Cada vez que escribimos sobre Siria es para añadir muertos y ruinas a una lista sin fin. Los bombardeos indiscriminados de las últimas semanas sobre Alepo y la situación de la propia ciudad, asediada y hambreada por el régimen y sus aliados, defendida por distintas milicias rebeldes a veces enfrentadas entre sí, dan toda la […]
Cada vez que escribimos sobre Siria es para añadir muertos y ruinas a una lista sin fin. Los bombardeos indiscriminados de las últimas semanas sobre Alepo y la situación de la propia ciudad, asediada y hambreada por el régimen y sus aliados, defendida por distintas milicias rebeldes a veces enfrentadas entre sí, dan toda la medida de la tragedia que vive Siria y de la complejidad creciente que alimenta la guerra. Con cada muerto aumentan las tensiones cruzadas, se agrava la responsabilidad de todos los actores y se aleja la paz y, desde luego, la justicia y la democracia. Como decía un manifiesto firmado a mediados de septiembre por 150 artistas y escritores sirios, «el mundo hoy es una cuestión siria, como Siria es hoy una cuestión mundial».
Es, sin duda, una cuestión compleja. Y cuando uno se enfrenta desde Europa a una cuestión compleja es necesario hacerse dos preguntas. La primera es qué queremos. La segunda es qué podemos hacer.
Es seguro que en una situación compleja nunca podremos alcanzar todo lo que queremos, pero conviene saberlo. ¿Qué queremos para Siria? Lo mismo que para cualquier otro país del mundo, lo mismo por lo que luchamos en España: soberanía económica, justicia social, respeto de los Derechos Humanos (DDHH), democracia integral, un futuro para nuestros hijos e hijas.
¿Qué podemos hacer? De entrada, si reconocemos que se trata de una situación compleja, podemos hacer una cosa: no simplificarla. Eso implica reconocer que los obstáculos que se interponen en el camino de lo que queremos -soberanía, justicia, DDHH, democracia- son muchos y enrevesados y no se dejan atrapar en una reminiscencia lineal. Hace cinco años y medio, cuando empezó la revolución siria, las cosas eran más simples. El obstáculo era, sobre todo, uno: el régimen dinástico de los Asad, contra el que se levantó pacíficamente una buena parte del pueblo sirio. Cinco años y medio después, cuando Siria se ha convertido en el campo de tiro de decenas de milicias y más de sesenta países, ese régimen -junto a sus aliados- sigue siendo el responsable de la mayor parte de las víctimas civiles (hasta el 95%), de la mayor parte de las violaciones de DDHH (al menos 6.786 detenidos muertos bajo tortura), de la mayor parte de los refugiados externos e internos (5 y 12 millones, respectivamente), de 287 de los 346 ataques realizados contra instalaciones médicas y de 667 muertes de las 705 producidas entre el personal sanitario, así como del asedio por hambre de pueblos y ciudades que suman cientos de miles de habitantes, siempre según fuentes plenamente fiables. Nunca el Estado colombiano llegó tan lejos contra su propio pueblo; sólo quizás Franco durante e inmediatamente después de la guerra civil española. Esto no es sólo el pasado; sigue siendo el presente de Siria y la decencia más elemental debería prohibirnos olvidarlo.
Pero cinco años y medio después, hay sin duda otros obstáculos. Si hablamos del régimen, es indudable que habría sido derrocado hace tiempo sin la intervención de Rusia, Irán y Hizbullah, que ocupan literalmente el país y determinan tanto el curso de la guerra con sus bombas y sus tropas como la política de Bachar Al-Asad. No muy diferente fue lo que ocurrió en Iraq, cuando los ocupantes estadounidenses toleraron que algunos de estos mismos actores aniquilaran el tejido social resistente, apuntalando así el régimen surgido de la invasión. Son ellos mismos quienes sostienen en pie la dictadura en virtud de intereses diferentes que a veces se traducen también en pequeños conflictos soterrados. Rusia, que acaba de aprobar en la Duma la presencia permanente de bases rusas en Siria, mantiene un pulso con EEUU y la Unión Europea, a los que hace pagar su agresiva y errónea política anti-rusa en Europa, con la mirada puesta más bien en Ucrania. Pero Rusia es un aliado fundamental de Israel y ha impedido que Irán instalase una base logística junto al Golán ocupado, mientras que Irán, que ha negociado con EEUU la cuestión nuclear, es considerado por Israel -y considera a Israel- un enemigo irreconciliable. En todo caso, Rusia es directamente responsable de la muerte de miles de civiles en toda Siria y concretamente en Alepo, ciudad contra la que ha desencadenado en las últimas semanas una ofensiva aérea indiscriminada.
