«Si ha habido una actividad en que las mujeres hayan participado ininterrumpidamente desde la Historia, esa ha sido la agricultura».
Teresa Pilán, La mujer en la agricultura, “Levante. El Mercantil Valenciano”, 29/7//2009
¿Una mujer inventó la agricultura? ¿Por qué no? Es muy posible que en un pasado remoto, mientras el hombre se dedicaba a la caza, la mujer descubriera la posibilidad de obtener alimentos a través de la agricultura. Más tarde, cuando la tierra demostró que era fértil para alimentar muchas bocas, el hombre iría alternando el tiempo entre la caza y el cultivo.
Resulta evidente que el papel de la mujer en el desarrollo agrícola y rural ha sido fundamental, tanto en España como en el resto de países del mundo. ¿Alguien puede negarlo? Desde los albores de la historia, la mujer ha participado en el sostén de la casa y de la prole recolectando primero, y cosechando y laborando la tierra después. Tradicionalmente, la historia ha relegado a las mujeres a un segundo plano, y en mayor medida en los sectores considerados «masculinos». En el caso de la agricultura, el esfuerzo por parte de las mujeres para hacer visible su participación ha tenido que ser todavía mayor; aunque ha habido períodos en los que este papel ha sido reconocido, e incluso potenciado, por los estados más avanzados. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, el papel de la mujer labradora se consideraba fundamental para el desarrollo de la población campesina, tanto a nivel económico como a nivel moral, por eso una de las principales preocupaciones de la sociedad europea del momento era formarlas profesionalmente. En el II Congreso Internacional de Agricultura celebrado en La Haya en 1891, y también en el III Congreso celebrado en Bruselas en 1895, se concluyó que interesaba potenciar «el desarrollo de la enseñanza profesional agrícola para las mujeres, multiplicando las escuelas doméstico-agrícolas». [1]
Pero aunque consideremos que la hipótesis de que la agricultura fue una invención femenina está bien fundamentada, no hay duda de que, una vez asentada, esta se convirtió en tarea de toda la familia, pues las duras condiciones de vida así lo exigían. En las economías de subsistencia y autoconsumo se producía casi prácticamente todo lo que se necesitaba consumir.
La dieta de las familias campesinas se caracterizaba por un alto consumo de legumbres y productos de producción propia, la carne escaseaba. El pescado formaba parte importante de la alimentación en las zonas costeras o próximas a ríos. El cuidado de los hijos pequeños ocupaba gran parte del tiempo femenino, aunque las mujeres más mayores, abuelas, tías, y las niñas algo crecidas, ayudaban en esa tarea. El trabajo doméstico y el agrario o las manufacturas se entrelazaban en una continuidad, se trabajaba dentro y fuera del hogar. En aquella época, las labores domésticas comportaban un nivel de complejidad muy elevado; en primer lugar, debido substancialmente a las pobres y humildes condiciones de las casas y, en segundo lugar, porque en el hogar se hacía desde el jabón, hasta alimentos como el pan. Todo este trabajo ¿era reconocido por alguien?
La mujer era una figura tradicional del trabajo agrario especialmente en época de siembra o recolección: también en tareas tales como la escarda, el pastoreo, la recogida de aceitunas o la vendimia. Pero ella no solo participaba en las labores agrarias en el seno de la familia; en ocasiones era asalariada o incluso propietaria de tierras. Frecuentemente desempeñaba sus tareas en calidad de ayuda familiar, cerca de la casa, por ejemplo en el cuidado de los animales domésticos, en el cultivo del huerto, lo cual alternaba con el tiempo dedicado a la atención de la familia (niños, marido, abuelos, enfermos). Tanto en invierno como en verano, el cuidado de la huerta era una labor tradicional de las mujeres para obtener verduras destinadas al autoconsumo. El hecho de plantar, cultivar y recoger las verduras del terreno se consideraba una tarea femenina. Al tiempo, la mujer elaboraba productos para el consumo doméstico, ya fueran embutidos derivados del cerdo o conservas de verduras y frutas en las zonas donde la agricultura tenía un carácter más tradicional. La mujer campesina sacaba partido de los productos que cultivaba en el huerto de casa. Esta mezcla de espacios, el del trabajo doméstico y el de la tierra, contribuía sin duda a la subvaloración del trabajo femenino; en definitiva, lo hacía invisible.
