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Siria e Iraq: el abrazo de dos aniversarios

Fuentes: Cuarto Poder

En este mes de marzo se cumplen dos años del comienzo de la revolución siria con muy poco que celebrar. La criminal ferocidad del régimen, que combina, en la mejor tradición imperialista, bombardeos aéreos y escuadrones de la muerte; el ignominioso sostén de Rusia e Irán; la no menos ignominiosa estrategia de «regulación del dolor» […]

En este mes de marzo se cumplen dos años del comienzo de la revolución siria con muy poco que celebrar. La criminal ferocidad del régimen, que combina, en la mejor tradición imperialista, bombardeos aéreos y escuadrones de la muerte; el ignominioso sostén de Rusia e Irán; la no menos ignominiosa estrategia de «regulación del dolor» por parte de EEUU y la UE en favor de Israel; la incapacidad de la oposición para representar algo más que intereses partidistas o personales; la «sectarización» del enfrentamiento militar alimentada por Arabia Saudí y Qatar; la creciente influencia del yihadismo sobre el terreno y el hecho, en fin, de que el ELS, como dice mi amigo Tareq Al-Ghourani, sea un «ejército de víctimas», todos estos factores han convertido la pacífica, masiva, justísima demanda de democracia inicial en una catástrofe regional: 70.000 muertos, más de dos millones de desplazados o refugiados, barrios completos desmigajados, una entera generación de niños que la Unicef considera ya «perdida». La metáfora del escritor Yassin Al-Hajj Saleh de la «sociedad-bomba» no podía ser más acertada: una sociedad configurada de tal manera por la dictadura del clan Assad que no puede aspirar a un mínimo de justicia -no brinques, no te muevas, no te rías- sin hacer saltar el país y el mundo entero por los aires. Más allá de las responsabilidades concomitantes o adventicias, y de la urgente necesidad de evitar males mayores, cualquier tentativa de atenuar u ocultar la responsabilidad del régimen equivale a considerar justo al que instala una bomba en el pecho de su prisionero e injusto o, al menos, «frívolo» e «irresponsable» al prisionero que trata de desactivarla y librarse de ella.

Pero en este mes de marzo se conmemora también lo contrario de una revolución: una invasión. Hace ahora diez años, con la complicidad directa de Inglaterra y España, EEUU tomó Iraq al asalto, por tierra y por aire, para «devolver el país a la Edad de Piedra». Saddam Hussein también era un dictador y había sido «nuestro» amigo, pero en todo caso no fue derrocado por una revuelta popular sino por una ocupación militar extranjera que provocó, directa o indirectamente, más de un millón de muertos, según la evaluación de la prestigiosa revista The Lancet. Antes -no hay que olvidarlo- el durísimo bloqueo económico impuesto en 1992, apenas atemperado por el programa «petróleo por alimentos», había matado a 500.000 niños en una década, un precio que Margaret Albright, la secretaria de Estado del gobierno Clinton, consideró razonable pagar para el altísimo objetivo de transportar al país la «democracia» y llevarse sus recursos.

Hoy, diez años después, hay 4,5 millones de huérfanos en Iraq y 800.000 viudas; y 600.000 niños viven en la calle. El aumento de la prostitución, del consumo de drogas, de la desnutrición está asociado, obviamente, a la dificultad para acceder a los servicios más elementales: electricidad, agua, atención sanitaria. Y todo ello se inscribe, además, en un contexto en el que represión, política sectaria y corrupción están indisolublemente unidas en la administración de un gobierno que un ex-ministro describe como una «cleptocracia institucionalizada». Con al menos 15000 presos políticos acusados de «terrorismo», con una policía entrenada por EEUU y que practica regularmente la tortura sobre los presos, con uno de los índices más altos de aplicación de la pena capital, no puede sorprender que Kadom Al-Jabouri, el hombre que se hizo famoso en 2003 por arremeter contra la estatua de Saddam Hussein tras la entrada del ejército ocupante en Bagdad, hoy contemple con muy poco triunfalismo su hazaña: «Odiaba a Saddam Hussein y durante años soñé con derribar esa estatua, pero lo que siguió me produjo una amarga decepción». «Antes», añade este ex-preso de Saddam Hussein, «sólo teníamos un dictador. Hoy tenemos cien».