Otro obstáculo relevante es, obviamente, el Estado Islámico, hoy en retroceso, comodín que han utilizado todos los que oficialmente lo combaten: desde el régimen, al que interesaba radicalizar el conflicto militar y que ha atacado muy poco al grupo de Al-Baghdadi, hasta Turquía, aliada de la UE y de EEUU, muy complaciente con los yihadistas, de los que se ha servido en su guerra contra los kurdos. Junto al Estado Islámico, atroz dueño de sí mismo, hay otros grupos islamistas dependientes de potencias regionales que obstaculizan un proyecto soberano y democrático y que enredan aún más la situación. El más conocido de todos ellos, y el más fuerte, es Yabhat Fath Al-Sham, antes Yabhat-al-Nusra, hasta hace unos meses rama siria de Al-Qaeda. La milicia de Abu Mohamed al-Jolani ha ido comiéndose a otros grupos y afianzando su influencia gracias a la financiación de los países del Golfo, sobre todo de Arabia Saudí y porque, al contrario que el Estado Islámico, autista en su territorio paralelo, combate sin cesar contra el régimen y los ejércitos ocupantes.
Están, por fin, como obstáculos para la paz y la democracia, Israel, muy complacida con la agonía siria, que administra el caos desde lejos mientras consolida la ocupación de Palestina y asfixia en silencio a los palestinos; Turquía, cuya prioridad es combatir a los kurdos, apoyados por EEUU (otra contradicción obviada a menudo) y que, tras el contragolpe de Erdogan, en picado hacia la dictadura, se acerca a Rusia, a Irán e incluso al régimen de Asad; la Unión Europea, inútil y narcisista, sólo preocupada por los atentados en su territorio y la llegada de refugiados, dos problemas que agrava con sus políticas antiterroristas; y, por supuesto, los Estados Unidos, madre de todas las miserias, que invadió Iraq en 2003 por «razones humanitarias» franqueando el paso a los jinetes del apocalipsis y que, igual que hace con los palestinos e Israel, ha abandonado a los sirios en manos de Bachar Al-Asad -e indirectamente del yihadismo financiado por sus aliados- porque los intereses de Washington no pasaban y no pasan por la democratización de Siria. Cuando EEUU ha intervenido por fin lo ha hecho para convertir Siria en un falso campo de batalla de la «guerra global contra el terrorismo», relegitimando el papel de Bachar Al-Asad y lanzando bombas que, como se ha demostrado en el pasado, además de matar inocentes, sólo sirven de levadura a la violencia que se dice querer combatir. Hay que repetir una vez más que la expansión del Estado Islámico tanto en Iraq como en Siria es la consecuencia, no la causa, de la previa demolición social que invasores, regímenes y agentes regionales han llevado a cabo concienzudamente para afianzar su dominio y evitar un cambio democrático en la región. Justificar el mantenimiento de los regímenes de Damasco y Bagdad, ilegítimos, criminales y corruptos, frente a la expansión del Estado Islámico, algo en lo que ya coinciden EEUU y sectores de la izquierda europea y del Estado español, es una pavorosa demostración de cinismo o de ignorancia: es falsa, es perniciosa la dicotomía entre el régimen de Al-Asad y el Estado Islámico. EEUU, por cierto, que ha financiado y entrenado en Jordania a milicias que combaten contra Asad, ha financiado y entrenado también a las milicias chíies iraquíes que lo apoyan.
¿Qué podemos hacer frente a un problema complejo que está costando miles de vidas? De entrada, no simplificar. Las líneas anteriores -nos parece- son una pequeña muestra de la complejidad que hace falta abordar y que no puede reducirse a una cifra manejable mediante un abracadabra geopolítico del siglo XX. Si queremos para Siria lo mismo por lo que luchamos nosotros -justicia, soberanía, DDHH, democracia, un futuro para nuestros hijos e hijas- es necesario comprender, a partir de estos datos, que la solución pasa por interrumpir el ciclo intervención/dictaduras locales/yihadismo terrorista, como se intentó durante las revueltas de 2011 y que eso excluye, de manera realista, cualquier papel de la dinastía Asad en el futuro de Siria. Como repite de manera incansable nuestra admirada Leila Nachawati, «a más Asad más Estado Islámico» y por lo tanto -añadimos nosotros- más intervención exterior. Ni la ética ni la política -y menos la unión de ambas- puede conceder, por principios y por pragmatismo geoestratégico, ni un centímetro de timón a un criminal de guerra que la mayor parte de su pueblo no acepta ya como su gobernante y con el que no está dispuesta a negociar. EEUU debe parar los pies a Arabia Saudí (e Israel), pero son Rusia e Irán los únicos que pueden desbloquear la situación retirando a Asad del palacio de Damasco. En este sentido, es muy triste que una parte de la izquierda española se siga alineando -y así lo exprese incluso en el Parlamento Europeo- al lado de la extrema derecha y en favor del régimen sirio y de la Rusia de Putin. Como ya hemos valorado en otros textos, si no su actual acción genocida contra su propio pueblo, el pasado de esta dinastía, su papel de gendarme regional, su complicidad con Israel y su apoyo a EEUU durante la primera y segunda guerras del Golfo, hacen aún más necia tal actitud, que solo cabe llegar a comprender como una impronta pavloviana de la periclitada Guerra Fría.
