para todo el alumnado, hubiese escogido la Religión o su alternativa. Fue en 2006, cuando se aprobó la Ley Orgánica de Educación (LOE) a propuesta del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Entonces, la reacción desde los sectores más conservadores fue tan inmediata como furibunda: ah, no, eso sí que no; ¿adoctrinar para la ciudadanía democrática en valores al margen de y en competencia con la religión, valores que hunden sus raíces en ideales históricamente defendidos por el pensamiento progresista, y que tienen por fundamento la crítica libre frente a las instancias de poder? Esto es inaceptable. Es lo que vinieron a replicar airadamente los que desde el minuto uno se opusieron a la implantación de la susodicha asignatura. Al parecer de los voceros de este movimiento escandalosamente discrepante el adoctrinamiento era, y debía seguir siendo, privilegio exclusivo de la Iglesia Católica a través de sus catequistas enquistados en el sistema público de educación, eso sí, debidamente pagados con el dinero de todos –creyentes y no creyentes– pero escogidos arbitrariamente por el jerarca clerical de turno. La instauración de una educación dirigida a la formación de una ciudadanía a la altura de las exigencias de un Estado democrático como el nuestro se consideraba una injerencia del gobierno en la formación moral de los hijos, vulnerando el derecho de los padres a educarlos según sus propias convicciones. La Conferencia Episcopal Española apuntó en su día a que esta asignatura impone un «itinerario moral» estatal, en lugar de permitir que sea la familia la que decida esa formación (los valores se aprenden en casa, como vino a decir Isabel Díaz Ayuso en un tuit de los suyos, para quitarle toda potestad de formación ética a la escuela; y la religión también se aprende en casa, no en la escuela, tendría que haber proclamado en congruencia). Aquí está el origen de lo que, con el correr de los años y la abierta eclosión de la batalla ideológica activada por la ultraderecha, dio en denominarse el “pin parental”, plasmación surrealista de ese derecho sacrosanto de los progenitores a proteger las tiernas mentes de su prole frente al lavado de cerebro woke perpetrado por el Estado; mi hijo, mi doctrina, sería el lema de los rebeldes.

Tengo que confesar que yo no fui en su momento un defensor de la asignatura en cuestión. No creo en la capacidad de educar en valores desde la teoría; y mucho menos creo en el adoctrinamiento ético-político. Sí creo en el conocimiento, que incluye necesariamente el desarrollo del pensamiento crítico; sin este no cabe aquel. El conocimiento lleva intrínseco el compromiso ético con la verdad (pues es su valor supremo), la libertad de pensamiento, el debate argumentado y el sometimiento a un riguroso análisis racional de las creencias que de por sí supone el desarrollo de una cierta virtud moral (o cualidad que orienta el comportamiento del sujeto hacia la realización del bien).

Convertirse en un sacerdote laico que elogia ante sus alumnos las bondades del sistema democrático, como si fuese una especie de buena nueva celestial que hay que abrazar sin reservas es cuando menos deshonesto y solo puede conducir al cinismo. Fue precisamente de este peligro que advirtió el filósofo británico Bertrand Russell en su ensayo de hace un siglo titulado Las funciones de un maestro: «Se enseña a los jóvenes una especie de relato modelo sobre cómo se supone que deben conducirse los asuntos públicos, y se les aleja cuidadosamente de todo conocimiento acerca de cómo se conducen en realidad. Cuando los jóvenes crecen y descubren la verdad, el resultado es con frecuencia un completo cinismo en el que se pierden todos los ideales públicos.» Este ciertamente es el efecto contraproducente que yo he detectado entre los más jóvenes las pocas ocasiones que me ha tocado en suerte impartir la Educación para la Ciudadanía; porque, como advierte Russell, se prima el “relato modelo” sobre el conocimiento de la realidad, sacrificando la verdad y con ella debilitando la virtud cívica. ¿Cómo evitar caer en la peguntosa ciénaga de ese cinismo ignominioso siendo testigo de la deriva que está tomando nuestro mundo de un tiempo a esta parte con la prevalencia sangrante de la ley del más fuerte?

Ahora bien, ¿quiere esto decir que es mejor renunciar a cualquier posicionamiento ético a la hora de conformar un cierto talante cívico? ¿Vale cualquier propuesta moral que tenga repercusión sobre el comportamiento público negando la existencia de ciertos límites éticos objetivables en un Estado democrático? ¿Hay que rechazar la definición y enseñanza de tales límites por parte de la institución educativa por considerarlos una injerencia del gobierno en la conformación de las conciencias de los escolares? Todas preguntas que no tienen respuesta satisfactoria desde ninguna moral al uso –casi todas de inspiración religiosa– y que exigen que elevemos nuestra reflexión al nivel de la ética.