Como colofón de este disparate criminal y como para desmentir a los que creen en la omnipotente inteligencia del imperialismo estadounidense, hay que recordar la paradoja -cómica si la destrucción y el dolor nos permitieran aún reír- de que la invasión de Iraq, que ha matado, herido, desplazado, empobrecido, marginado y enfermado a millones de personas, sólo ha servido para entregar el país al máximo enemigo de EEUU e Israel en la región: Irán. Es como si, 30 años después, la guerra irano-iraquí (1980-1988) la hubiese ganado Teherán gracias al ejército «mercenario» de los EEUU. Hoy, en efecto, el gobierno de Al-Maliki depende mucho más de la dictadura iraní que de la «democracia» estadounidense.

Diez años después de la invasión de Iraq, dos años después del comienzo de la revolución en Siria, podemos decir que Iraq y Siria, cuyos partidos Baaz fueron acérrimos enemigos, se parecen más que nunca. Podemos decir que la ocupación estadounidense produjo en Iraq los mismos efectos que la dictadura de Bachar Al-Assad está produciendo en Siria: muertos, refugiados, destrucción material, sectarización.

Pero se parecen también en lo bueno. En marzo de 2011 una buena parte del pueblo sirio se rebeló pacíficamente contra la dictadura del Dictador Unico; hoy una buena parte del pueblo iraquí se rebela pacíficamente contra la dictadura de los Cien Dictadores. Destruido y aislado, cortado en apariencia del destino común del mundo árabe, Iraq estaba demasiado cansado y demasiado dolorido para unirse a la llamada «primavera árabe». Pero no es verdad. Nuestros medios, atentos a Egipto y a Túnez y, por otros motivos, a Libia y Siria, han preferido olvidar Iraq porque también es obra «nuestra». Pero lo cierto es que los iraquíes lo intentaron en junio de 2011 y lo vuelven a intentar hoy, desde hace tres meses, y por las mismas razones que los tunecinos, los egipcios o los sirios.

Desde el pasado 25 de diciembre, multitudinarias manifestaciones movilizan a cada vez más ciudadanos en la llamada «zona sunní»: Sammara, Baquba, Tikrit, Kirkuk, Mosul, barrios de Bagdad y, sobre todo, Anbar y Faluya, donde la brutal represión ha causado ya una decena de muertos. Sus protagonistas consideran este movimiento de protesta como una prolongación de la resistencia contra la ocupación y no dudan en calificarlo de «revolución pacífica». ¿Qué piden? Fin del dominio «sectario» y de la Constitución actual, redactada a dos manos por EEUU e Irán; fin de los asesinatos y detenciones arbitrarias, de las torturas y la persecución política; fin de las políticas económicas discriminatorias y de la corrupción. En resumidas cuentas y al igual que en Siria: dignidad, trabajo, libertad, transparencia, justicia social, una nación común sin exclusiones políticas, económicas o religiosas.

Quizás no es una casualidad que, coincidiendo con el aumento de las protestas y al igual que en la Siria de Bachar Al-Assad, en el Iraq de su aliado Al-Maliki reaparezca ahora Al-Qaeda y se reactive la destructiva violencia sectaria. La guerra en Siria puede sin duda enredar Iraq y desbaratar este poderoso movimiento civil, pero que exista es ya un milagro: el de la dignidad de un pueblo que, tras tres décadas de guerras, dictadura, invasiones y castigos colectivos, es aún capaz de reclamar la devolución de su país y de su humanidad.

Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/siria-e-iraq-el-abrazo-de-dos-aniversarios/4158