Pero, ¿qué podemos hacer? No simplificar y ademas sacar conclusiones. Podemos hacer más. Podemos escuchar a los sirios que luchan por lo mismo que nosotros, pero jugándose la vida; los que quieren justicia, soberanía, DDHH y democracia, los que apuestan por romper el ciclo de intervenciones multinacionales, dictaduras locales y terrorismo yihadista. Lo sabe muy bien Bachar Al-Asad, como lo ha sabido muy bien siempre EEUU: la violencia es muy útil, la violencia funciona, la violencia actualiza todos los impulsos e impide el recuerdo de los motivos de la lucha y la organización de la sociedad civil a partir de ese recuerdo. La sociedad y la guerra son incompatibles. La resistencia civil y la guerra son incompatibles. ¿No hay sirios normales luchando en Siria por lo mismo que luchamos nosotros en España? Los hay y son todavía miles. Bastó una pequeña tregua en febrero para que salieran de nuevo a las calles, a manifestarse contra el régimen y contra el Estado Islámico; también contra Yahbat Al-Nusra en la provincia de Idlib, dando lugar a un movimiento que aún perdura. Otro tanto ha ocurrido durante la reciente precaria tregua, tras el acuerdo, ya roto, entre Rusia y EEUU: es suficiente un momento de paz -un remanso en el tsunami asesino- para que las calles -las ruinas- crepiten de resistencia civil y voluntad de organización política. En un trabajo muy meticuloso, el investigador Félix Legrand detalla la estrategia de Jabhat Al-Nusra en los distintos territorios y establece una relación de directa proporcionalidad entre las treguas y el debilitamiento de su legitimidad social. La conclusión de Legrand es que a Yabhat-al-Nusra, como al régimen y a sus aliados rusos, no les interesan las treguas: la dictadura y los yihadistas sólo pueden respirar en la batalla. Ambas partes saben que, apenas dejan de caer bombas sobre una ciudad, la sociedad civil superviviente recupera el terreno con sus demandas de paz y democracia contra -al mismo tiempo- el régimen asadista, las intervenciones multinacionales y los yihadistas. No es cierto, no lo es radicalmente, que no haya un interlocutor social, político y militar sirio al que podamos abiertamente apoyar: ¿no lo vemos a diario? ¿no queremos verlo día a día bajo la atroz violencia que lleva padeciendo el pueblo sirio en los últimos cinco años y medio? Quien tenga alguna duda sobre ello, que no la tenga en absoluto sobre el hecho de que el silencio o la complicidad, en concreto de algunos sectores de la izquierda europea y española, está contribuyendo a que este interlocutor se diluya impotente entre las oleadas de refugiados y los montones de cadáveres.
Podemos, pues, entender, sacar conclusiones y solidarizarnos con los sirios que sufren y muy especialmente con los que sufren por aspirar a lo mismo que nosotros y nosotras: sí, exactamente a lo mismo que nosotros y nosotras. Es una vergüenza que la derecha gobernante europea que atiza el incendio se haya apoderado del discurso de Siria, en términos obscenamente «humanitarios», mientras un sector de la izquierda no sólo se lo entrega sino que «reprime» las movilizaciones contra la guerra y criminaliza a los que se niegan a distinguir entre las bombas de Rusia y de EEUU cuando unas y otras matan niños e impiden la democratización y autogobierno en la región. Mientras Arabia Saudí apoyaba a las milicias más retrógradas y asesinas, nuestra izquierda, como los fascistas franceses, polacos o italianos, apoyaban a Bachar Al-Asad y visitaban su palacio. Entre tanto la izquierda siria -pensamos en Yassin Al Haj Saleh o en Salameh Keileh, aún vivos- perdía lógicamente la batalla en el interior; y, diezmada por el exilio y la muerte, la minoría superviviente, junto al pueblo sirio hecho jirones, sigue luchando contra todos los enemigos del mundo, incluidos esos izquierdistas europeos que tanto gritaron justamente contra la invasión de Iraq y hoy callan ante los crímenes de Rusia.
(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista. Carlos Varea es antropólogo y profesor de la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid.
Fuente original: https://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/10/09/siria-la-conciencia-europa/9147