Tradicionalmente, en las zonas rurales el trabajo de los campos dio ocupación a muchas mujeres. Sin embargo, y esto es importante de resaltar: en las estadísticas no figuraron nunca como población activa. Se trataba, una vez más, de un trabajo complementario al del marido, desarrollado en períodos de siega y recolección o centrado en el cuidado del ganado. Estas actividades contaban con una mayor presencia femenina en aquellas zonas donde las explotaciones tenían un carácter familiar, como Galicia, Pero también había muchas mujeres jornaleras que cumplían las tareas de sustitución o complemento de la plantilla de forma asalariada en tiempos de recolección o vendimia. Si era posible obtener un excedente sobre las necesidades familiares, se destinaba a la venta. Frecuentemente, la comercialización de los productos cosechados en el campo recaía en las mujeres, que los vendían en puestos de los mercados callejeros o en los propios domicilios. Esta actividad representaba para ellas una fuente directa de ingresos.
Es evidente que, en muchos casos, para las mujeres el trabajo en el campo era lo más importante, por lo que resultaba secundario que la casa no estuviera impecable. A veces, cuando había niños pequeños, a la hora de sembrar se los llevaban al campo, y con ellos, la comida o la merienda; o bien se dejaban los hijos a cargo de una vecina. Pero lo más frecuente era confiarlos a las abuelas. La aportación del trabajo de la mujer agricultora en los años cruciales de la crianza de los hijos no se puede explicar sin la ayuda que existía entonces gracias al tipo de familia de la época, con lazos muy fuertes aun cuando no se conviviera en la misma vivienda.
En el campo, todas las horas de la luz del día se aprovechaban para trabajar. Como durante el estío el día era mucho más largo y es cuando había mucha más tarea, todas las horas parecían pocas. Pero ese trabajo no eximía a las mujeres de intentar adaptar la jornada laboral en el campo a los horarios del marido y de los hijos, sobre todo para poder tener preparada la comida a unas horas determinadas.
Respecto a los instrumentos de trabajo, a principios del siglo veinte todavía se usaban rastras, hoces, trillos y arados de lo más antiguo. La ropa que se utilizaba también era de lo más tradicional. En invierno, cuando el sol declinaba, los campesinos se abrigaban con trajes de pana negra; las campesinas lo hacían con mantones, también negros. Cogiendo un extremo del manto y llevándolo hasta cubrir un hombro, quedaba un hueco en el cual podían llevar a sus bebés y ocupar las manos en otros menesteres. Estas mujeres, con sus largos sayos y vestidos y las cabezas tapadas, constituyen una imagen ancestral del campo español. ¡Y ellas han hecho historia!
Las penurias cotidianas de aquellas épocas las aliviaban las redes comunitarias y familiares, ya se ha dicho antes. A falta de apoyos institucionales, en caso de mala salud, de quedarse sin trabajo, de sequía, etc. los parientes trabajadores o los amigos de la familia ofrecían ayuda. Pero cuando el laboreo de la tierra no era suficiente para sostener la economía familiar, muchas mujeres se veían obligadas a emigrar para trabajar en la confección y el servicio doméstico.
Un mirada a las condiciones de vida de las mujeres rurales canarias
Situémonos ahora en la isla de Lanzarote a comienzos del siglo XX. El sistema político que imperaba en la isla estaba marcado por una red de caciques. La política estaba viciada por un caciquismo feroz. El aparente éxito electoral era siempre más importante que la participación social y la limpieza del sufragio; coacciones, compra de voluntades, falsificación de actas… eran formas habituales de conducir el proceso electoral. Esta situación se veía favorecida por las altas tasas de analfabetismo.
Las mujeres canarias del mundo rural han resultado siempre imprescindibles en la evolución de la vida cotidiana. Al tiempo, ellas han sido los pilares básicos en la familia. Siempre supieron sobreponerse a las adversidades, a las malas cosechas y a las ausencias del marido. Las campesinas, mujeres señeras en las islas, aprendían desde pequeñas que la meta de su vida era cumplir con los deberes de esposa y madre en el ámbito del hogar, además de colaborar en los trabajo del campo. Gran parte de su vida la ocupaban sembrando, cuidando los cultivos, recogiendo la cosecha o atendiendo a los animales.