De nuevo Russell puede servirnos de ayuda para dar respuesta a estas cuestiones. En el mismo ensayo citado encontramos estas palabras suyas: «Por encima de todo, lo que un maestro debe tratar de producir en sus discípulos, si se quiere que sobreviva la democracia, es la clase de tolerancia que surge de un intento de comprender a los que son distintos de nosotros». Se señala en estas frases un fin supremo a cuyo logro está supeditado el ejercicio de la docencia, a saber, la preservación de la democracia («si se quiere que sobreviva la democracia»). En la presente coyuntura histórica, cuando se llama la atención sobre la existencia de democracias iliberales y son innegables los síntomas de una deriva autoritaria incluso en países de bien arraigada tradición democrática –el caso de Estado Unidos seguramente es el más llamativo– resulta más necesario que nunca subrayar el núcleo ético de la democracia, que consiste justamente en lo que señala Russell en su texto: comprender a los que son distintos de nosotros.

Es este núcleo ético de la democracia precisamente el que tiene en la laicidad un ingrediente imprescindible. Sobre la laicidad se ha promovido interesadamente una idea deformadora desde ciertos sectores criptoautoritarios (en verdad antidemocráticos) que, haciendo un uso dialéctico de la falacia del hombre de paja, pretenden arrebatarle su fundamento ético. Así, se identifica laicidad con la negación de la religión, y el laicismo –que es el movimiento que promueve la laicidad–, con la promoción de un mundo nihilista, vacío de valores y sentido trascendente. Su efecto, lejos de ser inspirador de un comportamiento virtuoso, sería eminentemente destructivo de todo aquello que permite al ser humano dotar a su vida de un propósito benéfico.

El laicismo, en verdad, es intrínseco al humanismo y a la democracia, que es la traslación al dominio de la política de los valores humanistas éticamente superiores, por ser universales, a los particulares de cada religión. Su universalidad reside en la comprensión de las diferencias y la armonización de las mismas en una convivencia que apela a nuestra fundamental semejanza en tanto que miembros de la misma especie y, consecuentemente, iguales en dignidad. Gracias a ella somos capaces de comprender las necesidades y anhelos de los otros, colaborar con ellos y aprender de todos. Justamente sobre esta base se erige la Declaración Universal de los Derechos Humanos de inspiración obviamente laicista; y como tal el producto del esfuerzo de una reflexión ética impuesta por la atroz lección de la historia de la primera mitad del siglo pasado.

Como advierte la académica norteamericana Amy Gutman en su libro La identidad en democracia: «el respeto por las personas implica no respetar la tiranía que ejercen las mayorías o las minorías culturales y no considerar a las culturas como todos homogéneos». En nuestra época actual en la que la cuestión de las identidades se ha convertido en un foco crónico de tensión no solo social sino también política el laicismo tiene por absolutamente normales las identidades híbridas y múltiples, pues estas son las únicas realmente existentes; las puras son entelequias tóxicas. De este modo es compatible el respeto a las diferencias culturales con la convivencia social y política ajustada a un código ético seglar definido por el interés ciudadano común. Este es el que eleva valores tales como la verdad, la justicia, la libertad, la igualdad, la compasión, por encima de los dogmas y rituales particulares de cada confesión religiosa. Esta es la jerarquía ética que debe imperar en cualquier democracia moderna que se precie de serlo. A fin de cuentas se trata de escoger entre lo universal y lo uniforme, dos categorías cuya confrontación explica en gran medida las tensiones políticas actuales de las que somos testigos y sufridores a partes iguales. Obviamente el laicismo apuesta por la primera de ellas salvaguardando la libertad de conciencia y de pensamiento del individuo frente a la supervivencia a cualquier precio de ciertos grupos o tradiciones culturales convertidas en fetiches etnocéntricos.

El laicismo comporta una actitud autocrítica por su propia naturaleza racionalista y su arraigo histórico en la Ilustración que le otorga una mayor validez a su código ético, pues lo somete a permanente escrutinio y al sano debate que le tiene que mantener siempre lejos del dogmatismo y vigilante frente al más mínimo asomo de fanatismo. Cuando se den conflictos de convivencia y polémicas morales es razonable, pues, que el código de conducta laico se sobreponga a la doctrina religiosa. Esta es la justificación de que el entramado institucional del Estado democrático –que incluye sus leyes; también las relativas a la educación– se articule para velar por la laicidad efectiva en el dominio de la política.

El laicismo exige autonomía moral y de pensamiento, y un compromiso con el cuidado de la calidad democrática, pues solo las instituciones democráticas pueden garantizar las condiciones que permiten el ejercicio pleno de tal autonomía, el cual a su vez fortalece la salud de la democracia. Se trata de un círculo ético virtuoso cuyo centro es el bienestar humano. Este es el fin supremo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.