En el mundo rural las mujeres canarias han trabajado siempre, aunque a veces su trabajo no ha sido compensado. Si lo hacían en propiedades familiares carecían de salario, por lo que esto era considerado simplemente una ayuda a tiempo parcial. Estos pretextos han provocado el encubrimiento de una larga jornada laboral con numerosas tareas agrícolas y ganaderas, o destinada a la elaboración de productos alimentarios y artesanos.
Cuando el marido se veía obligado a emigrar, la responsabilidad que las mujeres tenían que asumir era mucho mayor. Se quedaban al frente de la familia y del trabajo agrícola. La situación de olvido o abandono las obligaba a ejercer funciones de cabeza de familia, supliendo las ausencias del progenitor. La carencia de hombres en la actividad productiva, que solía darse con frecuencia, movilizó a la mujer: ella segó el trigo, cogió el arado para sembrar los campos, cuidó las yuntas y otros animales, serró madera, destejó, construyó muros. Con más protagonismo, es notorio, este modelo se reprodujo en el caso de las mujeres viudas. Pero las féminas rurales, como la generalidad de las canarias, tuvieron un espacio de actuación muy restringido. Estuvieron ausentes de la vida pública y su función se limitó a cuidado del hogar y la familia. De nuevo se ha de reconocer que permanecieron en la invisibilidad. Con un índice de analfabetismo altísimo a principios de siglo, casi del 90 %, sufrieron la marginación social. Quedaban excluidas de los actos, reuniones y diversiones, pues debían mantener el recato y una conducta intachable para evitar ser censuradas. Eran mujeres multiocupadas, que a veces trabajaban como peonas por un bajo salario, equivalente a la «mitad» del que cobraban los hombres. Su trabajo, considerado auxiliar, se infravaloraba. Las féminas de Lanzarote y Fuerteventura tenían un problema añadido: la falta de agua. Aquellos y aquellas que se quedaron, que se negaron a hacerlo o no pudieron emigrar, que aguantaron estoicamente los avatares de las sequías y lograron sobrevivir, lo hicieron gracias a que desarrollaron una verdadera ciencia de cómo encontrar agua. La necesidad agudizó el ingenio y el canario de todas las islas aprendió a cómo captar el agua que, efímera y a trompicones, corría por los barrancos antes de que se perdiera en el mar. Así nacieron los grandes inventos hidráulicos de los que este archipiélago es una verdadera escuela: las gavias, las maretas, los nateros, los aljibes, los eres, los guácimos y los almogarenes [2].
Algunos de los viajeros europeos que recorrieron las islas Canarias recogieron sus experiencias en crónicas magníficas sobre las mujeres rurales de finales del siglo XIX y principios del XIX. Destacaban la importante labor del colectivo femenino en el ámbito rural, una labor en la que la dureza era la nota distintiva. Para algunos de ellos, el trabajo realizado por las mujeres isleñas llegaba a ser, en ocasiones, más férreo que el de los hombres.
La mujer isleña, además de tener una gran importancia en la vida doméstica, también desempeñaba unos trabajos destacables en la agricultura. La mayoría de las canarias tenían que trabajar en faenas alternativas a las tradicionales del hogar. Aquella era una sociedad eminentemente rural, con escasos o nulos niveles de desarrollo, con precarios servicios, con carencia de planificación sanitaria, sin alcantarillado. Todos y cada uno de los miembros de la familia se convertían en mano de obra destinada a la agricultura, el pastoreo o la pesca. Al igual que lo hacía cualquier hombre, las mujeres también se ocupaban en los terrenos: cultivaban papas y procedían a su recogida; cortaban y cargaban uvas hasta el lagar; cuidaban, podaban y procesaban el tabaco; recolectaban y empaquetaban plátanos; recogían cochinilla. Pese a ser considerada socialmente el sexo «débil», la mujer en el ámbito rural llevaba a cabo todo tipo de trabajos, a pesar de su rudeza o dificultad. ¡Superaban todas las dificultades!
Los viajeros hablaban de caminos solitarios, solo transitados por campesinos y campesinas cuando iban a trabajar. Describían que ellas iban cargadas con cestos a la cabeza, que marchaban ligeras conversando unas con otras. Algunas llevaban en la cabeza grandes cestos con excrementos de vaca, que se vendían en el puerto para hacer fuego. En Jandía, en la localidad conocida como Casas de Pecenescal, había cabañas donde los pastores ordeñaban las cabras y hacían quesos, allí llegaban mujeres con niños en los brazos:
[…] en cuclillas y con un sol abrasador, bajo los sombreros de palma de alas anchas y herméticamente cubiertas por sus vestidos, pasan todo el día entre las grandes hojas de los espinosos nopales, se les podría considerar pagodas o espantajos si no fuera porque las manos, permanentemente ocupadas, indicaran que se trata de un ser vivo que, agotado y con el rostro sudoroso por el esfuerzo y el trabajo, encuentra su único reposos en aquella tarea que le impone en casa el cuidado del marido, de los hijos y del hogar. Solo le queda la tarde del domingo, en la que cose la ropa de la familia, remienda y limpia, al tiempo que trata de liberar las cabezas de lo suyos de aquellos seres cuya fertilidad casi alcanza a la de la cochinilla [3].
Situémonos en Asturias (1917)
Asturias era una zona donde el trabajo de las mujeres en la agricultura era muy importante, entre otras razones porque la emigración masculina era muy elevada. En la localidad de Llanuces (municipio de Quirós) la tarea de recoger las espigas de la escanda y depositarlas en cestos estaba generalmente en manos de mujeres. Cuando un vecino tenía demasiada escanda para poder cogerla por sí solo pedía ayuda a sus convecinos, acudiendo muchas mujeres y algunos hombres, teniéndose por pagados con 1,50 pesetas cuando más y una merienda frugal con sus jarros de vino. Las mujeres trabajaban tanto como los hombres, pues no solo se ocupaban del arreglo de la casa —a lo que llamaban «poblar la morada»—, sino que una vez terminadas las faenas domésticas trabajaban la tierra. Ellas, las mujeres, llevaban a cabo transformaciones agroindustriales de autoconsumo: un día a la semana, a veces cada dos semanas, amasaban el pan y lo ponían en el horno para cocerlo. También de autoconsumo podían catalogarse las tareas artesanales que se realizaban con la lana: el hilado apenas si existía, solo algunas ancianas lo conservaban por tradición; hilaban la lana de sus corderos y ellas mismas tejían con aguja medias y una especie de calcetines muy fuertes que les permitían andar sin zapatos y que recibían el nombre de escarpines.
Por otra parte, era sabido que las mujeres de Sobrescobio eran muy aptas para el trabajo. ¡Eran fuertes y acostumbradas a trabajar! Desde niñas ayudaban al hombre en casi todos los trabajos. Consideradas buenas madres, se llenaban de actividades que se manifestaban tanto en el cuidado del hogar como en el duro ajetreo de la labranza. Tanta faena, y tan dura, las abrumaba precozmente y las hacía viejas antes de tiempo. Algo semejante se daba en el municipio de Mieres. La mujer de Mieres perdía pronto su belleza natural. Era púber en edad relativamente temprana, se casaba muy pronto y su proverbial prolificidad y los trabajos consiguientes la agotaban en plena juventud. La situación no era muy distinta en Villaviciosa. A mediados de los años cuarenta, en las tareas fundamentales de trabajo -la agricultura y la ganadería-, la mujer alternaba las faenas con el hombre con toda su dureza y con notable resistencia. En algunos municipios (Quintes, Quintueles, Oles, Careñes, etc.), las mujeres trabajaban a tiempo parcial como pulidoras del azabache que se sacaba de diversas minas y que se comercializó en el resto de España y América hasta mediados del siglo XX [4]
Viajemos ahora a Galicia
Respecto a Galicia, reproducimos un extracto de la carta de Emilia Pardo Bazán a Adolfo Bayo, presidente de la Liga Agraria, emitida el 8 de enero de 1888. En ella queda claramente expuesta la situación de abandono de las tierras de Galicia por parte de los poderes públicos y económicos y la emigración que ello comportaba. Es un documento de la época clave para comprender la situación de desolación en que se encontraban las mujeres gallegas de las zonas rurales:
Cuanto se diga no alcanza a la realidad. Cada mes salen de Galicia millares de hombres; aldeas enteras quedan sin varón alguno, con solo aquellas viudas de vivos cuyas tristezas cantó la musa regional; vastas extensiones de terreno son abandonadas por los colonos, que dejan colocada la llave en la puerta del humilde casucho y se van con el hatillo colgado en el palo, sin volver atrás la vista; la profesión de gancho o reclutador de inmigrantes es lucrativa como pocas; las empresas de vapores hacen su agosto, y a la puerta de los consignatarios se empujan y atropellan grupos de mozos sanos y fornidos aguardando turno para embarcarse y llevar su fuerza y su sangre juvenil a comarcas más clementes […] [5]
Galicia era una de las zonas más despobladas de España. Desde la segunda mitad el siglo XIX era escenario de un movimiento migratorio en masa hacia América. El deterioro de la economía agrícola y la caída del sector industrial doméstico aumentaron más el deseo de las familias de emigrar con el objetivo de mejorar sus condiciones de vida. Desde la segunda mitad del siglo XIX, Galicia padecía una grave crisis en el sector industrial, los tejidos domésticos no podían competir con las telas de algodón y la importación o contrabando de los linos europeos hilados y tejidos por medios mecánicos. Las mujeres, sobre todo, quedaban sin trabajo. Muchas familias se encontraban en situaciones difíciles porque no había otros sectores de actividades para compensar la mano de obra de este sector. Junto con la caída de la industria rural se presentó la crisis del sector agrícola, que desestabilizó la economía rural gallega [6].
Un escrito anónimo de principios del siglo XX describe magistralmente la situación de las mujeres gallegas en una sociedad que se quedaba sin hombres:
Lo que más vale en Galicia es la mujer. Será por la participación activa que toma en los trabajos por lo común reservados al sexo fuerte, será por lo que fuera, pero lo cierto es que la mujer gallega, sobre todo en las clases rurales, es el alma del hogar. Sobre ella pesa el trabajo más rudo de la faena agrícola. El fuego que delata el humo del hogar, ella lo enciende; las tierras que rodean la casa, ella las cava; el ganado que pasta en las praderías, ella lo apacienta; el grano almacenado en el hórreo, ella lo portó sobre la cabeza, y lo mismo los racimos que colman el lagar y el tojo que forma la cama de los establos, y las patatas destinadas para el pote en un rincón de la lareira.
¿Qué decir de Andalucía?
En el primer tercio del siglo XX, el trabajo de las mujeres de La Campiña sevillana se centraba en la cosecha de cereales y la recogida de aceitunas. En la época adecuada, familias enteras se desplazaban a los cortijos cercanos. Era costumbre que los hombres subieran con escaleras a los olivos para recoger a mano las aceitunas que las mujeres arrojaban a las cestas. Ellas recogían las de las ramas inferiores y las que caían al suelo. El trabajo en el campo no excluía a las mujeres de ser amas de casa y cuidadoras de enfermos, ancianos y niños. Entre los escasos trabajos que las mujeres podían desarrollar fuera del hogar en Málaga se destaca el de faenera. Estaba dedicado a las tareas de la recolección o vendeja (conjunto de mercancías destinadas a la venta de una cosecha). Su trabajo consistía en preparar los frutos del campo para su exportación al extranjero: la que ocupaba a más mujeres era la de las pasas. Se trabajaba durante la época de la vendeja, a finales de verano y otoño, en los numerosos almacenes de frutos repartidos por el barrio del Perchel y por la zona cercana al puerto. Cuando no había vendeja, las mujeres se ocupaban mayoritariamente como criadas y tejedoras. Todo indica que ellas preferían las faenas del campo a la del servicio doméstico: era difícil encontrar a una criada cuando llegaba agosto [7]
Situémonos ahora en La Mancha
En esta comarca, Mora es un municipio situado al sudeste de la provincia de Toledo, aproximadamente a 30 Km. de la capital. A caballo entre los siglos XIX y XX, la recolección de la aceituna comenzaba a principios del mes de enero y terminaba hacia el mes de marzo. Prácticamente todas las casas de propietarios importantes tenían un trabajador de confianza para que se ocupase de las recolecciones y labores que se hacían en el campo al que se denominaba «estajero». En general, siempre era un hombre. Pero la cuadrilla que controlaba este operario estaba compuesta de hombres y mujeres. La caballería, que llevaba el personal masculino, transportaba la aceituna del olivar al molino. Esta tarea se hacía en jornadas de sol a sol. Los salarios se convenían y en ellos existía una notable discriminación: el del hombre era muy superior al de la mujer. Tanto al ir como al volver del trabajo se formaban filas interminables de caballerías cargadas con los costales y el personal detrás, pues a esta recolección iban hombres, mujeres y chicos desde los catorce años. En el pueblo solo quedaban los ancianos y los enfermos. Durante la jornada laboral, se daba al personal una hora para alimentarse. Lo hacían en el mismo tajo y, generalmente, se comía fiambre.
Cuando la recolección había finalizado, era frecuente que hombres y mujeres de la cuadrilla se pintasen los rostros con los tizones de la lumbre que ese día (como todos los demás) se había encendido en el tajo con las hojas del día anterior y el chupón seco. Con el objeto de dar mayor realce cromático a la cabalgata, algunas mujeres llevaban prendas de vistosos colores, ya que solían ir detrás de los carros y galeras entonando canciones. ¡Estaban ahí!
El propietario de cada casa invitaba a todo el personal a una gran cena. Ello tenía lugar el último día. La cena se hacía en su molino. Para ello se mataban varios corderos, se comía, se bebía y, naturalmente, se cantaba y bailaba hasta altas horas de la madrugada.
Una vez recogida la aceituna, venía la rebusca. Consistía en que las mujeres, niños y ancianos recorrían los olivares y cogían la aceituna que había en el suelo y las que habían quedado en el árbol para venderla en los molinos. Esa rebusca solía durar quince días.
Terminada la etapa de la aceituna, los estajeros formaban las cuadrillas para la corta de la rama del olivo y del sarmiento de la vid. En esas cuadrillas solo participaba personal masculino. Esa corta de rama duraba entre el 15 de marzo y el 15 de abril. La escarda (arrancar las malas hierbas de los sembrado) era otro trabajo agrícola que se efectuaba desde esta fecha hasta la segunda quincena de mayo. Los estajeros preparaban cuadrillas de mujeres, niños y niñas, cuyos jornales de eran más baratos. En el mes de junio se producía el arranque de las siembras y también solía ser un trabajo para mujeres y niños.
En total, esas operaciones duraban entre quince y veinte días. Con ello terminaba la participación de las mujeres en las faenas del campo hasta que llegaba la época de la recogida de la uva [8]
Notas:
- Teresa Pilán, La mujer en la agricultura, “Levante. El Mercantil Valenciano”, 29/7//2009
- Carlos Soler, “La insoportable dependencia del agua desalada” (I) 11/7/2017 https://www.biosferadigital.com/noticia/la-insoportable-dependencia-del-agua-desalada-i
- Teresa González, La mirada europea. Huellas de mujeres canarias en los libros de viajes, Anroat, Las Palmas de Gran Canaria, 2006.
- Francisco Feo Parrondo, Mujer y medio rural en Asturias (siglo XX), Departamento de Geografía, Universidad Autónoma de Madrid http://www.ingeba.org/lurralde/lurranet/lur22/feo22/22feo.htm
- La Voz de Galicia, 17/12/2017. https://www.lavozdegalicia.es/noticia/opinion/2017/12/17/carta-emilia-pardo-bazan-adolfo-bayo/0003_201712G17P15991.htm
- «Causas de la emigración gallega», Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid, https://html.rincondelvago.com/causas-de-la-emigracion-gallega.html
- María Dolores Ramos, «Mujeres campesinas en Andalucía: roles oscuros y estrategias de supervivencia», en María Dolores Ramos (coord.), Entre la marginación y el desarrollo: Mujeres y hombres en la historia. Andaluzas en la historia, Fundación Pública Andaluza Centro de Estudios Andaluces, Junta de Andalucía, Sevilla, 2012, https://www.centrodeestudiosandaluces.es/datos/publicaciones/CAHC_04_andaluzas.pdf
- Virgilio Muñoz Ruiz, Estampas de un pueblo: Mora (Introducción y notas por Hilario Rodríguez de Gracia), MemoriaDeMora.com, 2013, https://memoriademora.files.wordpress.com/2013/11/estampas-texto.pdf
Soledad Bengoechea Echaondo es Doctora en Historia Contemporánea por la Universitat Autònoma de Barcelona.